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Políticamente... conservador

Lengua y poder en Cataluña

Karl Marx dejó escrito que la cultura dominante era la de la clase social dominante. Su contemporáneo J. Stuart Mill llegaba a las mismas conclusiones: "Dondequiera que existe una clase dominante, la moral pública derivará de los intereses de esa clase". Si esto es verdad, nos ayudaría a explicar la muerte de la ciudadanía como herramienta de participación legítima en la política de Cataluña y la degradación cultural a la que está sometido el castellanohablante.

A riesgo de simplificar, se puede decir que el 50% de la población de Cataluña es originariamente castellanohablante, inmigrante y de recursos económicos humildes (exceptúese, si se considera significativo, una élite ilustrada castellanohablante muy adinerada pero reducida en número). Encuadrados en los cinturones industriales o en las zonas rurales, con trabajos manuales, la mayoría de castellanohablantes tiene escasa o nula incidencia en las decisiones políticas de nuestra sociedad. La consecuencia es una desigual distribución entre cargos sociales y lenguas. Mientras una la acapara la clase social dominante, la otra, la castellanohablante, no baja de los andamios, no llega a los despachos donde se deciden derechos y libertades.

Recuerda mucho a la teoría de los tres tercios que caracteriza a las actuales sociedades desarrolladas. Aplicada y adaptada a Cataluña, el tercio más reducido numéricamente estaría formado por la clase dirigente, cuyo origen se asienta en las sagas familiares burguesas de estos dos últimos siglos. El segundo tercio correspondería a los profesionales liberales, los comerciantes, los funcionarios, los trabajadores asalariados cualificados y una casta de apóstoles de la cultura nacional que viven de recrear la realidad virtual a que antes nos referíamos. Este segundo tercio es muy numeroso. Junto con el primero, ocuparía del 50 al 60% de la sociedad. El resto estaría encuadrado en el tercer tercio: los asalariados manuales, los parados y los marginados.

La característica que llama más la atención es que estos grupos sociales se podrían reconocer nítidamente por la lengua en que se expresan: los dos primeros, mayoritariamente en catalán, y el tercero en castellano. Es muy difícil que un albañil o una señora de la limpieza te hable en catalán, pero casi imposible que un responsable político utilice el castellano en los espacios oficiales, a no ser que estemos en período electoral.

Esa geografía lingüística, en sí, no es buena ni mala. Pero indica la desigual distribución de las dos lenguas entre las tres clases sociales. Y eso, a su vez, vicia las relaciones de igualdad entre origen lingüístico y poder político. La mitad de la población castellanohablante carece de poder económico y cultural, y como consecuencia no tiene representación política; al carecer de ésta, su lengua y su cultura no están representadas. El círculo se cierra.

Empezar por reivindicar el derecho a estudiar en lengua materna es el primer paso para dignificar la cultura culpabilizada y excluida; no para enfrentarla a la otra, sino para disolverla en los derechos ciudadanos ordinarios de cualquier sociedad democrática, extrayéndola de toda mística nacional.

Las lenguas no serían así refugio de patriotas ni de integristas lingüísticos, ni coartada, disculpa o recurso para marginar a nadie. Un derecho nada más, tan ordinario e inviolable como la igualdad del hombre y la mujer.

"El pez no percibe su propia humedad". Es su medio. Esta frase de un librito mágico del que no recuerdo ni el título, pero sí sus metáforas para explicar la teoría de la relatividad, la escribió Ernesto Sábato cuando aún era físico y muy joven. Pero ilustra lo que quiero añadir a lo teorizado hasta aquí.

Hay demasiadas evidencias falsas, demasiadas personas invisibles, muchos, muchos derechos conculcados, ninguno de los cuales es difundido o denunciado. Son los derechos de los que no tienen micrófonos, escenarios ni blocs. Son muchos, pero sus miserias no se teorizan. Tampoco por parte de los intelectuales conscientes. Simplemente no están en su universo cotidiano. Y lo peor, no entendemos sus dificultades porque no sufrimos sus experiencias. Veamos.

El catalán es un criterio de demarcación excluyente. Ni todas las personas llegan a la comprensión o dominio de las lenguas en las mismas condiciones, ni todas tienen las mismas oportunidades, ni todas tienen las mismas capacidades. Si añadimos a eso que la imposición lingüística en Cataluña se ha hecho de golpe y no de grado, después de un régimen traumático que impidió el acceso al conocimiento del catalán desde la escuela y por lo mismo impidió a más del 70% de la población adulta acceder al mercado laboral con las misma oportunidades, habremos de concluir que la imposición del catalán ha sido una frontera arbitraria para usurpar poder político, social y laboral.

En la década de los 80 era difícil encontrar un director o un jefe de estudios en colegios e institutos que no utilizara el catalán por sistema. Unas veces por imposición y otras por precaución, todos los puestos de poder fueron ocupados por catalanohablantes, que además ejercían de catalanistas por defecto. Iba en el cargo. Eso explica por qué se impuso la inmersión en silencio. La evidencia es extensible al resto de sectores laborales: uno a uno han ido cayendo bajo la condición previa del conocimiento del catalán.

No es de recibo que de pronto, por razones históricas o de cualquier otra índole, pueda un gobernante imponer una norma imposible de cumplir por la mayoría pero beneficiosa para una minoría. Para los casos en que es inevitable saber catalán, ¿no sería lógico darle un tiempo al aspirante para que se adecue a la nueva realidad sin que vea mermados sus derechos? Por ejemplo, hoy no puedes presentarte a ninguna oposición en Cataluña si no pasas previamente el conocimiento de catalán, hablado y escrito. Esto impide la igualdad de todos los españoles ante la ley. Sin embargo, cuando a finales de los 70 y principios de los 80 hubo que recurrir a profesores de catalán y no había suficientes se dio un plazo de 5 años para aquellas personas que, sin tener título académico alguno, supieran catalán. Una medida que resolvió un problema y no marginó a nadie. ¿Por qué al revés no se puede hacer...?

No seamos ingenuos: la inmersión en catalán y la hipócrita defensa de la lengua minoritaria nada tienen que ver con la pedagogía ni con la ecología lingüística, sino con políticas de exclusión. Y éstas se han aplicado y se aplican en la escuela, y se extienden inexorablemente a toda la vida social, política y laboral. Todo eso no tiene nada que ver con el mercado, sino con el totalitarismo.

Por Antonio Robles

antoniorobles1789@gmail.com

Libertad Digital, suplemento Ideas, 26 de julio de 2006

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