¿Conservador, yo? Ni hablar. ¡Reaccionario!
Es costumbre decir que, para los viejos, "cualquier tiempo pasado fue mejor", pero no me convence del todo. Desde luego, los viejos paseamos la nostalgia y la saudade, como fieles mastines, por las calles, pero no creo que sea "cosa de viejos" considerar que el blues es infinitamente superior al rap, o constatar que vivimos tiempos de baja intensidad artística y cultural. Gracias al cable, muchos jóvenes comprueban que las películas de ayer son mejores que las de hoy: Buñuel no puede compararse, sin grosería, a Almodóvar, pongamos.
Tampoco es del todo un consuelo afirmar, como Picasso, que la juventud no es cuestión de años, porque a veces sí lo es. Pero dejemos en la antesala la orteguiana teoría de las generaciones para denunciar, jóvenes como viejos, una agravada, y posiblemente mortal, burocratización de nuestras sociedades, junto a una cobardía generalizada, un pánico ante el riesgo, el esfuerzo, la voluntad, la aventura y, claro, la guerra. Ante esas y otras epidemias, el conservadurismo se queda corto, es ineficaz, y creo indispensable, y pienso no ser el único, reaccionar enérgicamente contra esa cobardía. Reaccionar violentamente contra algo es sinónimo de reaccionario. Además, si Fidel Castro, Sadam Husein y otros tiranos son progresistas, yo, automáticamente, me sitúo en la acera de enfrente, me siento reaccionario.
Esta burocratización cobarde de nuestras sociedades tiene sus delirios costumbristas y sus graves consecuencias políticas. Un país en el que se puede cambiar de sexo firmando ciertos documentos y sin cirugía es un país de locos.
Pero de locos proges, y por lo tanto "santos". La exaltación de la naturaleza "buena" está a la moda, pero se traduce, de un lado, en un burocrático aumento de los impuestos "ecológicos" y, del otro, en la negación de las leyes elementales de la Naturaleza. Porque la naturaleza tiene sus leyes, y de la misma manera que los seres humanos no pueden volar como pájaros, ni correr cien kilómetros a la misma velocidad que cien metros, las parejas de mismo sexo no pueden tener hijos. Ya se pueden inventar todos los artilugios imaginables, e imponerlos por ley, que el hecho natural persiste: para tener hijos es indispensable que un sexo masculino penetre un sexo femenino y se agite como un manhattan. En torno a este acto natural sencillo –y complicadísimo, pero no nos recostemos ahora en los divanes freudianos– las sociedades, desde que el mundo existe, han organizado una serie de ritos, costumbres, hasta sacramentos, que han evolucionado, como todo, como la familia, pero siempre con el acto sexual y el consiguiente parto en el centro. El resto es periferia e ilusión, y quedarse con la periferia, ninguneando el acto sexual imprescindible, es una estafa. La coartada según la cual todas las parejas son iguales, homosexuales o no, constituye una gigantesca mentira, porque si dos mujeres, o dos hombres, pueden hacer el amor hasta desmayarse de placer, no pueden tener hijos.
Y esa desigualad, o diferencia, es natural. Ante ese hecho sólo se pueden hacer trampas, simulacros, caricaturas o sacrilegios; por consiguiente, para tener hijos tienen que robarlos.
La adopción siempre ha sido un problema delicadísimo, con frecuentes fracasos, y se está convirtiendo en un aquelarre que demuestra el desprecio burocrático por los niños, que necesitan las figuras del padre y de la madre. Eso no lo dicen sólo los obispos, también lo dijo Freud, y aunque no lo digan según los mismos conceptos, es lo mismo.
Pero a lo que voy, como reaccionario por indignación, es a denunciar a quienes imponen la falsa permisividad que destruye la privacidad y la convierte en asunto de Estado en nuestras sociedades y al mismo tiempo, por motivos de cobardía política, apoyan a los países musulmanes que encarcelan o fusilan a los maricas, lapidan a las supuestas mujeres adúlteras, mantienen desde hace siglos una jerarquía familiar monstruosamente machista y todo lo demás, que se sabe y se oculta, que se sabe y se acepta.
Mientras en varios países europeos se está imponiendo, de manera autoritaria, la paridad aritmética entre hombres y mujeres, esos mismos países, o sus gobiernos, apoyan a los países musulmanes en que las mujeres no tienen siquiera derecho a conducir un automóvil (¿os imagináis a Rosa Regás sin derecho a conducir?).
Y no se trata únicamente de problemas familiares, o de costumbres sexuales, porque los mismo progres, tratándose de problemas sociales como los ya viejos derechos de huelga y manifestación, libertad sindical, etcétera (terreno éste en el que, en nuestras sociedades, la burocratización hace estragos y obstaculiza el desarrollo), apoyan dictaduras –ya que no hay un solo país arabomusulmán democrático, ni siquiera Egipto– en las que no existe derecho de huelga, ni libertad sindical, ni pluripartidismo –o tan recortado como en las Democracias Populares europeas–, ni libertad de expresión, que está bajo control.
Y cuando hay elecciones son de tipo soviético, con la diferencia de que en la URSS el "voto cautivo" se imponía, después de decenios de totalitarismo, sin necesidad de fusiles, mientras que en Palestina son necesarios para imponer el triunfo de Hamas.
Este delirio absoluto, esa contradicción abismal entre diferentes valores, mitos, teorías y hábitos, sólo se explica por el miedo de nuestras sociedades, que han desertado de todo conflicto, de toda voluntad de defensa, a lo que se añade un odio irracional a los USA.
Estamos en guerra, y aunque se niegue oficialmente, o se rindan algunos de antemano, con "alianzas de civilizaciones" y otras vainas, todos sabemos que es una guerra diferente, de larga duración, terrorista más que militar, en la que puede explotar la bomba en tu taza, mientras desayunas; una guerra que no es únicamente militar, y cuando lo es no tiene frentes ni trincheras, nada que ver con Verdún o Stalingrado; una guerra en la que no sólo están en juego territorios, estados, ejércitos, también lo que desde la Antigüedad constituye el oxigeno, para no decir el alma, de toda sociedad medianamente civilizada: la libertad.
Nunca hemos asistido a una tal colaboración con el enemigo como la actual. Algunos afirman, claro, que su enemigo no es el terrorismo islámico, sino los USA, pero, aparte de ese nutrido puñado de extremistas, los demás pretenden defender la democracia atacando obsesivamente, con los métodos de la propaganda nazi, todo lo que hacen los USA. Todo.
El capitalismo yanqui es malo, el nuestro menos (véase Enron), el ejército yanqui es peor que el nazi, y al lado del "totalitarismo" yanqui países como Siria, Irán o Irak –ayer– serían oasis pacíficos con palmeras.
Todos los atentados, crímenes, torturas y degollamientos se convierten en actos de resistencia. Esto no es sólo propaganda, también se verifican complicidades concretas con el terrorismo, y no es casualidad si el Gobierno ex neo comunista italiano acaba de detener a dos jefes de sus servicios secretos por haber colaborado secretamente con los servicios secretos yanquis, como era su obligación, en la lucha contra el terrorismo.
Con lo cual se demuestra que colaborar con los USA en la lucha contra el terrorismo es un crimen para el Gobierno de ese robot clonado de Prodi.
"Podemos esperar las más calurosas felicitaciones de Ben Laden", declaró en esta ocasión Francesco Cosiga. No le falta razón. Pero Zapatero es peor.
Por Carlos Semprún Maura
Libertad Digital, suplemento Fin de Semana, 7 de julio de 2006.
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