La radicalización del feminismo
Si el feminismo es, según indica su definición léxica, el movimiento que exige para las mujeres iguales derechos que para los hombres, cualquier ciudadano de bien apoyará ese feminismo. Sin embargo, tan noble concepto se ha ido paulatinamente radicalizando, de modo que en los últimos años su sentido original se ha perdido. Hoy el feminismo radical se ha convertido en otra lacra más de las izquierdas políticas dañando más a las mujeres que beneficiándolas. De la doctrina social favorable a la mujer en su necesaria e innata capacidad de gozar de idénticos derechos al hombre se ha pasado a un feminismo exacerbado, secuestrado por una militancia pseudo-intelectual de nefastas consecuencias.
Aquí expondremos algunas de estas ideas para mostrar las incoherencias de esa radicalización feminista. El sectario activismo de las feministas culpa a Occidente y al “patriarcado masculino” de los desastres de la mujer a lo largo de la historia. Lo paradójico es que donde más falta hace de verdad la defensa y la lucha por los derechos de la mujer sea en las civilizaciones no occidentales, o sea justo las culturas ante las que esas mismas feministas radicales guardan silencio mientras exhiben un hipócrita y ridículo culto a la palabrería multiculturalista de la tolerancia y la diversidad.
Contexto e ideología de la radicalización feminista
La radicalización del feminismo ha encontrado su mejor lugar de desarrollo en el mundo intelectual, particularmente en las universidades. En el seno de esas instituciones, especialmente en la progresía de Estados Unidos y varias partes de Europa, las modas del mal llamado “multiculturalismo” y lo “políticamente correcto” han servido de caldo de cultivo para el crecimiento del activismo feminista más extremo. Desde ahí, y como proyección lógica en la vida pública, ha alcanzado a la sociedad, a los medios de comunicación de masas y a la política del falso progresismo.
No entraremos aquí a ejemplificar los casos de esa educación antiliberal bajo manto de lo políticamente correcto. Remitimos al lector a lo ya recogido hace quince años por el ensayista Dinesh D´Souza en Illiberal Education (1991), un libro que sigue siendo hoy válido respecto a las agendas radicales del activismo universitario. En otra colaboración anterior, también tratamos ya de algunas de las caras del adoctrinamiento universitario en la progresía norteamericana. Como testigos de primera mano de estas situaciones, hoy nos resulta fácil entender ya que lo que el marxismo supuso en la esfera económica es lo que para el ámbito cultural e intelectual significa el concepto de lo políticamente correcto inventado por la progresía en los ochenta y que todavía hoy pervive.
Uno de los productos de dicho concepto de lo políticamente correcto es la escuela del radicalismo feminista. La historia se ha encargado ya de mostrar el error que supuso el marxismo en su propuesta de una utópica abundancia económica compartida en igualdad para todos a través del intento de desmantelar las sociedades liberales y sus estructuras económicas capitalistas. Por lo mismo, también hoy podemos adelantar la falsedad de las fantasiosas promesas del igualitarismo cultural propuesto por el multiculturalismo de lo políticamente correcto. Entre sus activismos, el feminismo radicalizado tiene en las izquierdas ideológicas una habitación propia y en las universidades un campo de abono donde realizar su particular cruzada intelectual bajo capa de una aparente lucha por el progreso social y el bienestar de la mujer.
Es precisamente en el ámbito universitario donde el feminismo radicalizado alcanza su mayor expresión. El terreno de las humanidades, en especial la literatura, ha venido ofreciendo un espacio propicio para lanzar toda una agenda militante cuyos contenidos completos requerirían de mayor extensión. Con todo, algo del fondo de esta cuestión puede y debe ser analizado en estos momentos de aguda propaganda política feminista entre los sectores del progresismo de izquierdas tanto en la vida pública como en la política transatlántica. La necesaria libertad académica en la universidad convierte a ésta en un espacio donde la militancia radical feminista ha podido crecer sin trabas ni cuestionamientos. En poco tiempo, la crítica literaria académica se ha ido transformando en una suerte de activismo social y político.
El estudio y enseñanza de las humanidades y la literatura es el trampolín desde el que lanzar las personales fobias y obsesiones ligadas a las cuestiones de género, cuando no de raza y clase. En este último particular es donde se han adentrado las llamadas teorías críticas y literarias del feminismo. Al ser éstas muchas y variadas no resultaría justo tipificarlas a todas bajo un mismo patrón. Sin embargo, y en lo que toca a sus aspectos más radicalizados, consisten en su mayor parte en fundamentos teóricos enmarcados y disimulados en torno a las corrientes marxistas o post-marxistas, desconstruccionistas, postcolonialistas y todo un amplio catálogo de adscripciones. En las tipologías del feminismo se incluyen formas que van desde el “anarcofeminismo” al “feminismo marxista”, o desde el “ecofeminismo” al “feminismo lesbiano”, pasando por variantes como el “feminismo postcolonial”, el “transfeminismo” y hasta un autoproclamado “feminismo radical”.
La vaguedad de lo políticamente correcto abrió la lata de los llamados “estudios culturales” y sus variantes genéricas, femeninas, globales y toda una sarta de pintorescos marbetes que sirven de vasos comunicantes para una amplia variedad de reclamos. El lector interesado puede comprobar cuanto decimos acudiendo al magnífico volumen, de muy elocuente título, Cautionary Tales from the Strange World of Women´s Studies (1994) preparado precisamente por dos profesoras universitarias de los llamados “estudios de la mujer”. Las autoras, Daphne Patai y Noretta Koertge, tan hartas como decepcionadas de la absurda desviación de este tipo de estudios, ilustran en ese libro cuanto decimos respecto a los contenidos reales de esos múltiples centros y departamentos universitarios en Estados Unidos tildados como “Women´s Studies”. En ellos sobresale la idea de una conspiración occidental contra la mujer procedente de las llamadas clases hegemónicas del patriarcado masculino heterosexual e imperialista.
Las tesis compartidas por la radicalización del feminismo aplicado a las humanidades y particularmente a la literatura parten, en general, de la idea de que el canon impuesto de la literatura occidental es la prueba concluyente del sexismo y la opresión perpetrada por el hegemónico hombre blanco occidental frente a la siempre desvalida mujer. En el caso de la literatura, este tipo de crítica ignora la verdadera diversidad de los textos literarios y se enfrenta a todos los tipos de escritos de igual modo. Por esta vía, la militancia radical de la intelectualidad feminista justifica esa reducción en los contenidos literarios a agendas estrictamente sociales e ideológicas y políticas. En la amplia mayoría de los casos se trata de un feminismo ideológicamente ligado a las izquierdas más sectariamente antiliberales y liberticidas. Desde ahí, el fondo de la radicalización feminista se resume en el odio innato a la sociedad occidental y su “patriarcado masculino opresor”.
Cierto es que la mujer no ha gozado hasta muy recientemente de igualdad de oportunidades sociales, laborales, económicas y de otras índoles. De ahí que cualquier ser humano razonable apoye la necesidad de fomentar las políticas y los proyectos que favorezcan tal igualdad. El problema de la radicalización del feminismo es que pierde de vista el necesario equilibrio de esos esfuerzos, se obsesiona en buscar culpables y yerra en su perspectiva de las realidades históricas.
La aceleración de la historia y los cambios producidos en el último siglo son la prueba concluyente del error de culpar al llamado “patriarcado” de una situación desigual. En el pasado, la diferenciación de los papeles del hombre y la mujer en la sociedad no fueron siempre resultado de un deseo del hombre occidental por subyugar a la mujer, sino la consecuencia de unas condiciones de vida distintas a las que ahora vivimos. Las expectativas para la mujer en la sociedad han cambiado afortunadamente en los últimos años gracias a los avances médicos, científicos, tecnológicos, logros que han permitido a la mujer encontrar un espacio en la sociedad más allá del limitado a una mera labor familiar y reproductiva.
Nadie en su sano juicio puede negar que gran parte de la legislación, las costumbres y los modos de vida fueran ampliamente perjudiciales para la mujer. Sin embargo, no parece tampoco justo tampoco postular por una conspiración del patriarcado para perjudicar voluntariamente a la mujer. Esa conspiración equivaldría a aceptar la premisa de que todos los padres y esposos de la historia aceptaron perpetuar la injusticia hacia sus esposas y hacia sus hijas. Por lo mismo, todas las mujeres de la historia pasada –nuestras madres y abuelas- fueron unas inútiles, seres incapaces de pensar por sí mismas y que se dejaron subyugar y supeditar por sus esposos, o sea nuestros padres y abuelos.
Parece difícil aceptar que el talento y el temperamento de las mujeres del pasado –que, sin duda, lo hubo- fuera totalmente diferente a las de las mujeres de ahora. Lo que las militantes radicales del feminismo no comprenden, por tanto, es que el cambio hacia la mejora de las condiciones de la mujer en la sociedad no es resultado de que ellas como feministas radicales hayan sido más inteligentes que sus antepasadas y hayan encontrado la respuesta a los problemas. Los cambios de deben al hecho comprobable de que el progreso para la mujer en la sociedad es el resultado de que las condiciones de la vida humana han ido cambiando para mejor gracias a los avances citados en varias áreas de la ciencia.
Esas nuevas condiciones han tenido sólo muy recientemente un impacto real en la vida de la mujer en particular y el hecho se aprecia si examináramos detalladamente cuestiones como la mejora en los medios médicos para disponer de un fiable control de natalidad, la mayor fiabilidad en el éxito de los embarazos y el consiguiente descenso de la mortalidad infantil, así como la mayor longevidad. El inalterable hecho natural y biológico de la mujer como encargada de llevar en su interior las labores de la reproducción humana explica las dificultades en el pasado para la mujer de alcanzar un espacio profesional exactamente igual al del hombre.
Bastaría imaginar las dificultades de una madre para criar a sus hijos sin refrigeración, con transportes primitivos y lentos, sin la tecnología actual ni los avances en la medicina y las comunicaciones. Sin refrigeración la mujer debía alimentar en su pecho a sus hijos y durante un tiempo más largo que el actual. Esta responsabilidad –imposible de ser realizada por el hombre- para el caso de cada hijo dificultaba mucho las salidas profesionales de la mujer. Sin embargo, el feminismo radicalizado se empeña en ahondar en la conspiración del patriarcado opresivo masculino, confunde el pasado con el presente y acaba ubicándose en el resentimiento más absurdo.
La intervención gubernamental en términos de cupos y favores a la mujer no es el método adecuado para acabar con la discriminación femenina, dondequiera que ésta exista. De igual modo, las leyes que clasifican a las mujeres como minorías proporcionando tratos y subsidios especiales no hacen nada más que perpetuar la idea de que las mujeres necesitan ayuda especial, lo que es precisamente redundar en la idea patriarcal al que el feminismo dice hacer frente. Lo mismo podríamos decir de la falsa alegación de que en las verdaderas sociedades democráticas las mujeres cobran menos dinero por igual trabajo que los hombres. La situación en las universidades norteamericanas, por ejemplo y contra lo que pueda parecer, apunta más bien a todo lo contrario. Apuntamos todo eso sin entrar siquiera a tratar las muchas ventajas que para la contratación a un puesto universitario en Estados Unidos tiene el hecho mismo de ser mujer o “minoría étnica”.
A la luz de todo esto resulta lamentable que para las activistas –tan fielmente seguidas por las feministas radicales de las izquierdas políticas- todo lo que no sea un cupo exacto de, al menos, 50% para hombres y 50% para mujeres en todas las cuestiones se convierta en una señal del machismo, la discriminación, el prejuicio contra lo femenino y, en fin, la supuesta hostilidad del “patriarcado” contra la mujer. Todo esto genera una obsesión contra el hombre y crea una cultura de la victimización femenina que en lugar de favorecer a la mujer en su desarrollo individual y social acaba siendo mero resentimiento y hostilidad.
Consecuencia de todo ello es el envenenamiento de las relaciones entre los sexos. En el revanchismo de las activistas más radicalizadas, las universidades norteamericanas han acabado premiando el género o la raza en lugar del talento y los logros intelectuales. Se ha abierto así la puerta, en último término a actitudes alienantes tan absurdas como destructivas. En el liderazgo del odio del feminismo radicalizado hacia lo masculino, los hechos prueban que en ese clima de hostilidad se hace difícil generar la necesaria armonía de trabajo. Buena parte de los ejemplos de esa corrupción de ideas se hallan en el campo de los estudios del feminismo aplicados a las ciencias sociales, las humanidades y, particularmente, la literatura.
Una prueba inequívoca del grado de obsesión alcanzado por la radicalización femenina en diversos órdenes de la cultura universitaria es el absurdo volumen The Knowledge Explosion: Generations of Feminist Scholarship (1992), con casi medio centenar de ensayos de feministas en varias disciplinas (desde la política a la sociología pasando por la literatura y aun la física). Lo ridículo del volumen es el hecho de reunirse como estudios feministas, sin importar para nada el aporte de novedades a cada disciplina de las diversas ramas del saber. Detrás de todo ello está, sin más, el único deseo de subordinar la cultura a la ideología feminista.
Elaine Showalter, una de las destacadas militantes feministas y directora a finales de los años ochenta del Departamento de Inglés en la Universidad de Princeton reclamaba ya por entonces la transformación de los estudios literarios y la aceptación del “género” como una categoría fundamental para el análisis literario. Su propuesta era parte de un proyecto que pasaba por acabar definitivamente con el canon literario –el que años después defendería Harold Bloom- y que se encaminaba a supeditar a la literatura a la ideología feminista con las pertinentes conexiones manifestadas en aspectos de clase, etnia, identidad sexual y otras cuestiones ligadas a intereses extra-literarios.
Entramos así en el concepto del anacronismo por el que las feministas radicales usan la universidad y los campos del saber humanístico y literario para hallar ejemplos de opresión patriarcal en el pasado bajo ideas que pertenecen a nuestras actuales condiciones de vida. En el caso de la literatura en lengua española, aunque deben ser siempre bienvenidas todas las nuevas lecturas de textos y autores, resulta lamentable el modo en que se pueden interpretar hoy desde el feminismo radicalizado las obras medievales: los cuentos de El Conde Lucanor de Don Juan Manuel, las andanzas de Juan Ruiz en el Libro de Buen Amor o los amores de Calixto y Melibea en la Celestina, por dar unos ejemplos.
La tergiversación del fondo histórico y el contexto cultural de aquellas obras sirve también para hacer lo mismo, por ejemplo, con la tradición teatral española de los Siglos de Oro. A Lope de Vega se le estudia especialmente como misógino y hay un mayor interés por encontrar a monjas lesbianas y a caballeros o santos homosexuales que por entender el fondo de las obras más representativas. Un estudiante de doctorado de Hispánicas, en fin, puede acabar sin haber leído el Quijote pero sí habiendo leído a todas las feministas radicales que en el mundo han sido.
Lo lamentable de todo esto es que los mismos intelectuales que siguen tan fielmente el feminismo radicalizado se olvidan -y aun desprecian- a figuras claves para el avance de la mujer. En el caso español, quedaría poco progresista y poco moderno que una intelectual feminista de izquierdas, por ejemplo, tuviera que citar y elogiar al católico monje benedictino Fray Benito Jerónimo Feijóo, aun cuando fue él quien primero reivindicó en un ensayo el papel de la mujer, como prueba su Teatro Crítico Universal. Lo mismo cabe decir de figuras como la aragonesa Josefa Amar y Borbón o la gaditana María Lorenza de los Ríos, autoras de finales del siglo XVIII por las que esas activistas del feminismo apenas se han interesado nunca. En esas autoras, auténticos antecedentes de la liberación femenina en España, no es posible encontrar el odio al hombre ni el desprecio a la sociedad occidental.
De igual modo, el feminismo radicalizado y su ideología izquierdista manipula a las autoras como mejor y más le conviene, según ya mostramos en otro lugar al tratar de los casos particulares de la autora argentina Alfonsina Storni y la española Gloria Fuertes, dos mujeres que antes de feministas de verdad fueron poetas. Podríamos seguir pero baste lo dicho para confirmar que para poner coto a la manipulación y al adoctrinamiento universitario, valdría dar seguidamente algunos ejemplos breves para verificar lo absurdo de los posicionamientos del radicalismo feminista.
La hipocresía intelectual y política de la radicalización feminista
Los sanos objetivos de las raíces del auténtico feminismo han sido ya sustituidos por posicionamientos liberticidas y, en muchos casos, carentes de sentido. Las teóricas más prominentes del nuevo feminismo de los últimos veinte años parecen estar compitiendo por ver cuál de ellas es capaz de decir mayor barbaridad. A fines de los setenta, Sandra Gilbert y Susan Gubar publicaron su libro The Madwoman in the Attic (1979) que, con el significativo título (la loca en el ático) y bajo la excusa de estudiar a las escritoras anglo-norteamericanas del siglo XIX, sirvió para acusar a la cultura occidental de “patriarcal” e insensible hacia las mujeres. Jane Austen, las hermanas Bronte, Mary Shelley y otras aparecían como paradigmas de una “poética patriarcal” víctima de los malos tratos de la sociedad machista.
Unos años después, Peggy McIntosh, por su parte, apuntó en Interactive Phases of Curricular Re-Vision: A Feminist Perspective (1983) que mientras los hombres piensan de modo vertical, las mujeres lo hacen de forma lateral, siendo el caso las mujeres no pueden pensar lógicamente por culpa del control omnímodo del patriarcado masculino. Para hacer la cosa más absurda todavía, Catharine A. MacKinnon expuso en su leidísima obra Toward a Feminist Theory of the State (1989), que la práctica heterosexual es siempre un acto coercitivo y, en consecuencia, una violación del hombre a la mujer ya que para la mujer es difícil distinguir entre el acto sexual y la violación al tratarse de dos situaciones producidas siempre bajo dominio masculino.
En similares parámetros se situaron las tesis de Andrea Dworkin en su libro Intercourse (1987), para quien la cultura occidental es innatamente violadora de la mujer. Cualquier relación heterosexual normal es una violación porque las mujeres –al ser subyugadas por el patriarcado- no tienen realmente la capacidad de elegir libremente sus actos. Por si esto fuera poco, a inicios de los noventa la teórica Marilyn French propuso en The War Against Women (1992) su tesis de que el hombre siempre tiene librada una batalla contra la mujer con el objetivo de destruirla o subyugarla.
Estas ideas son algunas de las bases teóricas de lo que ha ido fundamentando la radicalización del feminismo, ideas que hoy se repiten por las aulas universitarias como verdades inapelables. Por lo absurdo de sus conceptos, estos libros y sus autoras no han tenido demasiado interés entre la opinión pública general pero aparecen bien acogidas entre el sectario activismo de la crítica universitaria feminista. Lo lamentable es que en ellas está el embrión de lo que ha venido haciéndose después y que ha pasado a los medios de comunicación y ciertos sectores de la cultura del entretenimiento. Arthur Sulzberger, Jr., por ejemplo, uno de los editores del New York Times se confesó hace unos años como ferviente feminista y lector de Marilyn French.
En el ámbito del activismo social, vale la pena recordar lo que Stephanie Davies, directora ejecutiva de la Fundación de las Mujeres de Atlanta, afirmaba recientemente: “Si hubiera mujeres en el poder en cifras significativas, creo que las Torres Gemelas estarían aún en pie”. No sabríamos aquí dar respuesta a la hipótesis de Stephanie Davies, pero sí podemos confirmar que precisamente gracias a ese mismo gobierno que ella censura ahora hay más mujeres en política electoral en Afganistán que en el mismo Canadá. Ni que decir tiene que con los talibanes esas mismas mujeres no podían ni recibir públicamente la luz del sol en sus rostros.
Por lo mismo, a esta feminista radical como a las otras antes citadas les debería preocupar bastante más la defensa de la mujer allá donde precisamente ellas creen ver el gusto de la tolerancia multiculturalista y la fascinación por la diversidad, incluido el yihadismo. Así, vale citar a Ahmed al-Baqer, un diputado kuwaití que denegó una propuesta para ampliar el derecho de sufragio para la mujer alegando que Alá indicaba en el Santo Corán que los hombres eran mejores que las mujeres.
Entre el feminismo extremo, resulta lamentable el silencio ante las autoridades de un país como Kenia, el de mayor índice de mutilación sexual femenina del mundo. El filósofo Gabriel Albiac recordaba recientemente el caso de la ministra keniata Wangari Mathai, Premio Nóbel de la Paz en 2004 y celebrada por las radicales feministas. Preocupada por la defensa de su identidad étnica kiyuyu, la premiada ministra exigía para las jóvenes muchachas de su país el uso del ritual de la amputación del clítoris, como símbolo del paso de las niñas a la edad adulta. En 2001, la misma Mathai declaraba que todos los valores de su pueblo se edificaban sobre esa práctica, razón que justificaba para apoyar sin fisuras la campaña de castración femenina forzosa, promovida por el clan de los Mungiki.
Aclaraba también Albiac que Yomo Kenyata, el padre de la patria, había teorizado lo mismo en 1959 al apuntar que ningún kikuyu puro podía aceptar desposar a una mujer que no habría pasado por la ablación del clítoris y de los labios menores. Dicha práctica se completaba al suturar la vulva hasta no dejar más que un estrecho canal para las deyecciones, que el marido debería luego abrir, a punta de cuchillo, en el momento de la desfloración. No hace falta entrar aquí a comentar las lamentables consecuencias de tan inhumana práctica según la cual, más allá de la anulación definitiva del placer sexual, el cuerpo de la mujer –si es que sobrevivía a las infecciones- queda marcado para siempre y con un dolor y lesiones permanentes. Ante esto, es notable el silencio de las feministas radicales.
Una de las mujeres que sufrió esa práctica en Kenia fue Ayaan Hirsi Ali, musulmana nacida en Somalia que actualmente vive en Holanda como diputada liberal del Parlamento holandés y que está amenazada de muerte desde el fanatismo islámico. Ayaan Hirsi Ali presentó recientemente la traducción española de su libro Yo acuso, de obligada lectura para las feministas radicales. Entre otras cosas, el libro muestra cómo la civilización islámica se detuvo en el siglo XI y cómo en los países con esos regímenes fanáticos se perpetran a día de hoy continuas violaciones de los derechos humanos más básicos: mutilación de manos y piernas a los ladrones, práctica de la ablación en las niñas adolescentes, sumisión y humillación de la mujer, castigos inhumanos con asesinatos de adúlteras a través de la lapidación o el linchamiento de homosexuales. Se trata de una fundamentada denuncia del conformismo de Occidente –en especial de sus ideólogos de la progresía de las izquierdas políticas- ante la barbarie de esas prácticas.
No olvidemos que también en Holanda, Theo van Gogh pagó con su vida el haber filmado en un corto de apenas diez minutos su lucha contra la opresión de las mujeres musulmanas. Consideramos importante añadir aquí el caso de Walfa Sultan una psicóloga árabe-americana que desde Los Ángeles contaba hace unos días verdades como puños a la sectaria cadena “Al-Jazeera TV”. El vídeo televisivo de su intervención, de recomendable visión por salir de una mujer musulmana, mostraba su clara oposición a la barbarie del yihadismo en su lucha contra los valores judeo-cristianos y contra Occidente, incluido el maltrato de las mujeres.
Junto a lo ya escrito de manera ejemplar en varias partes por Oriana Fallaci, remitimos al lector a que lea el señalamiento y los detalles de la violencia que esas culturas no occidentales realizan a modo de amenaza contra Europa y particularmente contra las mujeres, homosexuales y otros grupos. Nos referimos a dos libros de recentísima aparición, ambos de 2006: Menace in Europe de Claire Berlinski y While Europe Slept de Bruce Bawer. En ellos encontrarán casos ante las que el feminismo radicalizado calla vergonzantemente, como el de esas niñas musulmanas en Francia que optan por llevar velos y otras cubiertas islámicas para disminuir la probabilidad de ser asaltadas y violadas en las calles.
Las falsas excusas del multiculturalismo, las tesis de lo políticamente correcto y el insano relativismo cultural y moral son hoy plaga en Occidente, como abiertamente prueban los ejemplos aquí apuntados. Tampoco en esto aparecen por ningún lado las militantes de ese feminismo y sus apoyos políticos que, en el caso de España, animan a la mal llamada “Alianza de Civilizaciones”, o sea a las teocracias islamistas que se nos presentan como modelos a imitar de tolerancia y promoción femenina. En el Parlamento Español estos mismos días se vivió la hipocresía del feminismo radicalizado encarnado en las diputadas socialistas y comunistas movilizándose para desalojar sus escaños en un acto tan teatral como falaz.
En Estados Unidos, sin llegar a los deplorables niveles de la progresía socialista, cabría mencionar a varias senadoras de la izquierda norteamericana muy propensas a hacer guiños al feminismo más sectario, como la misma Hillary Clinton, o las senadoras californianas Barbara Boxer y Dianne Feinstein. Resultan éstas, sin embargo, bastante moderadas si las comparamos con las pupilas de María Teresa Fernández de la Vega y las muchachas comandadas por Leire Pajín. Ante tanta pose, el lector sabrá que fue precisamente con el Gobierno Aznar cuando el Senado y el Congreso de España estuvieron presididos por dos mujeres. Por lo mismo, ha sido bajo la Administración Bush cuando el Congreso y el Senado norteamericano han tenido mayor presencia de representantes femeninas en ambas cámaras de representantes, con un total de 109 elegidas: 68 mujeres congresistas y 14 senadoras.
Frente a la maquinaria propagandística del feminismo militante, en Estados Unidos contamos con mujeres que han llamado ya la atención ante los peligros de la radicalización del feminismo. Dentro de la misma academia, vale la pena reconocer los serios trabajos de mujeres ubicadas en un sano feminismo como Christina Hoff-Sommers en Who Stole Feminism? (1994), de significativo título al considerar que la militancia radical feminista había robado las bases del necesario esfuerzo inicial del feminismo más equilibrado. De igual modo, Elizabeth Fox-Genovese con su libro Feminism is not the story of my life (1996) también abrió ya el camino sobre la incongruencia de los reclamos del activismo radical.
Más recientemente, la ensayista y periodista Kate O´Beirne ha desenmascarado crítica y documentalmente la farsa de esos feminismos en su reciente libro Women who make the world worse (2005). Sostiene O´Beirne lo falaz del activismo liberticida actual en el que han devenido los iniciales y nobles esfuerzos iniciales de la liberación femenina. Para la autora, estamos en una lucha sin cuartel por parte de esas militantes por tergiversar el valor de instituciones e ideas básicas para Occidente como el individuo, la familia, la igualdad de oportunidades, la educación, el trabajo, la seguridad y otros aspectos de la vida manipulados por a miope confrontación del feminismo militante contra lo masculino, lo que en otro lugar y a modo de reseña de ese libro denominamos feminismos trasnochados.
Como ejemplos de la contradicción y los excesos de esa actitud radicalizada valdría recordar algunos datos que muestran la inexistencia del patriarcado anti-femenino. Vale citar que a día de hoy son ya más del 55% de estudiantes que son mujeres en las universidades norteamericanas. Cabría citar también la presencia femenina en puestos políticos de importancia y –contra lo que suelen predicar el feminismo de las izquierdas radicales- gracias a presidentes de la derecha liberal-conservadora: Lynne Martin, Carla Hills, Linda Chavez, Condoleezza Rice y Lynn Cheney, por citar sólo algunas.
Contra la insistencia de sus argumentos denigrando el capitalismo, no resulta muy difícil demostrar que es precisamente gracias al liberalismo económico y, en buena medida, a Estados Unidos que las mujeres tiene más oportunidades cada día. Gracias al proceso de modernización liderado por las economías capitalistas de Occidente tenemos todo un motor de cambios para la mejora de las condiciones de las mujeres. En lugar de seguir atacando a ese motor y seguir lamentándose por el pasado entero de la humanidad y la mal entendida opresión perpetua del patriarcado, las feministas radicales deberían moderar su visión y enfocarse en una exploración seria de un futuro prometedor para la mujer en el mundo.
Hace apenas cuatro meses Phyllis Chesler –feminista durante los últimos cuarenta años y una de las fundadoras de ese movimiento- escribió ya de la muerte del feminismo. Lo hizo en su reciente libro -tan recomendable como aclarador- titulado precisamente The Death of Feminism. Su diatriba, escrita desde el seno mismo de la militancia feminista, se encaminaba a desmitificar la farsa de esa radicalización y definiendo sin ambages ese movimiento como retrógrado, intelectualmente narcisista y hasta inmoral por no salir al paso del ataque en otras culturas –especialmente en la islámica- contra las mujeres. En el poso antinorteamericano, antisemítico y antioccidental del radicalismo feminista, los datos que aporta Chesler son por sí mismos suficientes para ver la hipocresía intelectual y política de dicho activismo.
Concluyamos: en el pasado el feminismo fue en buena medida un ejemplar movimiento a favor de la igualdad de la mujer. A día de hoy ese mismo encomiable esfuerzo se ha convertido en un errático radicalismo sectario por el que se ataca destructivamente bajo escondidas premisas ideológicas ligadas a las izquierdas políticas los conceptos tradicionales del matrimonio, la familia, la maternidad y aun las sanas y necesarias relaciones entre hombres y mujeres. Ante este panorama, las consecuencias de esa radicalización las empezamos a contemplar en nuestros días con la pérdida de apoyos a ese feminismo por parte de la juventud, con el aislamiento de esas propuestas exageradas en los enclaves elitistas del activismo universitario y con el rechazo no sólo del público general sino ya hasta de muchas mujeres.
Alberto Acereda es catedrático universitario, escritor y analista político, especialista en temas culturales transatlánticos y Miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua.
Aquí expondremos algunas de estas ideas para mostrar las incoherencias de esa radicalización feminista. El sectario activismo de las feministas culpa a Occidente y al “patriarcado masculino” de los desastres de la mujer a lo largo de la historia. Lo paradójico es que donde más falta hace de verdad la defensa y la lucha por los derechos de la mujer sea en las civilizaciones no occidentales, o sea justo las culturas ante las que esas mismas feministas radicales guardan silencio mientras exhiben un hipócrita y ridículo culto a la palabrería multiculturalista de la tolerancia y la diversidad.
Contexto e ideología de la radicalización feminista
La radicalización del feminismo ha encontrado su mejor lugar de desarrollo en el mundo intelectual, particularmente en las universidades. En el seno de esas instituciones, especialmente en la progresía de Estados Unidos y varias partes de Europa, las modas del mal llamado “multiculturalismo” y lo “políticamente correcto” han servido de caldo de cultivo para el crecimiento del activismo feminista más extremo. Desde ahí, y como proyección lógica en la vida pública, ha alcanzado a la sociedad, a los medios de comunicación de masas y a la política del falso progresismo.
No entraremos aquí a ejemplificar los casos de esa educación antiliberal bajo manto de lo políticamente correcto. Remitimos al lector a lo ya recogido hace quince años por el ensayista Dinesh D´Souza en Illiberal Education (1991), un libro que sigue siendo hoy válido respecto a las agendas radicales del activismo universitario. En otra colaboración anterior, también tratamos ya de algunas de las caras del adoctrinamiento universitario en la progresía norteamericana. Como testigos de primera mano de estas situaciones, hoy nos resulta fácil entender ya que lo que el marxismo supuso en la esfera económica es lo que para el ámbito cultural e intelectual significa el concepto de lo políticamente correcto inventado por la progresía en los ochenta y que todavía hoy pervive.
Uno de los productos de dicho concepto de lo políticamente correcto es la escuela del radicalismo feminista. La historia se ha encargado ya de mostrar el error que supuso el marxismo en su propuesta de una utópica abundancia económica compartida en igualdad para todos a través del intento de desmantelar las sociedades liberales y sus estructuras económicas capitalistas. Por lo mismo, también hoy podemos adelantar la falsedad de las fantasiosas promesas del igualitarismo cultural propuesto por el multiculturalismo de lo políticamente correcto. Entre sus activismos, el feminismo radicalizado tiene en las izquierdas ideológicas una habitación propia y en las universidades un campo de abono donde realizar su particular cruzada intelectual bajo capa de una aparente lucha por el progreso social y el bienestar de la mujer.
Es precisamente en el ámbito universitario donde el feminismo radicalizado alcanza su mayor expresión. El terreno de las humanidades, en especial la literatura, ha venido ofreciendo un espacio propicio para lanzar toda una agenda militante cuyos contenidos completos requerirían de mayor extensión. Con todo, algo del fondo de esta cuestión puede y debe ser analizado en estos momentos de aguda propaganda política feminista entre los sectores del progresismo de izquierdas tanto en la vida pública como en la política transatlántica. La necesaria libertad académica en la universidad convierte a ésta en un espacio donde la militancia radical feminista ha podido crecer sin trabas ni cuestionamientos. En poco tiempo, la crítica literaria académica se ha ido transformando en una suerte de activismo social y político.
El estudio y enseñanza de las humanidades y la literatura es el trampolín desde el que lanzar las personales fobias y obsesiones ligadas a las cuestiones de género, cuando no de raza y clase. En este último particular es donde se han adentrado las llamadas teorías críticas y literarias del feminismo. Al ser éstas muchas y variadas no resultaría justo tipificarlas a todas bajo un mismo patrón. Sin embargo, y en lo que toca a sus aspectos más radicalizados, consisten en su mayor parte en fundamentos teóricos enmarcados y disimulados en torno a las corrientes marxistas o post-marxistas, desconstruccionistas, postcolonialistas y todo un amplio catálogo de adscripciones. En las tipologías del feminismo se incluyen formas que van desde el “anarcofeminismo” al “feminismo marxista”, o desde el “ecofeminismo” al “feminismo lesbiano”, pasando por variantes como el “feminismo postcolonial”, el “transfeminismo” y hasta un autoproclamado “feminismo radical”.
La vaguedad de lo políticamente correcto abrió la lata de los llamados “estudios culturales” y sus variantes genéricas, femeninas, globales y toda una sarta de pintorescos marbetes que sirven de vasos comunicantes para una amplia variedad de reclamos. El lector interesado puede comprobar cuanto decimos acudiendo al magnífico volumen, de muy elocuente título, Cautionary Tales from the Strange World of Women´s Studies (1994) preparado precisamente por dos profesoras universitarias de los llamados “estudios de la mujer”. Las autoras, Daphne Patai y Noretta Koertge, tan hartas como decepcionadas de la absurda desviación de este tipo de estudios, ilustran en ese libro cuanto decimos respecto a los contenidos reales de esos múltiples centros y departamentos universitarios en Estados Unidos tildados como “Women´s Studies”. En ellos sobresale la idea de una conspiración occidental contra la mujer procedente de las llamadas clases hegemónicas del patriarcado masculino heterosexual e imperialista.
Las tesis compartidas por la radicalización del feminismo aplicado a las humanidades y particularmente a la literatura parten, en general, de la idea de que el canon impuesto de la literatura occidental es la prueba concluyente del sexismo y la opresión perpetrada por el hegemónico hombre blanco occidental frente a la siempre desvalida mujer. En el caso de la literatura, este tipo de crítica ignora la verdadera diversidad de los textos literarios y se enfrenta a todos los tipos de escritos de igual modo. Por esta vía, la militancia radical de la intelectualidad feminista justifica esa reducción en los contenidos literarios a agendas estrictamente sociales e ideológicas y políticas. En la amplia mayoría de los casos se trata de un feminismo ideológicamente ligado a las izquierdas más sectariamente antiliberales y liberticidas. Desde ahí, el fondo de la radicalización feminista se resume en el odio innato a la sociedad occidental y su “patriarcado masculino opresor”.
Cierto es que la mujer no ha gozado hasta muy recientemente de igualdad de oportunidades sociales, laborales, económicas y de otras índoles. De ahí que cualquier ser humano razonable apoye la necesidad de fomentar las políticas y los proyectos que favorezcan tal igualdad. El problema de la radicalización del feminismo es que pierde de vista el necesario equilibrio de esos esfuerzos, se obsesiona en buscar culpables y yerra en su perspectiva de las realidades históricas.
La aceleración de la historia y los cambios producidos en el último siglo son la prueba concluyente del error de culpar al llamado “patriarcado” de una situación desigual. En el pasado, la diferenciación de los papeles del hombre y la mujer en la sociedad no fueron siempre resultado de un deseo del hombre occidental por subyugar a la mujer, sino la consecuencia de unas condiciones de vida distintas a las que ahora vivimos. Las expectativas para la mujer en la sociedad han cambiado afortunadamente en los últimos años gracias a los avances médicos, científicos, tecnológicos, logros que han permitido a la mujer encontrar un espacio en la sociedad más allá del limitado a una mera labor familiar y reproductiva.
Nadie en su sano juicio puede negar que gran parte de la legislación, las costumbres y los modos de vida fueran ampliamente perjudiciales para la mujer. Sin embargo, no parece tampoco justo tampoco postular por una conspiración del patriarcado para perjudicar voluntariamente a la mujer. Esa conspiración equivaldría a aceptar la premisa de que todos los padres y esposos de la historia aceptaron perpetuar la injusticia hacia sus esposas y hacia sus hijas. Por lo mismo, todas las mujeres de la historia pasada –nuestras madres y abuelas- fueron unas inútiles, seres incapaces de pensar por sí mismas y que se dejaron subyugar y supeditar por sus esposos, o sea nuestros padres y abuelos.
Parece difícil aceptar que el talento y el temperamento de las mujeres del pasado –que, sin duda, lo hubo- fuera totalmente diferente a las de las mujeres de ahora. Lo que las militantes radicales del feminismo no comprenden, por tanto, es que el cambio hacia la mejora de las condiciones de la mujer en la sociedad no es resultado de que ellas como feministas radicales hayan sido más inteligentes que sus antepasadas y hayan encontrado la respuesta a los problemas. Los cambios de deben al hecho comprobable de que el progreso para la mujer en la sociedad es el resultado de que las condiciones de la vida humana han ido cambiando para mejor gracias a los avances citados en varias áreas de la ciencia.
Esas nuevas condiciones han tenido sólo muy recientemente un impacto real en la vida de la mujer en particular y el hecho se aprecia si examináramos detalladamente cuestiones como la mejora en los medios médicos para disponer de un fiable control de natalidad, la mayor fiabilidad en el éxito de los embarazos y el consiguiente descenso de la mortalidad infantil, así como la mayor longevidad. El inalterable hecho natural y biológico de la mujer como encargada de llevar en su interior las labores de la reproducción humana explica las dificultades en el pasado para la mujer de alcanzar un espacio profesional exactamente igual al del hombre.
Bastaría imaginar las dificultades de una madre para criar a sus hijos sin refrigeración, con transportes primitivos y lentos, sin la tecnología actual ni los avances en la medicina y las comunicaciones. Sin refrigeración la mujer debía alimentar en su pecho a sus hijos y durante un tiempo más largo que el actual. Esta responsabilidad –imposible de ser realizada por el hombre- para el caso de cada hijo dificultaba mucho las salidas profesionales de la mujer. Sin embargo, el feminismo radicalizado se empeña en ahondar en la conspiración del patriarcado opresivo masculino, confunde el pasado con el presente y acaba ubicándose en el resentimiento más absurdo.
La intervención gubernamental en términos de cupos y favores a la mujer no es el método adecuado para acabar con la discriminación femenina, dondequiera que ésta exista. De igual modo, las leyes que clasifican a las mujeres como minorías proporcionando tratos y subsidios especiales no hacen nada más que perpetuar la idea de que las mujeres necesitan ayuda especial, lo que es precisamente redundar en la idea patriarcal al que el feminismo dice hacer frente. Lo mismo podríamos decir de la falsa alegación de que en las verdaderas sociedades democráticas las mujeres cobran menos dinero por igual trabajo que los hombres. La situación en las universidades norteamericanas, por ejemplo y contra lo que pueda parecer, apunta más bien a todo lo contrario. Apuntamos todo eso sin entrar siquiera a tratar las muchas ventajas que para la contratación a un puesto universitario en Estados Unidos tiene el hecho mismo de ser mujer o “minoría étnica”.
A la luz de todo esto resulta lamentable que para las activistas –tan fielmente seguidas por las feministas radicales de las izquierdas políticas- todo lo que no sea un cupo exacto de, al menos, 50% para hombres y 50% para mujeres en todas las cuestiones se convierta en una señal del machismo, la discriminación, el prejuicio contra lo femenino y, en fin, la supuesta hostilidad del “patriarcado” contra la mujer. Todo esto genera una obsesión contra el hombre y crea una cultura de la victimización femenina que en lugar de favorecer a la mujer en su desarrollo individual y social acaba siendo mero resentimiento y hostilidad.
Consecuencia de todo ello es el envenenamiento de las relaciones entre los sexos. En el revanchismo de las activistas más radicalizadas, las universidades norteamericanas han acabado premiando el género o la raza en lugar del talento y los logros intelectuales. Se ha abierto así la puerta, en último término a actitudes alienantes tan absurdas como destructivas. En el liderazgo del odio del feminismo radicalizado hacia lo masculino, los hechos prueban que en ese clima de hostilidad se hace difícil generar la necesaria armonía de trabajo. Buena parte de los ejemplos de esa corrupción de ideas se hallan en el campo de los estudios del feminismo aplicados a las ciencias sociales, las humanidades y, particularmente, la literatura.
Una prueba inequívoca del grado de obsesión alcanzado por la radicalización femenina en diversos órdenes de la cultura universitaria es el absurdo volumen The Knowledge Explosion: Generations of Feminist Scholarship (1992), con casi medio centenar de ensayos de feministas en varias disciplinas (desde la política a la sociología pasando por la literatura y aun la física). Lo ridículo del volumen es el hecho de reunirse como estudios feministas, sin importar para nada el aporte de novedades a cada disciplina de las diversas ramas del saber. Detrás de todo ello está, sin más, el único deseo de subordinar la cultura a la ideología feminista.
Elaine Showalter, una de las destacadas militantes feministas y directora a finales de los años ochenta del Departamento de Inglés en la Universidad de Princeton reclamaba ya por entonces la transformación de los estudios literarios y la aceptación del “género” como una categoría fundamental para el análisis literario. Su propuesta era parte de un proyecto que pasaba por acabar definitivamente con el canon literario –el que años después defendería Harold Bloom- y que se encaminaba a supeditar a la literatura a la ideología feminista con las pertinentes conexiones manifestadas en aspectos de clase, etnia, identidad sexual y otras cuestiones ligadas a intereses extra-literarios.
Entramos así en el concepto del anacronismo por el que las feministas radicales usan la universidad y los campos del saber humanístico y literario para hallar ejemplos de opresión patriarcal en el pasado bajo ideas que pertenecen a nuestras actuales condiciones de vida. En el caso de la literatura en lengua española, aunque deben ser siempre bienvenidas todas las nuevas lecturas de textos y autores, resulta lamentable el modo en que se pueden interpretar hoy desde el feminismo radicalizado las obras medievales: los cuentos de El Conde Lucanor de Don Juan Manuel, las andanzas de Juan Ruiz en el Libro de Buen Amor o los amores de Calixto y Melibea en la Celestina, por dar unos ejemplos.
La tergiversación del fondo histórico y el contexto cultural de aquellas obras sirve también para hacer lo mismo, por ejemplo, con la tradición teatral española de los Siglos de Oro. A Lope de Vega se le estudia especialmente como misógino y hay un mayor interés por encontrar a monjas lesbianas y a caballeros o santos homosexuales que por entender el fondo de las obras más representativas. Un estudiante de doctorado de Hispánicas, en fin, puede acabar sin haber leído el Quijote pero sí habiendo leído a todas las feministas radicales que en el mundo han sido.
Lo lamentable de todo esto es que los mismos intelectuales que siguen tan fielmente el feminismo radicalizado se olvidan -y aun desprecian- a figuras claves para el avance de la mujer. En el caso español, quedaría poco progresista y poco moderno que una intelectual feminista de izquierdas, por ejemplo, tuviera que citar y elogiar al católico monje benedictino Fray Benito Jerónimo Feijóo, aun cuando fue él quien primero reivindicó en un ensayo el papel de la mujer, como prueba su Teatro Crítico Universal. Lo mismo cabe decir de figuras como la aragonesa Josefa Amar y Borbón o la gaditana María Lorenza de los Ríos, autoras de finales del siglo XVIII por las que esas activistas del feminismo apenas se han interesado nunca. En esas autoras, auténticos antecedentes de la liberación femenina en España, no es posible encontrar el odio al hombre ni el desprecio a la sociedad occidental.
De igual modo, el feminismo radicalizado y su ideología izquierdista manipula a las autoras como mejor y más le conviene, según ya mostramos en otro lugar al tratar de los casos particulares de la autora argentina Alfonsina Storni y la española Gloria Fuertes, dos mujeres que antes de feministas de verdad fueron poetas. Podríamos seguir pero baste lo dicho para confirmar que para poner coto a la manipulación y al adoctrinamiento universitario, valdría dar seguidamente algunos ejemplos breves para verificar lo absurdo de los posicionamientos del radicalismo feminista.
La hipocresía intelectual y política de la radicalización feminista
Los sanos objetivos de las raíces del auténtico feminismo han sido ya sustituidos por posicionamientos liberticidas y, en muchos casos, carentes de sentido. Las teóricas más prominentes del nuevo feminismo de los últimos veinte años parecen estar compitiendo por ver cuál de ellas es capaz de decir mayor barbaridad. A fines de los setenta, Sandra Gilbert y Susan Gubar publicaron su libro The Madwoman in the Attic (1979) que, con el significativo título (la loca en el ático) y bajo la excusa de estudiar a las escritoras anglo-norteamericanas del siglo XIX, sirvió para acusar a la cultura occidental de “patriarcal” e insensible hacia las mujeres. Jane Austen, las hermanas Bronte, Mary Shelley y otras aparecían como paradigmas de una “poética patriarcal” víctima de los malos tratos de la sociedad machista.
Unos años después, Peggy McIntosh, por su parte, apuntó en Interactive Phases of Curricular Re-Vision: A Feminist Perspective (1983) que mientras los hombres piensan de modo vertical, las mujeres lo hacen de forma lateral, siendo el caso las mujeres no pueden pensar lógicamente por culpa del control omnímodo del patriarcado masculino. Para hacer la cosa más absurda todavía, Catharine A. MacKinnon expuso en su leidísima obra Toward a Feminist Theory of the State (1989), que la práctica heterosexual es siempre un acto coercitivo y, en consecuencia, una violación del hombre a la mujer ya que para la mujer es difícil distinguir entre el acto sexual y la violación al tratarse de dos situaciones producidas siempre bajo dominio masculino.
En similares parámetros se situaron las tesis de Andrea Dworkin en su libro Intercourse (1987), para quien la cultura occidental es innatamente violadora de la mujer. Cualquier relación heterosexual normal es una violación porque las mujeres –al ser subyugadas por el patriarcado- no tienen realmente la capacidad de elegir libremente sus actos. Por si esto fuera poco, a inicios de los noventa la teórica Marilyn French propuso en The War Against Women (1992) su tesis de que el hombre siempre tiene librada una batalla contra la mujer con el objetivo de destruirla o subyugarla.
Estas ideas son algunas de las bases teóricas de lo que ha ido fundamentando la radicalización del feminismo, ideas que hoy se repiten por las aulas universitarias como verdades inapelables. Por lo absurdo de sus conceptos, estos libros y sus autoras no han tenido demasiado interés entre la opinión pública general pero aparecen bien acogidas entre el sectario activismo de la crítica universitaria feminista. Lo lamentable es que en ellas está el embrión de lo que ha venido haciéndose después y que ha pasado a los medios de comunicación y ciertos sectores de la cultura del entretenimiento. Arthur Sulzberger, Jr., por ejemplo, uno de los editores del New York Times se confesó hace unos años como ferviente feminista y lector de Marilyn French.
En el ámbito del activismo social, vale la pena recordar lo que Stephanie Davies, directora ejecutiva de la Fundación de las Mujeres de Atlanta, afirmaba recientemente: “Si hubiera mujeres en el poder en cifras significativas, creo que las Torres Gemelas estarían aún en pie”. No sabríamos aquí dar respuesta a la hipótesis de Stephanie Davies, pero sí podemos confirmar que precisamente gracias a ese mismo gobierno que ella censura ahora hay más mujeres en política electoral en Afganistán que en el mismo Canadá. Ni que decir tiene que con los talibanes esas mismas mujeres no podían ni recibir públicamente la luz del sol en sus rostros.
Por lo mismo, a esta feminista radical como a las otras antes citadas les debería preocupar bastante más la defensa de la mujer allá donde precisamente ellas creen ver el gusto de la tolerancia multiculturalista y la fascinación por la diversidad, incluido el yihadismo. Así, vale citar a Ahmed al-Baqer, un diputado kuwaití que denegó una propuesta para ampliar el derecho de sufragio para la mujer alegando que Alá indicaba en el Santo Corán que los hombres eran mejores que las mujeres.
Entre el feminismo extremo, resulta lamentable el silencio ante las autoridades de un país como Kenia, el de mayor índice de mutilación sexual femenina del mundo. El filósofo Gabriel Albiac recordaba recientemente el caso de la ministra keniata Wangari Mathai, Premio Nóbel de la Paz en 2004 y celebrada por las radicales feministas. Preocupada por la defensa de su identidad étnica kiyuyu, la premiada ministra exigía para las jóvenes muchachas de su país el uso del ritual de la amputación del clítoris, como símbolo del paso de las niñas a la edad adulta. En 2001, la misma Mathai declaraba que todos los valores de su pueblo se edificaban sobre esa práctica, razón que justificaba para apoyar sin fisuras la campaña de castración femenina forzosa, promovida por el clan de los Mungiki.
Aclaraba también Albiac que Yomo Kenyata, el padre de la patria, había teorizado lo mismo en 1959 al apuntar que ningún kikuyu puro podía aceptar desposar a una mujer que no habría pasado por la ablación del clítoris y de los labios menores. Dicha práctica se completaba al suturar la vulva hasta no dejar más que un estrecho canal para las deyecciones, que el marido debería luego abrir, a punta de cuchillo, en el momento de la desfloración. No hace falta entrar aquí a comentar las lamentables consecuencias de tan inhumana práctica según la cual, más allá de la anulación definitiva del placer sexual, el cuerpo de la mujer –si es que sobrevivía a las infecciones- queda marcado para siempre y con un dolor y lesiones permanentes. Ante esto, es notable el silencio de las feministas radicales.
Una de las mujeres que sufrió esa práctica en Kenia fue Ayaan Hirsi Ali, musulmana nacida en Somalia que actualmente vive en Holanda como diputada liberal del Parlamento holandés y que está amenazada de muerte desde el fanatismo islámico. Ayaan Hirsi Ali presentó recientemente la traducción española de su libro Yo acuso, de obligada lectura para las feministas radicales. Entre otras cosas, el libro muestra cómo la civilización islámica se detuvo en el siglo XI y cómo en los países con esos regímenes fanáticos se perpetran a día de hoy continuas violaciones de los derechos humanos más básicos: mutilación de manos y piernas a los ladrones, práctica de la ablación en las niñas adolescentes, sumisión y humillación de la mujer, castigos inhumanos con asesinatos de adúlteras a través de la lapidación o el linchamiento de homosexuales. Se trata de una fundamentada denuncia del conformismo de Occidente –en especial de sus ideólogos de la progresía de las izquierdas políticas- ante la barbarie de esas prácticas.
No olvidemos que también en Holanda, Theo van Gogh pagó con su vida el haber filmado en un corto de apenas diez minutos su lucha contra la opresión de las mujeres musulmanas. Consideramos importante añadir aquí el caso de Walfa Sultan una psicóloga árabe-americana que desde Los Ángeles contaba hace unos días verdades como puños a la sectaria cadena “Al-Jazeera TV”. El vídeo televisivo de su intervención, de recomendable visión por salir de una mujer musulmana, mostraba su clara oposición a la barbarie del yihadismo en su lucha contra los valores judeo-cristianos y contra Occidente, incluido el maltrato de las mujeres.
Junto a lo ya escrito de manera ejemplar en varias partes por Oriana Fallaci, remitimos al lector a que lea el señalamiento y los detalles de la violencia que esas culturas no occidentales realizan a modo de amenaza contra Europa y particularmente contra las mujeres, homosexuales y otros grupos. Nos referimos a dos libros de recentísima aparición, ambos de 2006: Menace in Europe de Claire Berlinski y While Europe Slept de Bruce Bawer. En ellos encontrarán casos ante las que el feminismo radicalizado calla vergonzantemente, como el de esas niñas musulmanas en Francia que optan por llevar velos y otras cubiertas islámicas para disminuir la probabilidad de ser asaltadas y violadas en las calles.
Las falsas excusas del multiculturalismo, las tesis de lo políticamente correcto y el insano relativismo cultural y moral son hoy plaga en Occidente, como abiertamente prueban los ejemplos aquí apuntados. Tampoco en esto aparecen por ningún lado las militantes de ese feminismo y sus apoyos políticos que, en el caso de España, animan a la mal llamada “Alianza de Civilizaciones”, o sea a las teocracias islamistas que se nos presentan como modelos a imitar de tolerancia y promoción femenina. En el Parlamento Español estos mismos días se vivió la hipocresía del feminismo radicalizado encarnado en las diputadas socialistas y comunistas movilizándose para desalojar sus escaños en un acto tan teatral como falaz.
En Estados Unidos, sin llegar a los deplorables niveles de la progresía socialista, cabría mencionar a varias senadoras de la izquierda norteamericana muy propensas a hacer guiños al feminismo más sectario, como la misma Hillary Clinton, o las senadoras californianas Barbara Boxer y Dianne Feinstein. Resultan éstas, sin embargo, bastante moderadas si las comparamos con las pupilas de María Teresa Fernández de la Vega y las muchachas comandadas por Leire Pajín. Ante tanta pose, el lector sabrá que fue precisamente con el Gobierno Aznar cuando el Senado y el Congreso de España estuvieron presididos por dos mujeres. Por lo mismo, ha sido bajo la Administración Bush cuando el Congreso y el Senado norteamericano han tenido mayor presencia de representantes femeninas en ambas cámaras de representantes, con un total de 109 elegidas: 68 mujeres congresistas y 14 senadoras.
Frente a la maquinaria propagandística del feminismo militante, en Estados Unidos contamos con mujeres que han llamado ya la atención ante los peligros de la radicalización del feminismo. Dentro de la misma academia, vale la pena reconocer los serios trabajos de mujeres ubicadas en un sano feminismo como Christina Hoff-Sommers en Who Stole Feminism? (1994), de significativo título al considerar que la militancia radical feminista había robado las bases del necesario esfuerzo inicial del feminismo más equilibrado. De igual modo, Elizabeth Fox-Genovese con su libro Feminism is not the story of my life (1996) también abrió ya el camino sobre la incongruencia de los reclamos del activismo radical.
Más recientemente, la ensayista y periodista Kate O´Beirne ha desenmascarado crítica y documentalmente la farsa de esos feminismos en su reciente libro Women who make the world worse (2005). Sostiene O´Beirne lo falaz del activismo liberticida actual en el que han devenido los iniciales y nobles esfuerzos iniciales de la liberación femenina. Para la autora, estamos en una lucha sin cuartel por parte de esas militantes por tergiversar el valor de instituciones e ideas básicas para Occidente como el individuo, la familia, la igualdad de oportunidades, la educación, el trabajo, la seguridad y otros aspectos de la vida manipulados por a miope confrontación del feminismo militante contra lo masculino, lo que en otro lugar y a modo de reseña de ese libro denominamos feminismos trasnochados.
Como ejemplos de la contradicción y los excesos de esa actitud radicalizada valdría recordar algunos datos que muestran la inexistencia del patriarcado anti-femenino. Vale citar que a día de hoy son ya más del 55% de estudiantes que son mujeres en las universidades norteamericanas. Cabría citar también la presencia femenina en puestos políticos de importancia y –contra lo que suelen predicar el feminismo de las izquierdas radicales- gracias a presidentes de la derecha liberal-conservadora: Lynne Martin, Carla Hills, Linda Chavez, Condoleezza Rice y Lynn Cheney, por citar sólo algunas.
Contra la insistencia de sus argumentos denigrando el capitalismo, no resulta muy difícil demostrar que es precisamente gracias al liberalismo económico y, en buena medida, a Estados Unidos que las mujeres tiene más oportunidades cada día. Gracias al proceso de modernización liderado por las economías capitalistas de Occidente tenemos todo un motor de cambios para la mejora de las condiciones de las mujeres. En lugar de seguir atacando a ese motor y seguir lamentándose por el pasado entero de la humanidad y la mal entendida opresión perpetua del patriarcado, las feministas radicales deberían moderar su visión y enfocarse en una exploración seria de un futuro prometedor para la mujer en el mundo.
Hace apenas cuatro meses Phyllis Chesler –feminista durante los últimos cuarenta años y una de las fundadoras de ese movimiento- escribió ya de la muerte del feminismo. Lo hizo en su reciente libro -tan recomendable como aclarador- titulado precisamente The Death of Feminism. Su diatriba, escrita desde el seno mismo de la militancia feminista, se encaminaba a desmitificar la farsa de esa radicalización y definiendo sin ambages ese movimiento como retrógrado, intelectualmente narcisista y hasta inmoral por no salir al paso del ataque en otras culturas –especialmente en la islámica- contra las mujeres. En el poso antinorteamericano, antisemítico y antioccidental del radicalismo feminista, los datos que aporta Chesler son por sí mismos suficientes para ver la hipocresía intelectual y política de dicho activismo.
Concluyamos: en el pasado el feminismo fue en buena medida un ejemplar movimiento a favor de la igualdad de la mujer. A día de hoy ese mismo encomiable esfuerzo se ha convertido en un errático radicalismo sectario por el que se ataca destructivamente bajo escondidas premisas ideológicas ligadas a las izquierdas políticas los conceptos tradicionales del matrimonio, la familia, la maternidad y aun las sanas y necesarias relaciones entre hombres y mujeres. Ante este panorama, las consecuencias de esa radicalización las empezamos a contemplar en nuestros días con la pérdida de apoyos a ese feminismo por parte de la juventud, con el aislamiento de esas propuestas exageradas en los enclaves elitistas del activismo universitario y con el rechazo no sólo del público general sino ya hasta de muchas mujeres.
Alberto Acereda es catedrático universitario, escritor y analista político, especialista en temas culturales transatlánticos y Miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua.
Colaboraciones nº 854 | 22 de Marzo de 2006
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