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El Señor de los Anillos en Elsemanaldigital.com (2001 - 2002 – 2003). Parte I.

El Señor de los Anillos en Elsemanaldigital.com (2001 - 2002 – 2003). Parte I.

Fernando Alonso Barahona, Eduardo Arroyo, Alonso Calatrava, Juan Garcilaso De la Vega, José Javier Esparza, Tirso Lacalle, Jesús Laínz, Íñigo Mugueta, Francisco Olmedo, David Fontaneda, Jaime Fontaneda, Eduardo Segura y Pascual Tamburri

El Señor de los Anillos

Ser periodista en España es un oficio arriesgado. Entre otras cosas, porque los jóvenes licenciados salen de las Facultades navegando en un océano de conocimientos con un dedo de profundidad, autorizados para opinar sobre todo y demasiado a menudo ignorando hechos básicos. Por ejemplo, en materia de cultura.

Así, la prensa ha dedicado páginas, tiempo y atención al llamado “fenómeno Harry Potter”, a partir de la proyección de una película basada en los relatos protagonizados por este personaje de la literatura infantil. No está mal. Pero a continuación, ante el estreno de la primera parte de la trilogía basada en El Señor de los Anillos, se ha suscitado la polémica, la comparación y una artificial rivalidad entre ambos filmes, a mayor gloria y beneficio, por cierto, de la Warner Bros.

Pero no es aceptable que los señores de la prensa ignoren hechos básicos. Guste o no guste, la obra de J.R.R. Tolkien es un trabajo de literatura mayor, del género epopeya, con el propósito declarado de una reelaboración mítica paneuropea y la voluntad manifiesta de transmitir valores permanentes en un contexto épico, siquiera imaginario. El niño de Rowling es, en efecto, un niño, el protagonista de unos cuentos simpáticos e inofensivos, y nada más. Cosas de cultura general.

Si hace falta alguna prueba, la tendremos en unos años. Así como Harry Potter pasará a ser un producto comercial caducado, tanto en versión impresa como rodada, Frodo Bolsón puede convertirse en el símbolo de una generación. En todo caso, ni la película ni el libro, que aquí se contemplan desde diferentes puntos de vista, complementarios y hasta contradictorios, pasarán fácilmente al olvido. Ojalá que la prensa, con sus evitables simplificaciones, y los intereses comerciales, con sus decisiones arbitrarias, como la escasísima distribución del filme en versión original, no corrompan el soplo de aire fresco que El Señor de los Anillos ha traído a la cultura europea.


El Señor de los Anillos. I. La Comunidad del Anillo.

Después de veinte años como lector de El Señor de los Anillos y admirador de John Ronald Reulen Tolkien, he asistido al estreno de una película que deseo ver desde la infancia. La monumental trilogía tiene, por fin, una representación cinematográfica proporcional a su importancia sociológica y a su valor literario; quedan atrás muchas dudas y el muy lamentable intento de Bashki y Zaentz, que, completamente ajeno al sentido y al contenido de la obra tolkeniana, es preferible olvidar para siempre.

Dos malentendidos lastran aún la imagen del profesor Tolkien. Muchos bienpensantes siguen creyendo y afirmando que se trata de una literatura menor, destinada al público infantil y juvenil. Por otro lado, con alguna mayor generosidad pero no menor imprecisión, se acepta su entidad artística pero se ignora completamente su dimensión espiritual, “mítica”. La divulgación inevitable que seguirá a esta película debe tener en cuenta, en cambio, que John Tolkien fue un docto medievalista oxoniense, filólogo de oficio y de vocación, editor del Beowulf, experto mundial en la cultura de los primitivos pueblos germánicos; su obra literaria, paralela a su obra científica, es de gran calado, y no sólo revela una maestría ejemplar del inglés, sino un indiscutible brillo artístico.

Más importante aún: Tolkien, con su obra, quiso expresamente rebelarse contra el sistema de valores materialistas y productivistas del mundo moderno. A diferencia de otros “mundos secundarios” literarios, y de gran parte de la inmensa literatura medieval-fantástica, la Tierra Media es la contrafigura de la Europa premoderna como pudo ser, si no geográficamente sí en cuanto a los grandes principios enfrentados. No es lícito hablar en este caso de literatura de evasión, sino de literatura de combate. El ciclo del Anillo trata de reflejar la lucha entre dos mundos antitéticos, que no se asemeja a ninguno de los conflictos del siglo XX sino, más bien, a la crisis del mundo europeo occidental que está culminando en el siglo XXI.

Cuando una película se inspira en una gran obra literaria hay que preguntarse tanto por el rigor de la adaptación como por la calidad de la película en sí misma. En este caso, no quedarán satisfechos los eruditos que busquen una fidelidad estricta a la obra literaria. Contentarles habría requerido unas dieciocho horas de proyección, que sólo unos pocos resistirían. Pero hay algo más importante: se respeta la esencia íntima del producto, haciéndolo a la vez comprensible para los no lectores y atractivo para un público amplio. La prueba de las virtudes de la película esta en que no gustará tampoco a los amantes del cine hollywoodiano al uso. Hobbiton está en los antípodas (estéticos y morales) de Hollywood, al que los autores del filme no han hecho demasiadas concesiones, y ninguna substancial. La película será comercial por su excelente difusión y publicidad, y por la preexistencia de un público bien predispuesto, pero no se adapta a los cánones que últimamente imponen las grandes productoras.

Comentario aparte merece la banda sonora. Es la gran ocasión perdida de la película. Howard Shore ha compuesto una música correcta, de circunstancias, que será otro éxito de ventas, y más contando con la colaboración de Enya. No estropea la película; pero tampoco añade nada. Si en esto no se hubiesen aceptado las imposiciones comerciales de la Warner Bros, habría sido la ocasión de recurrir al inagotable filón de la música romántica europea, de alguna manera en la línea de “Excalibur”. Tal vez estén a tiempo de enmendarse en las dos siguientes entregas, cuyas obligadas escenas épicas merecerán una música no menos gloriosa.

El Señor de los Anillos (I) es, en suma, una película para todos los públicos, pero especialmente para gentes de espíritu joven, dispuestas a dejarse contagiar por la pasión y por el fervor en la defensa de principios eternos - el sacrificio, la abnegación, el amor, la lealtad, la lucha más allá de toda esperanza razonable. Sería oportuno que con esta excusa se lea o se relea el libro, insuperable en su género. Y, por supuesto, que se perciba el espíritu del autor y el mensaje más hondo que trató de transmitir, desde las amargas trincheras de la I Guerra Mundial, donde comenzó a fraguarse en su prodigiosa mente esta epopeya. Tenemos ante nosotros una síntesis de la mitología europea para una Europa que ha olvidado demasiado deprisa sus raíces espirituales y míticas. La Compañía del Anillo debe seguir marchando.

Pascual Tamburri

24 de diciembre de 2001


Espadas

El fenómeno del año iba a ser Harry Potter, pero ha terminado siéndolo "El señor de los anillos": la versión cinematográfica de la saga de Tolkien está arrasando taquillas. Y lo que es más importante: no está defraudando a los tolkienmaníacos, que son legión, a pesar de que las versiones audiovisuales suelen hacer añicos los originales literarios. Verdaderamente, ha sido una suerte que el loco que ha llevado "El señor de los anillos" al cine no sea un profesional fichado por una productora, sino un fan de ese imponente mundo de hobbits y elfos en torno al cual Tolkien creó una auténtica mitología.

Hace pocos días, Urdaci despedía un Telediario recomendando "El señor de los anillos" "para los más jóvenes". A los más jóvenes, es verdad, no les vendrá mal conocer que hay héroes que pueden enfrentarse al mal sin necesidad de escupir por un lado de la boca ni llenarse la lengua de palabras malsonantes, pero Tolkien no sería lo que es en el mundo de la creación literaria si su obra se limitara al público juvenil. Todos pueden, e incluso todos deben leer "El señor de los anillos", porque la historia que ahí se cuenta tiene la suficiente densidad para saciar a todo género de público. Precisamente la grandeza de Tolkien estriba en haber creado un universo legendario de fuerza comparable a la de la Materia de Bretaña. Y la grandeza de Peter Jackson reside en que lo ha llevado al cine sin apenas mermar esa fuerza.

Eso no es habitual en la pantalla grande. Esta misma semana hemos tenido dos ejemplos en la televisión. En TVE-1 podíamos ver la "Excalibur" de John Boorman, que es una excelente versión de la vida del rey Arturo según la recreación de Malory. Pero en Telecinco nos ofrecían "El corazón y la espada", de Fabrizio Costa, miniserie donde la tragedia de Tristán e Isolda bajaba varios puntos en la escala del mito para terminar convertida en una historia sentimental, sin duda recomendable, pero bastante insatisfactoria para quien buscara algo más de fidelidad a las versiones clásicas. Lo positivo del asunto, en todo caso, es que el género "de espadas", que retornó a la actualidad hace ya más de veinte años, no pasa de moda. Sea en versión medieval, de ciencia-ficción o de fantasía, el héroe tradicional sigue siendo una figura vigente. Quizá porque el héroe es tanto más necesario cuanto más villano se hace el mundo. Y en eso de la villanía estamos haciendo grandes progresos.

José Javier Esparza (27 de diciembre de 2001)


La Tierra Media

La Tierra Media es, era y/o será uno de los dos continentes en que se divide Arda (la tierra). La creación de Arda se debió a Eru, también llamado Ilúvatar, dios único del que proceden los Ainur (una constelación de dioses secundarios). Algunos de estos Ainur descendieron a la tierra para modelarla en el principio de los tiempos, y fueron llamados Valar. Ellos crearon un reino, Valinor, en las tierras occidentales, que pasaron a denominarse “tierras imperecederas”. Los arduos trabajos de los Valar configuraron los montes, llanuras, ríos y mares de la tierra, a la que pronto llegaron los hijos de Ilúvatar: los elfos (los primeros nacidos), y los hombres (los seguidores). A los elfos inmortales se les permitió elegir entre poblar las tierras imperecederas, o la Tierra Media (el continente oriental). Los hombres, por el contrario, hubieron de conducir su mortalidad lejos de Valinor, y viajar a Occidente.

La Tierra Media es el escenario en el que se desarrollan las aventuras de El Señor de los Anillos. Concretamente la epopeya de Tolkien se sitúa en las tierras occidentales de la Tierra Media a finales de la Tercera Edad. Todos los acontecimientos que se desarrollan a lo largo de los tres libros de El Señor de los Anillos señalan el ocaso de las edades de los elfos, y el comienzo de la época de los hombres.

Esta breve exposición de la cosmología tolkeniana es tan sólo una prueba de la “existencia” cierta, de una realidad secundaria que tuvo su origen en la mente de J.R.R. Tolkien a comienzos del siglo XX. Una realidad tan válida como la nuestra, puesto que es coherente gracias al desmedido esfuerzo imaginativo e intelectual de este filólogo inglés. Él creó continentes, y en ellos sociedades, y de ellas destacó sus lenguas y costumbres, que puso en relación con el origen de sus razas constitutivas. Basado todo ello en su inabarcable erudición, tomó de aquí y de allí elementos con los que crear un mundo más acorde con su deseo. Y así elfos, orcos, hombres, enanos, dioses... y hobbits, modelaron un mundo maniqueo en el que cada uno de ellos tenía asignado su papel de modo ineludible.

Para la comprensión de su mundo, Tolkien (y sus hijos tras su muerte), nos han facilitado textos mediante los cuales reconstruir su imaginación. De algún modo son émulos de los cantares y crónicas medievales, de las sagas nórdicas que él tanto amaba, y en definitiva de los documentos en manos de los historiadores para el estudio del pasado. Y así hoy resulta tan cierto, o más, el personaje de Gandalf, el mago, que el de Urbano II, papa; o el de Aragorn II, hijo de Arathorn, heredero de Elendil y rey de Gondor, que el de Carlos V, emperador de Alemania. Ambas son realidades que evocamos, ambas son coherentes y son ciertas, si bien una secundaria y otra principal (aunque algunos cambiemos en ocasiones ese orden de prelación).

Íñigo Mugueta


¿Ha llegado la “generación hobbit”?

John Tolkien nunca participó en política ni expresó convicciones políticas definidas; tampoco El Señor de los Anillos puede ser reducido a las categorías políticas al uso: ni al debate político de los años 1940-1950, fechas de la redacción definitiva, ni al de 2001. Sin embargo, no puede negarse un hecho evidente: ni Tolkien ni su obra escrita pueden ser considerados neutrales o asépticos ante los hechos fundamentales de nuestro tiempo.

“Gandalf está vivo y lucha con nosotros”. No es un motivo surrealista, sino un lema político de los primeros años 70, inmediatamente después de la primera traducción italiana de El Señor de los Anillos. Ya entonces, en la Península hermana se percibió netamente la militancia estructural del mundo de Tolkien contra la evolución del mundo moderno y en defensa de determinados principios que parecían en entredicho: sacrificio frente a hedonismo, familia y comunidad frente a individualismo, fidelidad e integridad frente a transformismo, tradición y respeto frente a maquinismo, ecología y ley natural frente a la explotación de la Tierra.

Gandalf, como su creador Tolkien, no es de derechas. Ni de izquierdas. Simplemente, representan, hasta ayer por escrito y desde hoy también en las grandes pantallas, una denuncia de los males de la sociedad de consumo. Y una alternativa ética, aunque por supuesto no política ni ideológica. En muchos y distantes países, una minoría de jóvenes - siempre jóvenes, independientemente de su edad, y siempre rodeados de jóvenes cronológicos - ha asumido a Tolkien como bandera de protesta, o sólo como símbolo de una opción de personal descontento.

No se trata, desde luego, de los jovenzuelos que han tratado de convertir el estreno de esta película en un grotesco carnaval, favorecido por los intereses comerciales de la empresa productora. Hablamos en cambio de los jóvenes de todas las edades que participaron en los ya lejanos “Campamentos Hobbit”, que escucharon la música diferente cantada por “La Compagnia dell’Anello”, que utilizaron los nombres de “Eowyn”, de “Erebor” o de “La Roca de Erech” para sus iniciativas culturales. Una juventud diversa, disidente, minoritaria y más dispuesta a seguir un mito literario antimoderno que a someterse a las modas imperantes. Una juventud si se quiere marginal, pero viva y real, sorprendentemente consciente de su “nosotros” comunitario y difusamente dispuesta a una lucha casi espiritual en un mundo poco inteligible para ellos como el contemporáneo.

¿Habrá una “generación hobbit”? En las actuales circunstancias, los valores de J.R.R. Tolkien no pueden llegar a ser socialmente dominantes. La sociedad occidental basa su organización en los principios más opuestos. Vivimos entre Morgul y Mordor. Pero sí seguirá habiendo disidentes, que aspiren a vivir en Hobbiton o en Lórien; y, lógicamente, la difusión cinematográfica del mito favorecerá que esa minoría crezca, porque habrá un segmento mayor de la población expuesto a la innegable belleza de ese mito. Con ocasión de esta película habrá más hobbits, más jóvenes de espíritu en lucha estética con las injusticias y las bajezas del presente. Para que haya una generación hobbit sería necesario que se diese a esa minoría la posibilidad de demostrar prácticamente la bondad su modo de vida.

Suceda lo que suceda, J.R.R. Tolkien no ha pasado por el mundo sin dejar un firme recuerdo.

Pascual Tamburri


Valor de una película y valores de película

Hollywood sabe, como industria, que tiene una rentabilidad doble en cada una de sus iniciativas. Por una parte, el cine norteamericano genera enormes beneficios y da de comer a muchas familias, además de hacer ricos a unos cuantos. Pero no sólo los hace ricos: los hace poderosos. El poder de la imagen, el poder de Hollywood, se deriva de su capacidad de crear mitos y de difundir valores, principios y modelos. A veces prevalece la rentabilidad contable, otras el beneficio propagandístico; la genialidad de Hollywood radica en su habitual éxito simultáneo en ambos terrenos.

En estas Navidades Hollywood ha lanzado un producto puramente propagandístico. El cortometraje “El Espíritu de América”, de 3 minutos y 5 segundos, se proyecta en los cines de Estados Unidos como afirmación de los valores por los que el Gobierno estadounidense afirma haberse lanzado a la ofensiva mundial tras el 11 de septiembre. Dirigida por Chuck Norman (Óscar al mejor cortometraje en 1986), la película es un montaje a partir de fragmentos de grandes películas. En ella se exaltan algunos de los principios que tradicionalmente se asocian a Estados Unidos (vitalidad, valentía, espíritu aventurero) junto a otros, más recientes, más políticamente correctos, pero, al mismo tiempo, menos coherentes con la América profunda (tolerancia, mestizaje).

El protagonista de la película es el rostro de la mejor América, John Wayne, que sirve de inicio y fin a la película de propaganda. Quién sabe qué pensaría de saberse empleado en una empresa tan arriesgada. Por no hablar del inmortal Griffith, pues se han utilizado secuencias de “El Nacimiento de una Nación” en un corto que defiende una América bien distinta de la que él cantó. Indudablemente Hollywood desea enfervorizar a la población americana y unirla en defensa de su actual empresa política. Para ello hatenido que ceder cierto espacio a los principios y a los iconos de la América real, utilizándolos para transmitir su propio y más “actual” mensaje.

Puede funcionar, o no. En “El Señor de los Anillos”, por el contrario, el respeto del sentido y de los valores genuinos de la obra precedente ha sido escrupuloso. Para Hollywood será una ocasión de hacer un buen negocio, pero allí son conscientes de que los valores que la película ejemplifica no son exactamente los mismos que los dueños del gran cine propugnan. Pobre John Wayne: en otras circunstancias, haría sido un excelente Aragorn.


El Señor de los Anillos. II. Las Dos Torres.

Una película para adultos, y para niños. Una epopeya en celuloide, nacida de una pluma genial. El Señor de los Anillos, en su segunda entrega, es un éxito comercial, pero sobre todo un fenómeno cultural. El mundo asiste al triunfo de un producto artístico basado en la tradición cultural europea, y ajeno a los principios políticamente correctos del mundo moderno. Una película que simboliza el renacer de una cultura que no es de izquierdas.

¡Un año! Después décadas de espera, en diciembre de 2001 se presentó la versión cinematográfica del primer volumen del el Señor de los Anillos. Y doce meses después, por fin, hemos asistido al estreno más esperado. El Señor de los Anillos (II) es, una vez más, una película para todos los públicos, para jóvenes de edad y para jóvenes de espíritu. La adaptación cinematográfica de 'El Señor de los Anillos' no defrauda a los más exigentes expertos en Tolkien. No es una película para pasar el rato, no es una película de acción y poco tiene que ver con un Harry Potter infantil y globalizado.

Tolkien enfrenta principios eternos - el sacrificio, la abnegación, el amor, la lealtad, la lucha más allá de toda esperanza razonable – a la amenaza, oscura, viscosa y seductora, del Mal. Es, sin duda, una síntesis de la mitología europea para una Europa que ha olvidado demasiado deprisa sus raíces espirituales y míticas. Allí donde haya un joven que se identifique con Boromir, un niño que admira a Frodo, un adulto que comprenda el drama de Gandalf, hay un síntoma de renacimiento cultural, frente a décadas de dictadura izquierdista, materialista y globalizante.

Tolkien, con su obra, quiso expresamente rebelarse contra el sistema de valores materialistas y productivistas del mundo moderno. El Ciclo del Anillo refleja la lucha entre dos mundos antitéticos, que no se asemeja a ninguno de los conflictos del siglo XX sino, más bien, a la crisis del mundo europeo occidental que está culminando en el siglo XXI. En los corazones intrépidos, reconfortados por esta admirable película, la Compañía del Anillo debe seguir marchando.

Pascual Tamburri


Razones para ver, y para leer

Aún recuerdo cuando mi padre me recomendó por primera vez que leyese El Señor de los Anillos, me dijo que a él le marcó y que a partir de entonces vería las cosas de otro modo. Supongo que por la rebeldía (y la estupidez) de la adolescencia no le hice caso y fueron pasando los años hasta que por fin me decidí a leerlo. Empecé casi por casualidad, sin querer, uno de esos fines de semana en los que la juventud española se encuentra vacía, sin nada que hacer.

Los primeros pasos fueron temblorosos, confusos, sin saber muy bien cómo y porqué aparecía tanta gente y qué demonios tenían que hacer. Una vez superados los primeros contratiempos que se le presentaban a alguien como yo, que no estaba acostumbrado a leer, me sumergí en un mundo paralelo que me traía a la memoria aquellos tiempos de aventuras y de grandes gestas, tan propios de nuestra historia, y que hoy han quedado apartados, en el fondo del baúl, como si nos diese vergüenza recordarlos o como si no tuviesen nada que ver con nosotros.

El libro te envuelve, te abraza y te obliga a seguir, una página más, un capítulo más. Van pasando las horas y cuando ya por fin te ves obligado a dejarlo y volver al mundo real, lo haces con pena, y no dudas en buscar unos minutos para retomar otra vez el espíritu de la Tierra Media. Y cuando por fin lo terminas, la tristeza te embarga y te preguntas dónde se puede seguir disfrutando de ese mundo maravilloso, tan distinto al actual, donde reina el amor verdadero, el compañerismo y el sacrificio.

Quizás a la juventud actual le vendría mucho mejor dedicar su tiempo libre a bucear en la obra de Tolkien, en vez de preocuparse tanto por el “botellón”, por hacer tanta huelga de estudiantes y por tanto fútbol y por tanto partido del siglo. Sería interesante ver qué ocurriría si los jóvenes españoles tomasen como ejemplo a seguir a los singulares miembros de La Compañía del Anillo, en vez de a tanto Gran Hermano, a tanto cantante de karaoke o a tanto futbolista.

David Fontaneda Calzada


Tolkien, los intelectuales y el jabón

El otro día presencié una curiosa escena en el metro. Dos veinteañeros discutían sobre “El señor de los Anillos”. Uno de ellos, con la bolsa de deporte al hombro, hablaba emocionado, -entusiasmándose más y más a medida que se oía a sí mismo-, del arrojo de Gimli, del carisma de Aragorn, de la agilidad y elegancia de movimientos de Legolas, de lo épico de la redención de Boromir...

A tan inocentes ilusiones no tardó en responder el otro con gestos cargados de la agresiva indiferencia de quien se sabe por encima del bien y del mal. “Yo no me rebajo a sentir las humanas emociones”, parecía querer decir con los paulatinos levantamientos de su ceja agujereada. Su pelo, hábilmente enmarañado y grasiento, era todo un alegato contra el Sistema imperante. Con sus exagerados gestos iba desacreditando las palabras de su compañero, que él había convertido en combatiente. Y así hasta que llegó el momento en que, extasiado ante tanta inmadurez, tuvo que coger al toro por los cuernos y esbozar unas nociones básicas sin las cuales el pobre y desorientado tolkieniano tendría seguramente muchos problemas en la vida. Qué todo es mucho más difícil, que el mundo es un asco, que el heroísmo no existe, que esa película de los duendes es para niños, que qué bobadas hace la humanidad, que ser humano apesta, etc. No digo yo que esté totalmente en desacuerdo con este chico, pero creo que era un necio. Y sobre todo era cruel. Cruel y despiadado, por empeñarse en contagiar su nihilismo y desesperación a quienes sí son capaces aún de ilusionarse en esta Europa agonizante.

Hoy en día la sociedad occidental emana pesimismo por todos los poros, por razones fáciles de detectar e imposibles de denunciar. Puede llegar a resultar comprensible que un hombre maduro se sienta asqueado después de trabajar horas incontables durante décadas para poder pagar con ello a los de siempre los intereses de la hipoteca de su celda en una colmena de hormigón, todo ello aderezado con el humo y los pitidos del tráfico. E incluso que durante las pocas horas libres de que dispone no tenga ganas de disfrutar, de puro cansancio, de los hijos que ya no tiene y prefiera enfangar su espíritu con la telebasura.

Pero es el colmo de la pedantería el pesimismo “como estilo” que en los últimos veinte años les ha dado por adoptar, se deduce que por contagio, a tantos adolescentes. Y son cada vez más. Unos deciden hacerse “okupas”, otros “porretas”, otros “heavies”. Muchos, drogadictos de uno u otro tipo. Y la mayoría de ellos, pesimistas. Aunque sólo sea para hacerse los interesantes, incapaces de llamar la atención de las chicas de su edad de otra forma más digna. Se desea con serenidad el paso de esta moda, vacía y absurda por definición, como todas las demás. Y el retorno a tiempos más luminosos, en que se vuelva a recuperar la ilusión, en que la palabra “emprendedor” se vuelva a asociar con ámbitos de la vida ajenos a los mundos económico y financiero, y en que los intelectuales recuperen el sano hábito de enjabonarse periódicamente.

Allí estaban los dos, dos mundos opuestos, dos concepciones enfrentadas de la vida: la ilusión frente al pesimismo, el alegre frente al parásito.

La coyuntura parece indicar que los hombres-hongo seguirán proliferando. Cada vez más. Ha llegado su hora, y seguramente ni siquiera tengan ellos la culpa. Pero la obligación de los tolkienianos, de los que aún crean poder seguir haciendo algo constructivo en esta época difícil en que nos ha tocado vivir es hacerlo, sin pararse a pensar en sus posibilidades de éxito. Si Frodo hubiese concedido un sólo segundo a la reflexión, el Anillo habría caído sin remedio en manos de Sauron.

Francisco Olmedo

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