El otro es fascista
Hasta ahora, todas las afiliaciones y calificaciones políticas se hacían de dentro a fuera del individuo; quiero decir que las hacía el propio interesado. La denominación de color o de partido era una cosa que se conjugaba en primera persona. Se decía: «Yo soy liberal», o «yo soy conservador», o republicano, o tradicionalista... Pero ahora, desde hace unos años, ha surgido una calificación nueva, que no se conjuga en primera persona, sino en segunda o tercera. Me refiero al fascismo, «Tú eres fascista», «él es fascista», se dice. No es una declaración política que hace el interesado. Es un diagnóstico que le hace una persona desde fuera, como si le asegurara: «Usted es diabético, o escrufuloso, o linfático. Usted no lo sabe, pero lo es...» Así es como han sido «fascistas» Churchill, De Gasperi, De Gaulle, el arzobispo Damaskinos y tantos otros que ni lo sospechaban.
El «fascismo» es la primera idea política que se concede como un cargo honorífico y gratuito, sin intervención del candidato. Además, como resulta que eso no es una organización, ni un partido, ni nada concreto y con volumen, no hay por dónde agarrarlo, ni por dónde trazar la línea hamletiana entre el «ser o no ser». Si hubiera unas listas, unos boletines de inscripción, un recibito, siquiera, semanal, aunque fuera de cincuenta céntimos, uno podría saber de verdad, con relación a ese pequeño signo externo, si era o no era. Pero, ¿cómo sabe uno si pertenece o no a una sociedad en la que no se paga cuota, ni le hacen a uno firmar nada, ni se llevan listas de socios? Le dicen a uno que es socio, ¿y cómo lo desmiente uno?...
Hasta ahora lo más parecido que había a esto del «fascismo» era el nombramiento de «hijo adoptivo». Uno no quería ser hijo adoptivo de Villamelones de Abajo, ni tenía nada que ver con el pueblo, ni hacía nada por considerarlo padre. Sino que un buen día, por cualquier razón, el Ayuntamiento lo nombraba a uno «hijo adoptivo», y aunque uno desairase el nombramiento y no recogiese el diploma uno era «hijo adoptivo de Villamelones de Abajo». Pero ahora, ese terrible juego frente a nuestra pasividad, se ha refinado todavía más. Ahora el nombramiento de «hijo adoptivo de Villamelones de Abajo» se lo hace a uno el Ayuntamiento de Villamelones de Arriba. Este pueblecito, rival del otro, lo odia, y considera a los villameloneses de Abajo malos, bárbaros y tontos. Entonces, cuando odian los de Arriba a cualquier persona, aun ajena del todo a aquel pleito, se reúnen y le nombran «hijo adoptivo» del otro pueblo, del de Abajo, que es para ellos como nombrarles hijo de cualquier cosa fea. Esto es lo que está pasando en el mundo. El «fascismo» es un casino cuyas listas administran los del casino de enfrente. Es Rusia la que otorga los nombramientos de «fascistas».
Yo creo que, bien pensado, en el fondo de todo esto hay un pequeño embrollo gramatical. Creemos que «fascista» es un sustantivo o un adjetivo. Pero resulta que no, que lo que es es un pronombre. Un pronombre demostrativo, como «este», «aquel», «el otro». Nadie puede ser por sí mismo el otro, ni éste, ni aquél. Los pronombres los manejan los demás. Uno puede vigilar sus adjetivos y sus sutantivos. Pero los pronombres vienen de fuera y hay que resignarse a recibirlos. «Fascista» vale tanto como decir «el otro». Usted puede ser abogado o médico, según usted quiera o decida. Pero «el otro» lo será usted cuando quiera el vecino, con consentimiento de usted o sin él.
Pero lo más sutil de este novísimo fenómeno político es que no sólo le asignan a un paciente la palabra cuando quieren, sino que, además, le construyen la realidad correlativa. Así, por ejemplo, en estos días en Colombia va a haber unas elecciones presidenciales, que ya se habrán celebrado, probablemente, cuando estas líneas se publiquen. Pero al candidato conservador señor Gómez, que toda la vida ha dicho que es demócrata, le aseguran de pronto, desde fuera, que es «fascista». Él no lo sabía, pero nadie sabe sus diagnósticos. Es como si le hubieran dicho que es leproso. En seguida el partido liberal, para evitar el contagio, se retira de las elecciones. Si el señor Gómez sale elegido, los otros no irán al Parlamento, no discutirán con él, no le harán el juego político. Y cuando le tengan así, bien solo, en el Poder, dirán: «¿Ven ustedes? Lo que decíamos: «¡fascista!» Porque ahora resulta que «fascista» no es una cosa que se «es», sino que se encuentra uno siendo.
De este modo resulta ahora que la democracia es como un juego de cartas, en el cual uno de los jugadores se levanta y deja el juego a medias cuando quiere. Entonces el que queda, como no puede seguir jugando a la democracia, resulta que es «fascista». Suponemos al doctor Gómez, tan gran patricio demócrata, volviendo a su casa y diciéndole a su familia: «¿Sabéis?»... Me han hecho fascista. Yo no lo había pedido, pero me han hecho.» Los familiares quizá creen que es un cargo, una función. No entienden bien: «¿Y te pagan algo por eso?» «No, hijo. Ni me cobran... Es gratuito y honorífico.»
Ya le pasó a don Prudencio en el casino de su pueblo, según contaba el «Séneca». Él había sido «upetista» de Primo de Rivera. Esto no quiere decir que fuera dictatorial o tiránico. Al revés. Era la dulzura hecha carne. Porque a Primo de Rivera le pasó al revés que lo que ahora ocurre en esto del «fascismo». Él anunció a grandes voces que iba a ser dictador muy enérgico y duro. Pero los españoles se dejaron gobernar tan suavemente, que no hubo modo de ejercer la dictadura sobre ellos. En este país no hay como anunciar a voces que se va a ser dictador para que no haya modo de serlo. Pero este contagio con la dictadura bastó para que cuando eligieron a don Prudencio presidente del casino del pueblo, como los demás señores eran avanzados liberales, se retiraran dignamente. Nadie quiso formar parte de la directiva, nadie quería acudir a las juntas generales, se despoblaron las tertulias... Y así, cuando don Prudencio, un buen día, a solas con el conserje, le rogó dulcemente que comprara un escupidor para el patio, se dio cuenta de que, sin saberlo, estaba ejerciendo la dictadura.
Es lo que ocurre ahora por el mundo. Le extienden a uno el nombramiento de «fascista» desde fuera, cuando quieren. Pero, además, resulta que lo es uno también cuando quieren los demás. Porque, claro, los demócratas son, por definición, los dueños de las democracias. Y como son los dueños, cuando quieren la empujan como un carrito de ruedas y se la llevan... Y entonces el otro se encuentra con que es «fascista», como se encuentra cualquiera con que es soltero cuando la novia le dice que no.
El «fascismo» es la primera idea política que se concede como un cargo honorífico y gratuito, sin intervención del candidato. Además, como resulta que eso no es una organización, ni un partido, ni nada concreto y con volumen, no hay por dónde agarrarlo, ni por dónde trazar la línea hamletiana entre el «ser o no ser». Si hubiera unas listas, unos boletines de inscripción, un recibito, siquiera, semanal, aunque fuera de cincuenta céntimos, uno podría saber de verdad, con relación a ese pequeño signo externo, si era o no era. Pero, ¿cómo sabe uno si pertenece o no a una sociedad en la que no se paga cuota, ni le hacen a uno firmar nada, ni se llevan listas de socios? Le dicen a uno que es socio, ¿y cómo lo desmiente uno?...
Hasta ahora lo más parecido que había a esto del «fascismo» era el nombramiento de «hijo adoptivo». Uno no quería ser hijo adoptivo de Villamelones de Abajo, ni tenía nada que ver con el pueblo, ni hacía nada por considerarlo padre. Sino que un buen día, por cualquier razón, el Ayuntamiento lo nombraba a uno «hijo adoptivo», y aunque uno desairase el nombramiento y no recogiese el diploma uno era «hijo adoptivo de Villamelones de Abajo». Pero ahora, ese terrible juego frente a nuestra pasividad, se ha refinado todavía más. Ahora el nombramiento de «hijo adoptivo de Villamelones de Abajo» se lo hace a uno el Ayuntamiento de Villamelones de Arriba. Este pueblecito, rival del otro, lo odia, y considera a los villameloneses de Abajo malos, bárbaros y tontos. Entonces, cuando odian los de Arriba a cualquier persona, aun ajena del todo a aquel pleito, se reúnen y le nombran «hijo adoptivo» del otro pueblo, del de Abajo, que es para ellos como nombrarles hijo de cualquier cosa fea. Esto es lo que está pasando en el mundo. El «fascismo» es un casino cuyas listas administran los del casino de enfrente. Es Rusia la que otorga los nombramientos de «fascistas».
Yo creo que, bien pensado, en el fondo de todo esto hay un pequeño embrollo gramatical. Creemos que «fascista» es un sustantivo o un adjetivo. Pero resulta que no, que lo que es es un pronombre. Un pronombre demostrativo, como «este», «aquel», «el otro». Nadie puede ser por sí mismo el otro, ni éste, ni aquél. Los pronombres los manejan los demás. Uno puede vigilar sus adjetivos y sus sutantivos. Pero los pronombres vienen de fuera y hay que resignarse a recibirlos. «Fascista» vale tanto como decir «el otro». Usted puede ser abogado o médico, según usted quiera o decida. Pero «el otro» lo será usted cuando quiera el vecino, con consentimiento de usted o sin él.
Pero lo más sutil de este novísimo fenómeno político es que no sólo le asignan a un paciente la palabra cuando quieren, sino que, además, le construyen la realidad correlativa. Así, por ejemplo, en estos días en Colombia va a haber unas elecciones presidenciales, que ya se habrán celebrado, probablemente, cuando estas líneas se publiquen. Pero al candidato conservador señor Gómez, que toda la vida ha dicho que es demócrata, le aseguran de pronto, desde fuera, que es «fascista». Él no lo sabía, pero nadie sabe sus diagnósticos. Es como si le hubieran dicho que es leproso. En seguida el partido liberal, para evitar el contagio, se retira de las elecciones. Si el señor Gómez sale elegido, los otros no irán al Parlamento, no discutirán con él, no le harán el juego político. Y cuando le tengan así, bien solo, en el Poder, dirán: «¿Ven ustedes? Lo que decíamos: «¡fascista!» Porque ahora resulta que «fascista» no es una cosa que se «es», sino que se encuentra uno siendo.
De este modo resulta ahora que la democracia es como un juego de cartas, en el cual uno de los jugadores se levanta y deja el juego a medias cuando quiere. Entonces el que queda, como no puede seguir jugando a la democracia, resulta que es «fascista». Suponemos al doctor Gómez, tan gran patricio demócrata, volviendo a su casa y diciéndole a su familia: «¿Sabéis?»... Me han hecho fascista. Yo no lo había pedido, pero me han hecho.» Los familiares quizá creen que es un cargo, una función. No entienden bien: «¿Y te pagan algo por eso?» «No, hijo. Ni me cobran... Es gratuito y honorífico.»
Ya le pasó a don Prudencio en el casino de su pueblo, según contaba el «Séneca». Él había sido «upetista» de Primo de Rivera. Esto no quiere decir que fuera dictatorial o tiránico. Al revés. Era la dulzura hecha carne. Porque a Primo de Rivera le pasó al revés que lo que ahora ocurre en esto del «fascismo». Él anunció a grandes voces que iba a ser dictador muy enérgico y duro. Pero los españoles se dejaron gobernar tan suavemente, que no hubo modo de ejercer la dictadura sobre ellos. En este país no hay como anunciar a voces que se va a ser dictador para que no haya modo de serlo. Pero este contagio con la dictadura bastó para que cuando eligieron a don Prudencio presidente del casino del pueblo, como los demás señores eran avanzados liberales, se retiraran dignamente. Nadie quiso formar parte de la directiva, nadie quería acudir a las juntas generales, se despoblaron las tertulias... Y así, cuando don Prudencio, un buen día, a solas con el conserje, le rogó dulcemente que comprara un escupidor para el patio, se dio cuenta de que, sin saberlo, estaba ejerciendo la dictadura.
Es lo que ocurre ahora por el mundo. Le extienden a uno el nombramiento de «fascista» desde fuera, cuando quieren. Pero, además, resulta que lo es uno también cuando quieren los demás. Porque, claro, los demócratas son, por definición, los dueños de las democracias. Y como son los dueños, cuando quieren la empujan como un carrito de ruedas y se la llevan... Y entonces el otro se encuentra con que es «fascista», como se encuentra cualquiera con que es soltero cuando la novia le dice que no.
Por José María Pemán
Razón Española, Nº 97, septiembre-octubre de 1999
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