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Políticamente... conservador

Huxley y Orwell: las antiutopías y un antídoto

Siguen vivos y terribles Un Mundo Feliz y 1984, y también la propuesta de Chesterton para combatir el desasosiego vital.

 Sigue de rabiosa actualidad la lectura de dos joyas literarias del siglo XX: Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, y 1984 (1949), de George Orwell. Y siguen siendo apetitoso pasto de nuestros pensamientos porque exploran las consecuencias de uno de los pilares de la modernidad y de la postmodernidad: la muerte de Dios.

A finales del siglo XIX, Nietzsche, en su fragmento del "hombre loco", nos dice: "¿Que dónde está Dios? [...] Os lo voy a decir: lo hemos matado; ¡vosotros y yo! Todos somos asesinos de Él. [...] Aquel que era el más Santo y Poderoso, Aquel que poseía todo el Universo, yace ahora desangrado por nuestras cuchilladas; y ¿quién podrá dejarnos limpios de su sangre?".

En 1984 ya no hay Dios; pero, eso sí, el Gran Hermano te vigila

La de Nietzsche es simplemente una constatación sociológica. Las antiutopías antes mencionadas no son más que desarrollos narrativos de la cuestión, paralelos a la sucesión de acontecimientos históricos que demostrarán que el hombre sigue manchado por ese asesinato.

Vigencia relativa de las antiutopías

En Un mundo feliz, escrito entre las dos guerras, se empiezan a proyectar imaginativamente los resultados de este sangriento giro copernicano. Huxley lleva a las últimas consecuencias la substitución de Dios por el Estado. La historia se desarrolla seiscientos años después de Ford (también llamado Freud).

Dios ha desaparecido del mapa, los hombres son creados por ingeniería genética, condicionados desde su origen en sus capacidades y gustos, predestinados en sus vidas por un estado planificador que les garantiza una pseudo felicidad fácil basada en la periódica ingesta de "soma" -una droga sin contraindicaciones-, el consumo, el sexo sistemático e infértil, la práctica de una suerte de religión místico-materialista y demás recursos hedonistas que permiten el olvido, incluso el olvido del olvido.

En 1984, escrito tras la segunda guerra mundial, se hace la misma proyección, pero con un mayor grado de conciencia histórica. Tras la morbosa exhibición bélica, Orwell piensa un Estado que ya no aplica la violencia al hombre con el fin de procurarle un paraíso en la tierra, un mundo de bienestar y felicidad material, sino que "El Gran Hermano", el mismísimo poder, el ojo que todo o ve, tiene como único fin su perpetuación en el propio poder.

Para ello, falsifica sistemática e higiénicamente la historia y la información mediática, somete a férrea vigilancia a los ciudadanos y no se conforma con coartarlos en su actuación, sino que no ceja hasta poseerlos espiritualmente, porque, como dice O’Brien, el torturador del Partido: "Controlamos la materia porque controlamos la mente. La realidad está dentro del cráneo. [...] Somos nosotros quienes dictamos las leyes de la naturaleza".

Ambas antiutopías son, en cierta medida, aún vigentes, aunque en parte hayan sido superadas por los hechos. El Estado, desde el mayo del 68 y, sobre todo, tras la caída del muro de Berlín, parece que se bate en retirada ante el crecimiento de otras estructuras que lo substituyen progresivamente. Aquel que en la modernidad se erigía en Dios Todopoderoso se revela ahora como un mero instrumento de la razón pura que hay que reajustar. El poder se revela como algo que no necesita del Estado para ejercer su violencia sobre el individuo, sino que se metamorfosea fácilmente, convirtiéndose ora en los grandes fraudes bursátiles, ora en la acción de determinados grupúsculos mínimamente organizados que son capaces de cometer atentados como el de las Torres Gemelas de Nueva York.

Chesterton, la esperanza

La solución parece lejana para un mundo como el nuestro, con el que las antiutopías guardan un parecido desasosegante. Y aquí es donde El Napoleón de Notting Hill, de G. K. Chesterton, una obra escrita mucho antes que las otras dos, en 1904, puede arrojar alguna luz decisiva a la hora de encontrar un antídoto contra ese nihilismo que parece invadirlo todo.

Su acción está ambientada en el Londres de 1984, en un mundo dominado por las grandes potencias y gobernado por absurdas burocracias económicas. Inglaterra se parece mucho a la Inglaterra de 1904, pero su afán democrático ha hecho que el rey se escoja ahora a suertes entre los funcionarios.

Como nos dice el narrador: "La democracia había muerto porque nadie tenía interés en que la clase gobernante gobernase. Inglaterra se convirtió prácticamente en un despotismo, pero no hereditario. Algún miembro de la clase funcionarial era nombrado rey. A nadie le importaba cómo, a nadie le importaba quién fuera. No era más que un secretario universal".

Muerto el rey, se proclama uno nuevo, Auberon Quinn, un personaje dislocado, un romántico vencido por la locura que va a fracturar con sus inesperadas leyes la preciada normalidad de los londinenses. El resultado es lo que tanto le gustó a Chesterton, poner el mundo al revés y, entre paradojas, saltos y volatines, hacer confesar a sus personajes los secretos de la modernidad.

Como dice el desnortado soberano: "Paseando por una calle con el mejor puro del cosmos en la boca y más borgoña en mi interior que el que hayas podido tomar en toda tu vida, he deseado ver convertirse una farola en un elefante para salvarme así del infierno de una existencia vacía. Hazme caso, mi evolucionista Bowler: no des crédito a quien te diga que la gente buscaba una señal y que creía en los milagros porque era ignorante. No, creía en ellos porque era sabia, cochina y vilmente sabia, demasiado sabia para tener la paciencia de comer, dormir o calzarse las botas. Tengo la deliciosa sensación de hallarme ante una nueva teoría del origen de la Cristiandad, de suyo no poco absurda. Anda, toma un poco más de vino".

Amistad versus antiutopía

Chesterton huye de la antiutopía porque sabe que es una hija de la utopía que ha perdido la esperanza de conseguir la felicidad humana, por la que él siente devoción. Por eso, parece decirles a Huxley y a Orwell: "Si, como dicen vuestros pudientes amigos, no hay dioses y vivimos bajo cielos oscuros, ¿por qué iba a pelear un hombre sino por el lugar donde conoció el Edén de la infancia y la brevedad celestial del primer amor? Si no hay templos ni escrituras sagradas, ¿puede haber algo sagrado aparte de la juventud del hombre?".

Así, recuperamos la esperanza con Chesterton cuando, al final de la novela, dice: "No, no puede durar. Algo ha de acabar con esta incomprensible indolencia, con este incomprensible egoísmo ensoñador, con esta incomprensible soledad de millones de individuos. Algo tiene que cambiarnos. ¿Por qué no damos usted y yo el primer paso?".

Es decir, que no se crea una realidad nueva pronunciando discursos y organizando proyectos alternativos, sino viviendo una amistad verdadera entre hombres que buscan la felicidad. Se trata de un antídoto sencillo, de un antídoto que viene de antiguo y que no parte de la muerte de Dios, sino de su resurrección.

Por Jorge Martínez Lucena (profesor de la Universidad Abat Oliba). 7 de abril de 2006.

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