¿Fascismo en España?
¿Existe un fascismo en España? Cualquier observador diría, a primera vista, que no: no existe ningún partido, asociación o grupo de opinión que reivindique esa etiqueta y que posea una mínima proyección política o social. Existe, sí, un número indefinido y variable de grupúsculos y corpúsculos que se identifican con una estética aproximadamente neofascista, neonazi y hasta neofalangista, y que ocasionalmente manchan las paredes urbanas con pintadas y carteles, pero tales grupúsculos y corpúsculos son sumamente reducidos, carecen de representatividad social alguna y, desde luego, no puede decirse que constituyan una fuerza política. Sin embargo, todos los años aparecen en los escaparates —preferentemente, en los de las "grandes superficies"— decenas de libros que nos desvelan los "secretos" del fascismo español, sus oscuras maniobras, sus inconfesables propósitos. ¿Cómo es posible que se publique tanto material sobre un objeto, si no inexistente, sí al menos irrelevante? He aquí uno de los grandes enigmas de nuestro tiempo.
Las "revelaciones" de la literatura antifascista
Estos libros suelen aparecer siempre por las mismas fechas: en torno al 20 de noviembre, aniversario del fusilamiento de José Antonio y de la muerte de Franco, fecha litúrgica por excelencia de la extrema derecha en España. La literatura de la que hablamos es tan puntual en su aparición que se diría que marca ya una referencia fija del calendario comercial, del mismo modo que la primavera no empieza hasta que lo dice "El Corte Inglés". Estamos hablando de "libros", en plural, pero en realidad cabría hablar más bien del "libro", en singular, porque todos son el mismo: en todos hallamos las mismas fuentes, los mismos nombres, la misma estructura y hasta la misma sintaxis, frecuentemente incorrecta. No es extraño que sus autores se acusen mútuamente de robarse el material, dado lo exiguo del campo que año tras año roturan. Por fortuna para ellos, el abanico temático crece sin pausa a través de un procedimiento que podríamos denominar "alleganza de material de aluvión" y que funciona del siguiente modo: la literatura antifascista da pie a reportajes en prensa, igualmente estacionales; estos reportajes (más bien "recortajes", pues se trata de collages con recortes sacados de aquí y de allá) suelen limitarse a recopiar lo que se ha publicado en la mentada literatura, pero lo hacen con errores y tergiversaciones; tales errores, por último, son luego recogidos por los "autores antifascistas", en la edición del año siguiente, como "nuevas revelaciones". Así el floreciente negocio editorial se alimenta a sí mismo.
Un rasgo específico de la literatura antifascista es su carácter de ficha policial: lo esencial de su contenido es una ensalada de siglas (las de los mentados grupúsculos y corpúsculos) en correspondencia con una lista de nombres, también siempre la misma. En líneas generales, su objetivo invariable es sentar la existencia de lazos entre la violencia juvenil de ciertas tribus urbanas y los grupos de la extrema derecha política, de modo que un fenómeno social se "eleva" a la condición de fenómeno político. Pero como el pulso de la extrema derecha española es más bien mortecino, el autor, para añadir interés a la narración, ha de recurrir al siempre eficaz recurso de las "conexiones", es decir: establecer vinculaciones, por supuesto indemostrables (¿pero a quién le importa eso?), entre minúsculos grupos radicales y personalidades más o menos conocidas de la vida política, periodística, literaria, etc. Esta es una constante tan permanente en toda la literatura antifascista que se diría constituye una técnica esencial del género en cuestión. Y hay que reconocer que sus rendimientos en materia narrativa son excelentes. Por ejemplo: un salvaje skin apuñala a un inmigrante mogrebí; en la casa del skin se encuentra una revista con las siglas del grupúsculo "x"; en un fanzine editado por ese grupúsculo —o por otro de nombre similar— dejó su firma quince años atrás un adolescente que hoy es joven abogado; tal joven abogado es en la actualidad mano derecha de un veterano notario con aspiraciones políticas. Conclusión evidente: el mentado notario es, en realidad, un fascista que pretende utilizar a los skins como secciones de asalto. ¿Delirante? Lo es. Pero este argumento fue expuesto hace muy pocos años en un programa de televisión, y no dentro del ámbito de la "ficción", sino bajo la etiqueta de "Especial informativo". Ciertamente, no se trata de algo nuevo: en los Estados Unidos, en la época de la "purga" de MacCarthy, también se recurrió a establecer supuestas vinculaciones cogidas por los pelos entre los sospechosos de "actividades anti-americanas"; se bautizó a este procedimiento como "culpabilidad por asociación". El juego policial de la literatura antifascista termina alimentando las peores inquisiciones [1].
Toda inquisición necesita un "delator". Él es la fuente de la que brota la investigación, y de su calidad depende de que la búsqueda sea interesante o que sea una filfa. En el caso que nos ocupa, las fuentes esenciales de la literatura antifascista son cuatro o cinco personas, todas con nombres propios, todas las mismas en todos los casos, y todas ellas "fascistas", ya en retiro, ya en ejercicio. Tales fuentes no proporcionan eso que se llama "material de archivo" o "prueba documental", sino que se limitan a contar una historia; con frecuencia, su propia historia. Y, como suele ocurrir en estos casos, la fuente tiende a contar tal historia poniéndose a sí misma en el centro de los acontecimientos. Así, y gracias a la vehemente pluma del autor antifascista, llegamos a conocer de la enorme trascendencia que para la historia moderna de Occidente ha tenido cierto oscuro personaje que en su agitada vida política ha transitado por una docena de grupúsculos cuyo número de militantes no ha superado en ningún caso el centenar, y cuya repercusión objetiva en la vida social, si hubiera de ser cuantificada, se reduciría a cero.
Esto exige un breve excurso. En 1905, el venerable Ernest Dupré acuñó el término mitomanía para definir toda una familia de afecciones psíquicas consistentes en la invencible tendencia del sujeto a elaborar mentiras y fabulaciones. El mitómano, por lo general, es un sujeto mediocre que necesita inventarse su propia autoepopeya para no ahogarse en el hastío de una existencia sin horizontes. Hay mitómanos en todas partes, y algunos ocupan lugares bien visibles, pero el tipo mitomaníaco es particularmente frecuente en grupos cerrados y reducidos, ya sea porque en ellos puede imponer su autorrelato, ya porque ahí se dan cita otros mitomaníacos dispuestos a escucharle a cambio de ser escuchados. En sus comportamientos políticos, el mitómano experimentaría —de forma sincera, y ahí reside la patología— que la Historia corre por sus venas, que sus movimientos son decisivos, que figura entre los hombres importantes del mundo, que sus contactos con gentes de alto rango han dejado en éstas una imborrable impresión. Aunque hay mitomaníacos de todas las tendencias y de todas las ideologías, quizá sea cierto que el tipo mitomaníaco es especialmente abundante en la ultraderecha contemporánea, lo cual se debería a una mala digestión de conceptos como "hombre superior" o "jefe providencial", pues nada hay tan angustioso como verse obligado a aparentar grandeza cuando uno es diminuto. Esto, que vale para el sujeto que se ensalza a sí mismo colocándose en el centro de la Historia universal, vale también para el sujeto que aspira a conmover los cimientos del mundo poniendo por escrito la triste historia de un mediocre. Dupré, que todavía no conocía la literatura antifascista, distinguía una mitomanía vanidosa, una mitomanía maligna y una mitomanía perversa, cada una de las cuales correspondía, respectivamente, al complejo de inferioridad, a la voluntad de dañar al prójimo y, por último, a las inclinaciones lúbricas o venales. Sin descartar la ocasional intervención de una mitomanía de tipo perverso, estamos en condiciones de aseverar que la literatura antifascista, en buena parte de los casos conocidos, brota de la colusión de una mitomanía vanidosa (la de la fuente) y otra mitomanía maligna (la del escribidor). La confluencia de dos patologías indomeñadas podría explicar, por otra parte, el tirón popular de estas narraciones.
Naturalmente, el subgénero literario que nos ocupa tiene sus propias reglas de estilo. Así, todo periodista, gacetillero e incluso escritor profesional que quiera adentrarse en el exitoso negocio de la literatura antifascista debe respetar escrupulosamente esta ley incontrovertible: el autor debe imperativamente situarse en el papel de Deus ex machina de la narración, sin citar jamás las verdaderas ideas de los personajes mencionados. Los novelistas saben bien cuán irritante resulta comprobar que el excesivo apego a la realidad nos ha frustrado una buena historia. Por eso el literato antifascista debe eludir cuidadosamente cualquier mención específica de las ideas, textos o declaraciones reales de los personajes que pueblan la trama de la narración. ¿No sería lamentable que una determinada idea de un determinado sujeto impidiera incluir su nombre en la nómina de sospechosos? Lo sería, sin duda; de ahí que los personajes mencionados en la literatura antifascista sean, por lo general, entes mudos que sólo hablan a través del autor. Por otra parte, nada tan áspero como esa pedante manía universitaria de citar los textos reales de los personajes mencionados, enojosa servidumbre que, además, obligaría al talentoso autor a desperdiciar su tiempo en lecturas inútiles. Resulta mucho más efectivo —o sea, mucho más "impactante"— acumular nombres propios en función de lo que al autor le interesa señalar: las ya mencionadas "conexiones", y no en función de lo que cada personaje realmente dice y es. El recurso permite, por ejemplo, ofrecer al lector un apasionante relato en cuyo índice onomástico aparecen, en fraternal confusión, José María Aznar, Adolfo Hitler, Gonzalo Fernández de la Mora, los Ultrasur, Ross Perot, Mussolini, Aleix Vidal-Quadras, el Frente Atlético, Jorge Verstrynge, Ricardo Sáenz de Ynestrillas, Fernando Sánchez Dragó, Tejero y un servidor de ustedes.
Es verdad que esto obliga a la literatura antifascista a renunciar a cualquier pretensión de validez científica, pues de entrada se ha obliterado un elemento esencial en la literatura académica, a saber: la probidad de unas fuentes mencionadas explícitamente, plúmbeo trámite que, de haber sido satisfecho, habría arruinado tan fantástica historia. Del mismo modo, el autor antifascista también ha de resignarse a que su obra carezca de relevancia informativa, pues en su búsqueda desesperada del "impacto" ha sacrificado la víscera cordial del periodismo, que es la información veraz, y la ha sustituido por la simple sospecha infundada. Pero nada de todo esto habría de suponer una seria censura literaria para el subgénero que aquí estamos comentando si no fuera porque, además, estos libros están muy mal escritos. Y eso sí que es imperdonable.
Con todo, en la literatura antifascista, pese a su indigencia ética y estética, hay tres elementos que merecen ser revisados con atención. El primero es su inevitable conclusión, a saber, el hecho de que en España no existe verdaderamente una "fuerza fascista" digna de ser tenida por tal, conclusión que el lector, pese a los esfuerzos de los autores, termina extrayendo a poco que lea atentamente estos relatos. El segundo elemento es el propio hecho de que esta literatura exista: si el fascismo no deja de ser una amenaza remota, si ya perdió una guerra y desde entonces no ha levantado cabeza, si hoy ha quedado confinado en reducidísimos guetos, ¿a qué tanto empeño en dibujar los contornos de un fantasma? Y el tercer elemento que suscita interés es el mundo que estos libros describen, las alcantarillas donde se remueve la confusión informativa, esa selva urbana donde nace el suceso criminal que luego permite construir la fábula; ahí existe un problema, ciertamente, aunque nuestros literatos yerren el tiro. Merece la pena comentarlos uno a uno, detenidamente.
¿Fascismo en Europa?
Vayamos al primer elemento de interés. ¿Por qué no hay fascismo en España? La propia pregunta encierra una trampa para elefantes, pues nos hace creer que en otras latitudes sí hay "fascismo". Ahora bien, con excepción de ciertos grupos nacidos del caos post-comunista en la Europa del Este, no puede decirse que en nuestro continente existan fuerzas políticas relevantes que, en rigor, admitan la etiqueta de "fascistas", y quienes habitualmente pasan por tales, que son el Frente Nacional francés y la Alianza Nacional italiana, no lo son propiamente hablando.
¿Qué quiere decir "fascismo"? Al margen de la trampa sovietizante de considerar "fascistas" a quienes no están de acuerdo con uno, todos los politólogos saben que el fascismo, históricamente considerado, es un ente difícilmente aprehensible. El fascismo propiamente dicho nació en Italia como una forma de nacionalismo radical que predicaba un corporativismo autoritario con tendencia al totalitarismo. Su éxito despertó formas imitativas en otros puntos de Europa, pero cada cual aportó sus conceptos específicos. Por ejemplo, el nacionalsocialismo alemán se fundamentaba en una teoría racial que el fascismo italiano desconocía. Del mismo modo, el nacionalsindicalismo español mostraba unos acentos organicistas y católicos que no existían ni en Italia ni en Alemania, e inversamente, en el "fascismo" español no aparecen trazas sólidas de discurso racial. ¿Pueden todas estas experiencias políticas definirse bajo el común denominador de "fascismo"? Aquí nos encontramos con lo que tantas veces ha dicho Juan José Linz: para el historiador, cada régimen es un caso único, pero el politólogo está obligado a buscar los elementos comunes, conceptualizarlos y reducir toda la inmensa variedad de los regímenes políticos a unos cuantos tipos principales. Como cualquier intento por clasificar a los fascismos nos hundiría en una casuística inagotable, y no es ese el objeto de este texto, podemos acogernos al cómodo recurso del "fascismo genérico" y, siguiendo a Nolte, considerar "genéricamente fascistas" a todos los movimientos políticos que comparten las siguientes seis notas características: antimarxismo, antiliberalismo, anticonservadurismo, principio del liderazgo, un ejército del Partido y el totalitarismo como objetivo [2]. Si falta cualquiera de estas características, no puede hablarse propiamente de fascismo; si están todas, puede hacerse.
Desde este punto de vista, tanto el Frente Nacional como la Alianza Nacional o el austríaco Partido Liberal de Haider (una de las más recientes "bestias negras" mediáticas) se diferencian de los "fascismos" clásicos en una larga serie de rasgos fundamentales: todos ellos admiten abiertamente —y no tiene mucho sentido dudar de su sinceridad— el vigente sistema de partidos, mientras que los fascismos implantaron modelos de partido único; todos propugnan políticas económicas de carácter liberal-capitalista, mientras que los fascismos ponían el acento en el control estatal; todos son partidarios del actual status geopolítico bajo liderazgo norteamericano, mientras que los fascismos aspiraban a desplegar una potencia militar propia. Además, entre el Frente Nacional, el Partido Liberal y la Alianza Nacional existen también notables diferencias, tanto en su génesis como en el lugar que ocupan en sus respectivos mapas políticos nacionales. El Frente Nacional surge en torno a un personaje, Le Pen, que logra aglutinar a las dispares familias de la ultraderecha francesa, desde el integrismo católico hasta el neofascismo, pasando por los nostálgicos de Vichy, la tradición populista y los nacionalistas de la "Francia sola"; cobra impulso apoyándose en un serio problema social, el de la inmigración, frente al que reacciona con un discurso xenófobo; sus posiciones populistas le reportan la simpatía de un amplio sector de las clases menos favorecidas que antes votaba a la izquierda comunista; por último, su deliberada automarginación del "consenso" partidista le convierte en blanco de las invectivas del sistema, que señala a Le Pen como peligro público; todo ello hace que no se le pueda considerar como alternativa de gobierno. El fenómeno de Haider en Austria, aunque su protagonista se ha esforzado en diferenciarse de Le Pen, tiene mucho que ver con el caso francés. Respecto a la Alianza Nacional italiana, surge del aggiornamento de un partido, el MSI, que representaba explícitamente la herencia del fascismo de Mussolini; cobra impulso a partir de un problema no social, sino político, cual fue el colapso del sistema partitocrático italiano a partir de 1993; su discurso relativamente moderado y su denuncia de la corrupción le procuran el apoyo de amplios sectores de las clases medias que antes votaban a la Democracia Cristiana; por último, el desprestigio general de la vieja clase política italiana ha permitido que la Alianza Nacional, pese a las naturales censuras de la izquierda, posea una imagen de fuerza presentable, no "maldita"; todo ello hace que sí pueda considerarse como una alternativa de gobierno. Añadamos que entre ambas fuerzas existe una última diferencia en absoluto irrelevante: mientras que el Frente Nacional experimenta regularmente la disidencia de los pragmáticos, que preferirían bajar el tono de la demagogia populista en beneficio de cobrarse mayores opciones de gobierno, la Alianza Nacional ha de sufrir las disidencias de los radicales, que preferirían recuperar ciertos principios ideológicos aunque fuera a costa de perder poder real [3].
Así las cosas, hablar de "fascismo" para calificar a la Alianza Nacional, al Partido Liberal o al Frente Nacional resulta simplemente falaz desde el punto de vista politológico. En el caso italiano podría perfectamente hablarse de post-fascismo, tal y como ha sugerido su propio líder, Gianfranco Fini, pues aquí estamos ante un grupo que recogía expresamente la herencia del fascismo mussoliniano y que se ha convertido deliberadamente en otra cosa; un post-fascismo estrictamente paralelo a ese otro post-comunismo que caracteriza a los viejos Partidos Comunistas, como el italiano, reconvertidos en izquierda socialista y democrática tras el autodesplome de la Unión Soviética. Respecto al caso francés, hablar de fascismo o de postfascismo no tiene demasiado sentido, pues en Francia no ha existido un fascismo histórico ni el Frente Nacional defiende posiciones propiamente fascistas; incluso sus actitudes xenófobas, que tantos reproches —pero también tantos votos— le reportan, no responden exactamente a una doctrina de tipo nacionalsocialista, pues no reposan sobre una lógica de supuesta jerarquía racial, sino que se derivan de una reacción psicológica de exclusión frente a unos cambios sociales percibidos como excesivamente bruscos. En realidad, tanto el Frente Nacional y el Partido Liberal como la Alianza Nacional han de ser considerados no como partidos "fascistas", sino como partidos de derecha radical (en los dos primeros casos, más radical que en el otro), que han prosperado gracias a circunstancias sociales muy concretas y específicas en cada país. Ese es su verdadero estatuto.
¿"Fascismo" en España?
El caso español es distinto del italiano, y también del francés. No hay en la actualidad grandes partidos de derecha radical, aunque sí existe una larga tradición autoritaria en la derecha. Tampoco hay, propiamente hablando, una versión nacional del fascismo, y las causas que en su momento lo impidieron ya las explicó Ramiro Ledesma Ramos en una obra que se llamaba, precisamente, ¿Fascismo en España? Por cierto que el anarquista Joaquín Marín, en Hacia la segunda revolución (1935), venía a coincidir con las tesis de Ledesma. En realidad, lo que en España más se pareció al fascismo, pero a distancia, fue el nacionalsindicalismo falangista de la preguerra, luego absorbido por el magma del régimen de Franco. Y Franco no instauró un régimen propiamente fascista, ni siquiera nacionalsindicalista [4], sino un autoritarismo inspirado en las doctrinas de la derecha tradicional.
Con esos antecedentes, la pregunta verdaderamente interesante no es por qué no hay fascismo en España, sino más bien esta otra: ¿Por qué en nuestro país no existen actualmente fuerzas importantes de derecha radical que hayan recogido la herencia de la derecha autoritaria local, y concretamente del régimen del general Franco, que de tal cosa es la expresión más acabada en España? Al fin y al cabo, el franquismo es la única experiencia dictatorial de la derecha europea que ha terminado "bien": no se la llevó la posguerra, como a los regímenes gemelos de Hungría, Polonia o Rumanía; sus logros sociales y económicos son evidentes, muy superiores a los de las dictaduras comunistas que le fueron contemporáneas, y comparables a los que alcanzaron las democracias europeas de esa misma época; además, el sistema autoritario español se pudo mantener en el poder durante más tiempo que ningún otro y sin sufrir una oposición interior masiva; por último, el régimen se deshizo por sí solo a la muerte del dictador y sobre la base de la legalidad por él establecida, sin que lo tumbara una revolución como la portuguesa o violentos conflictos intestinos como los que acabaron con el "régimen de los coroneles" en Grecia. El régimen de Franco duró casi cuarenta años, puede reclamar la paternidad de la modernización económica de España, e incluso definió una estructura jurídico-política singular para intentar compensar por algún lado la evidente merma de libertades civiles. ¿Cómo es posible que los criterios políticos e ideológicos de ese régimen no hayan encontrado herederos que pretendan prolongar su legado tras la muerte del dictador?
La respuesta es múltiple. En primer lugar, a la muerte de Franco ninguna de las fuerzas históricas que encabezaron la sublevación de 1936 estaba ya en condiciones de ejercer liderazgo social alguno: la Falange, que nominalmente era el partido del régimen, fue doblegada sucesivas veces a lo largo del mismo, pero se acomodó perfectamente a una situación de privilegio y, quizá por eso, no se preocupó jamás por esbozar formulaciones teóricas adaptadas a los tiempos nuevos, de modo que en 1975 —y aún hoy— decía y pensaba lo mismo que en 1936; la Iglesia, único vencedor total de la guerra civil y único poder que realmente obtuvo de Franco todo lo que solicitó, dejó de ser fiel al Caudillo a partir de los años sesenta e incluso prestó cobertura a quienes auspiciaban cambios radicales, hasta el extremo de jugar un destacadísimo papel en la transición; respecto a los carlistas, su opción política había dejado de tener sentido desde el momento en que la rama pretendiente renunció a sus derechos. En segundo lugar, las elites políticas que gobernaron los "años de oro" del régimen, desde 1957 hasta 1975, y que podían haber prolongado la herencia política del general, se esforzaron por adaptarse a una situación política comparable a la de las democracias europeas: tanto las figuras "aperturistas" del régimen como el "aparato" del Movimiento Nacional, de cuyas promociones más jóvenes saldrían luego ministros, presidentes del Gobierno y hasta ponentes constitucionales, encabezaron fuerzas políticas de carácter conservador, liberal o "centrista" muy alejadas de los propósitos del Estado de las Leyes Fundamentales; respecto a los teóricos más jóvenes de este Estado, alguno de ellos fue apartado del juego por quienes pretendían enarbolar la herencia de Franco antes incluso de que el dictador muriera. Y en tercer lugar, y en la práctica, la verdad es que el régimen tuvo el heredero que el propio Franco quiso: la Monarquía encarnada en la persona de Don Juan Carlos, y las transformaciones que éste efectuara después sobre el legado del dictador es harina de otro costal. Así, lo que se denominó "franquismo sociológico" halló continuidad, tras la muerte de Franco, en el sucesor que Franco había elegido y en unas fuerzas políticas que, dirigidas por relevantes personalidades del régimen, pactaban una transformación total del Estado. Si después de Franco no hubo un "franquismo", eso fue, en primer lugar, porque Franco no quiso, y después, porque los franquistas más relevantes tampoco quisieron. En buena medida, en eso consistió la transición.
Hay también, por supuesto, motivaciones de carácter social y cultural en ese asombroso hecho de que el franquismo no haya encontrado continuadores políticos. Ambas pueden reducirse a esta: el franquismo no fue capaz de proponer una ideología propia que proveyera de un cauce político específico a los cambios sociales que él mismo estaba impulsando. En efecto, el gigantesco impulso económico e industrial que vivió España, sobre todo desde finales de los años cincuenta, tuvo por evidente objetivo dotar al país de niveles de prosperidad semejantes a los de las otras naciones europeas. Se desataba así una "sed de homologación", todavía hoy vigente, que cifraba como bien supremo el ponerse a la altura del resto de Europa. Ahora bien, esa homologación no podía ser sólo económica, sino también social, porque el desarrollo económico lleva consigo la adopción de nuevos comportamientos individuales y colectivos, de nuevas expectativas y de nuevas aspiraciones. Y esa homologación social, a su vez, exige una homologación política, porque los cambios en los comportamientos sociales exigen cambios paralelos en los canales de participación ciudadana en la vida pública. De lo contrario, se generaría una situación semejante a la de una olla a presión desprovista de válvulas de escape. Pues bien: el franquismo, que de hecho alcanzó la homologación económica y que se acercó mucho a la homologación social con el resto de Europa, no fue capaz de crear vías de homologación política. Lo que más se aproximó a ese objetivo fue el Estado de las Leyes Fundamentales: un Estado de Derecho autoritario, pero de Derecho al fin y al cabo [5], que proveía márgenes —ciertamente estrechos— para las libertades públicas y que también establecía vías concretas de participación popular en el poder a través de la famosa "democracia orgánica". Pero el Estado de las Leyes Fundamentales jamás fue una realidad completa: tardó más de diez años en ponerse en pie, entre otras cosas por las reticencias del propio régimen; la democracia orgánica resultó ser más orgánica que democrática y no logró nunca satisfacer las demandas reales de participación ciudadana; por último, y tras la muerte de Franco, la idea fue abandonada tanto por la derecha constitucionalista del 78 como por los propios "nostálgicos" del régimen.
Hoy, a casi medio siglo de distancia, causa estupor el hecho de que el régimen de Franco no desarrollara una teoría completa de su concepción del Estado, ni que concediera a sus teóricos el estatuto de doctrinarios oficiales de aquel sistema político. Puede entenderse que no se entregaran a tareas doctrinarias la Falange o el Requeté, cuyos planteamientos habían sido superados por la historia, pero que visiblemente no sentían la necesidad de adaptarse a una realidad que nominalmente dominaban. Es mucho menos explicable, por el contrario, el hecho de que los responsables de los "años de oro" del franquismo no experimentaran sino muy raramente la necesidad de dotarse de una cobertura ideológica que fuera más allá de lo jurídico. Tal negligencia ideológica obedece, sin duda, al carácter del propio régimen, nunca muy dado a las efusiones intelectuales y más preocupado por obtener resultados prácticos —rasgo en el cual, por otra parte, se resume muy bien el talante clásico de la derecha española—. En todo caso, esa inexistencia de una "ideología franquista" propició el hecho de que después, tras la muerte de Franco, los franquistas no supieran exactamente qué es lo que tenían que defender: ¿La monarquía? ¿La unidad nacional? ¿La economía de mercado? ¿La moral cristiana? Todo eso podía defenderse igualmente desde fuera del franquismo, e incluso contra él. Y esta es otra de las razones por las que en España no ha existido una derecha autoritaria capaz de gozar de una mínima proyección social.
En fin, la derecha radical, en la España reciente, no ha gozado jamás de buena salud por la sencilla razón de que la derecha no necesitaba tal radicalidad. Y cuando se ha recurrido a ella, el español de derecha, que ante todo es una "persona de orden", ha desaprobado abiertamente el intento. De manera que la llamada ultraderecha española, vacía de ideas adaptadas a los tiempos, huérfana de líderes presentables, expulsada del templo de la transición y del consenso (por méritos propios), se dedicó a vegetar en guetos cada vez más angostos. Ni siquiera el Golpe de Estado de 1981 puede considerarse obra suya: todavía han de pasar muchos inviernos hasta que el ciudadano común sepa exactamente qué pasó el 23-F, pero, según todos los indicios, en aquel cruce de maquinaciones y contramaquinaciones hubo de todo menos una conspiración de "fascistas". Todos los grupos de la antigua derecha radical española pertenecen hoy a la órbita de lo extravagante: la Falange, escindida en diversos grupúsculos, se dedica a reivindicar ora el personalismo cristiano, ora el socialismo tercermundista de los años cincuenta y sesenta, todo ello aderezado con las inevitables protestas de antifranquismo; los carlistas, igualmente escindidos, oscilan entre un reaccionarismo de cura trabucaire y un neorruralismo simpático, pero poco efectivo; los integristas católicos, aún ignorantes de que están defendiendo una religión en la que Roma ya no cree, gastan su tiempo en evocar un mundo que nunca más existirá. Respecto a los franquistas puros y simples, cuyo número desciende por mera ley de Natura, siguen apelando a una vaga nostalgia de paz y orden mientras, aterrados, contemplan cómo a su alrededor se agrupan vociferantes niñatos rapados que dicen ser "fascistas". Y el mundo, como es natural, se les cae encima —a unos y a otros. Pero de eso hablaremos después.
El hecho, en fin, es que en la España de nuestros días no hay "fascismo" —ni propiamente dicho, ni acusado de tal— por todas estas razones: porque su única fuente posible de inspiración histórica, que es el régimen de Franco, no fue fascista; porque las transformaciones socioeconómicas que el país experimentó bajo el franquismo, lejos de crear masas proletarias que pudieran movilizarse en torno a un discurso de tipo fascista, creó una extensa clase media de carácter moderado; porque esas clases medias, aun en los casos en que pudieran identificarse como "franquistas", se hallaron perfectamente representadas por las elites que, nacidas del franquismo, dirigieron el proceso de transición; porque las doctrinas que inspiraron el alzamiento del 18 de julio fueron incapaces de evolucionar conforme a la marcha de los tiempos; porque el planteamiento teórico que mejor se identificaba con el espíritu del franquismo, a saber, el discurso de las Leyes Fundamentales, nunca fue adoptado como cobertura ideológica por el propio régimen. Todo eso ha hecho de la ultraderecha una mera anécdota política.
Cuando se dice que "la extrema derecha se esconde en el Partido Popular" —algo que la izquierda sostiene con mucha frecuencia—, se está diciendo una verdad a medias, o mejor dicho, se le está dando la vuelta a la verdad: la "extrema derecha" española, entendiendo por tal a los nostálgicos del franquismo o a sus herederos doctrinales, están en el PP, como antes estuvieron en la UCD, porque estos partidos han sido los beneficiarios directos de la moderación de las clases medias, una moderación que a su vez arranca de los logros socioeconómicos del régimen de Franco y que hace banal cualquier extremismo; el Franco que esa "extrema derecha" podría añorar no es, ciertamente, el caudillo victorioso de 1936, sino el apacible abuelo de traje gris que inauguraba pantanos y abría factorías. En España no hay "fascismo" porque lo más parecido a un "fascismo" que por aquí ha habido salió relativamente bien, al menos desde su punto de vista, y salió bien justamente porque no fue "fascista", sino "burgués". Y no es lo mismo una clase media arruinada y proletarizada, dispuesta a cualquier exceso autoritario, que una clase media aburguesada y acostumbrada a la prosperidad, celosa del orden, pero reacia a cualquier forma de radicalismo. En cierto modo, y con todos los matices que el lector quiera, la verdad es que, en una perspectiva histórica de largo plazo, el franquismo vacunó a España contra el fascismo. Vacunó: del mismo modo que una pequeña porción controlada de un determinado agente vírico sirve para neutralizar los efectos de ese virus, así el franquismo ha hecho que en España no exista una "tradición fascista". Las cosas son así.
Esto, por supuesto, no quiere decir que en España no termine naciendo, en plazo más o menos breve, una fuerza política específicamente de derecha —en absoluto una fuerza "fascista"—, del mismo modo que en Francia ha nacido el FN o la AN en Italia. Pero no parece que tal cosa vaya a ser inmediata. De hecho, en nuestro país existen experiencias que han tratado de importar los esquemas franceses e italianos, pero nunca han salido del ámbito de la miniatura. Y es que para que unos partidos de estas características cobren arraigo social deben darse una serie de condiciones previas, debe existir una razón que haga inevitable su surgimiento. Esas razones suelen provenir de los cambios que están viviendo nuestras sociedades. Se trata de cambios de carácter ora sociológico, ora político, pero que, en cualquier caso, los partidos establecidos parecen incapaces de afrontar con éxito. Por eso surgen actores políticos nuevos cuya génesis obedece a causas locales específicas: en Italia, la razón fue la ruidosa quiebra del sistema partitocrático; en Francia y en Austria, los problemas introducidos por una errónea política de inmigración. No muy distinta es la lógica que ha hecho aparecer, en la órbita de la izquierda, grupos ecologistas que con mayor o menor fortuna reaccionan frente a los abusos de la industrialización. Pues bien: ¿Cuál sería la causa local específica que podría hacer surgir entre la derecha española un agente político nuevo? La derecha española parece demasiado cómoda en el interior del neocentrista Partido Popular como para lanzarse a una aventura si no hay una causa externa que lo justifique. Esa causa no puede ser la crisis del sistema, como en Italia, porque nuestro sistema de partidos, aunque también ha tenido sus escándalos, parece bastante sólido. Tampoco existe entre nosotros un problema acuciante respecto a la inmigración, como en Francia, aunque pueda existir en breve plazo si no se cambia la Ley de Extranjería. Los recientes sucesos de El Ejido, aunque muy graves, no son moneda común; por otra parte, si estos sucesos han demostrado algo es, precisamente, que no puede establecerse una vinculación directa entre xenofobia social y fascismo político, pues lo que allí se ha vivido ha sido una reacción social espontánea, sin que medie orientación ideológica o política previa. Sin embargo, sí existe en nuestro país un problema estructural que podría empujar a alguien en la derecha a separarse del consenso vigente: se trata del problema territorial, y muy especialmente el creciente peso de los nacionalismos periféricos, entregados a una aguda dinámica de progresiva desespañolización de sus respectivas regiones. Tal problema sí podría constituir una plataforma para la derecha clásica española, que siempre ha mantenido una idea centralista y un punto jacobina de la estructura estatal. Por supuesto, tampoco faltará quien llame "fascista" a este partido. Pero, en rigor, de "fascista" no tendría nada.
Las razones de la moda neoantifascista
Pero si Le Pen no es propiamente fascista, si Fini tampoco lo es, si en España no hay fascismo y lo que pudiera surgir de entre la espesura doctrinal de la derecha tampoco lo sería, ¿a cuento de qué viene amagar con el retorno del lobo? Habíamos mencionado antes un segundo elemento de interés en la literatura antifascista: el propio hecho de que exista. Y de eso corresponde hablar ahora.
Es sorprendente constatar que, de un tiempo a esta parte, la literatura antifascista está conociendo una sorprendente floración en todos los países de la Europa del Oeste. Hay que decir que el género nació en Francia, nación de acreditado ingenio, y lo hizo ya con todos sus rasgos constitutivos: estructura de ficha policial, recurso a la "culpabilidad por asociación", cuidadosa elusión de referencias concretas a las ideas realmente expuestas por los "sospechosos", etc. En Francia, donde todo es abundante, tanto el genio como la estupidez, esta literatura ha venido acompañada en los últimos años por ruidosas plataformas que so pretexto de "llamamientos a la vigilancia" han pretendido —y, en buena medida, conseguido— reducir al silencio a los intelectuales "políticamente incorrectos". Pero en el pecado han llevado la penitencia, porque tales "llamamientos", por abusivos, han conducido también a muchos observadores a preguntarse por la causa de semejante furor. En efecto, ¿de dónde nace tamaña furia antifascista si fascismo, lo que se dice fascismo, ya no hay?
El finado François Furet lo constató con mucho acierto: "El antifascismo nunca ha estado tan extendido ni ha sido tan poderoso como después de que el fascismo fuera derrotado en 1945 (...) La posteridad se sorprenderá, sin duda, de que las democracias hayan inventado tantos fascismos y amenazas fascistas después de que los fascismos hayan sido vencidos" [6]. Y la posteridad, si es que posteridad nos queda, se preguntará cómo ha sido posible eso. ¿Cómo puede existir un antifascismo sin fascistas? Pierre-André Taguieff ha esbozado un apunte de respuesta: caído el Muro de Berlin, la izquierda, que se ha quedado vacía de ideas, pero que sigue conservando una posición dominante en el mundo intelectual, reconstruye el "frente antifascista" de los años treinta con la esperanza de que sirva como plataforma desde la que recuperar el protagonismo social perdido [7]. Y como la iniciativa coincide con la súbita soledad de Occidente, que se ha quedado sin su enemigo del Este, y como además —y por fundadas razones— nadie desea verse tildado de "fascista", la aparición de un nuevo enemigo tan omnipresente como fantasmal nos ha venido a todos como anillo al dedo.
Pero vayamos por partes. ¿Estamos asistiendo realmente a un revival de la estrategia antifascista desplegada por los comunistas en los años treinta? Hagamos memoria: hacia 1934-35, la Unión Soviética, que hasta entonces había defendido la tesis de que las democracias capitalistas y el fascismo eran esencialmente idénticos [8], giró en sus posiciones y empezó a defender una alianza táctica con las fuerzas burguesas de izquierda, alianza que se materializará en los "frentes populares". A partir de ese momento, el mundo se divide en fascistas y antifascistas, y el campeón del segundo campo, el de los "buenos", es la Unión Soviética de Stalin. El argumento permitirá a Stalin cumplir simultáneamente dos objetivos: en primer lugar, ocultar el horror de su propio sistema; complementariamente, ganar miles de voluntades para reforzar los proyectos geopolíticos de Moscú. Toda la gran estafa de los "intelectuales antifascistas" de aquella época nace precisamente de esa trampa dialéctica fascismo/antifascismo: para no "hacer el juego al fascismo", la intelligentsia progresista enmudecerá sobre lo que está pasando en los países comunistas. El hoy venerado Bertolt Brecht escribe en los años treinta: "En lo que concierne a los procesos (de Moscú), estaría perfectamente fuera de lugar hablar de ellos adoptando una actitud hostil a la Unión (soviética) que los organiza, aunque sólo fuera porque tal actitud se mudaría muy pronto, automática y necesariamente, en una actitud de hostilidad hacia el proletariado ruso amenazado de guerra por el fascismo mundial y también hacia el socialismo que allí se está levantando" [9]. Hoy han cambiado los protagonistas del drama, sus móviles y el contexto, pero la idea es la misma: construir una ficticia plataforma con el antifascismo como mínimo común denominador.
Ahora bien, entre aquel veteroantifascismo de los años treinta y el neoantifascismo contemporáneo, o antifascismo póstumo, hay diferencias muy importantes, como ha explicado Alain de Benoist [10]. La primera y decisiva es que cuando hoy se llama "fascista" a alguien no se está haciendo referencia a un fenómeno histórico real, sino que el término funciona más bien como un operador de descalificación en sentido global y genérico, sólo inteligible en el marco cultural que nos rodea, en el imaginario de nuestro mundo mítico-político. Así pueden ser "fascistas", simultáneamente y sin mútua contradicción, un navajero skin, Pol Pot, Pinochet, ETA, la legislación anti-tabaco norteamericana, Stalin y el vecino del quinto que maltrata a su mujer. Y es que la invocación del "fascismo", en el contexto contemporáneo, no funciona como etiqueta política, sino como maldición: se trata de arrojar sobre el adversario la sombra de un mito incapacitante que produce repulsión en el espectador. De este modo, el antifascismo ya no se basa en una constatación objetiva del tipo "Mengano es fascista", lo cual exigiría explicar por qué, sino que ahora se reduce a una simple imputación moral que, como tal, ni siquiera necesita ser demostrada.
Estamos moviéndonos en plena teología política, o mejor dicho, en plena demonología político-moral. El neoantifascismo es "una demonología", escribe Pierre-André Taguieff [11]. En efecto, y como dice Ernst Nolte, "la oposición actual al nacionalsocialismo, oposición tardía y sin ningún riesgo, se ha convertido en un sustituto de la religión" [12]. A falta de un Bien comúnmente aceptado, hemos inventado un Mal unánimemente execrado: "En un mundo que ha aprendido a desconfiar de la idea de bien absoluto, pero que continúa necesitando más que nunca la idea de un mal absoluto, el neoantifascismo representa una cómoda forma de profesar una moral mínima", escribe De Benoist [13].
La primera consecuencia de esta mitificación del término "fascismo" es que, ahora, cualquiera puede ser fascista. "El neoantifascismo se caracteriza porque sin cesar extiende el campo de lo que estigmatiza como "fascismo", escribe Pierre-André Taguieff [14]. Así, y pasando al ámbito ideológico-político, ya no se trata sólo de cazar fascistas stricto sensu, pues de esos casi no quedan, sino que ahora la elástica etiqueta puede aplicarse a cualquiera que defienda posiciones poco ortodoxas respecto al consenso dominante. El resultado es que lo "fascista", a fuerza de diluirse, pierde toda significación concreta. Por poner ejemplos muy concretos, señalemos que en España se ha acusado de "fascismo" a personas que han defendido ideas tan dispares como la intervención de la herencia genética en el cociente intelectual, la preeminencia de la Ley de Dios a la hora de regular los comportamientos humanos, el carácter inferior del arte contemporáneo respecto al arte clásico, la existencia de un pueblo indoeuropeo originario, la afirmación de que el "terror rojo" durante nuestra guerra civil fue más sangriento que el "terror azul" o la constatación de que la democracia liberal de partidos no atiende adecuadamente las aspiraciones populares de participación política. ¿Son éstas ideas fascistas? No. Pero eso da igual. Hoy nadie reivindica el fascismo, pero éste se presume en cualquiera —y la presunción aumenta a medida que disminuye la reivindicación. Constatemos un hecho llamativo: en España, los autores antifascistas, a la hora de denunciar actitudes "peligrosas", han acometido contra universitarios que engordan sus posaderas estudiando la arqueología indoeuropea, contra periodistas fascinados por el comunitarismo americano o contra académicos empeñados en escribir tratados de Filosofía Natural, pero jamás han dicho ni una palabra sobre los partidos políticos que aplican programas de segregación cultural en ciertas regiones españolas, ni sobre los gobernantes que en época reciente prescindieron de la ley para hacer de su capa un sayo en nombre de una Razón de Estado entendida —y muy mal entendida— como cal viva. Y es que la función de la literatura antifascista no es realmente iluminarnos sobre el nacimiento de un supuesto fascismo, sino estigmatizar a un sector de la opinión, en este caso la derecha genérica, arrojando sobre ella la sombra del mito maligno.
Esta constatación nos indica con claridad dónde se sitúa el principal motor de esta nueva demonología social, y aquí retornamos al asunto de la estrategia izquierdista. Thierry Wolton ha descrito el antifascismo contemporáneo como "el mayor factor de unión común entre una izquierda nostálgica del marxismo-leninismo" [15]. J.-F. Revel coincide en que el neoantifascismo "sirve de sucedáneo a los censores que han quedado huérfanos tras la pérdida de ese incomparable instrumento de tiranía espiritual que era el evangelio marxista" (Le Point, 10-junio-1995, p.99). En efecto, hoy, como en los años treinta, es la izquierda la que ha despertado al fantasma. Pero con otra diferencia esencial: el beneficiario del neoantifascismo ya no es el sovietismo, que ha muerto, sino al contrario, la sociedad establecida y su ideología burguesa, que era exactamente lo que el viejo antifascismo pretendía destruir. Y sumemos otra diferencia importante: en la época de los fascismos reales, el antifascismo —dice De Benoist— "podía conducirle a uno a los campos de concentración o ante el paredón; por el contrario, el neoantifascismo no es más que un medio entre otros, y no de los menores, de que le abran a uno la puerta de los media y de las cadenas de televisión". De este modo, hoy todo el mundo puede ser neoantifascista, porque tal opción no lleva implícito un proyecto revolucionario, sino que, al contrario, es una variante de lo "políticamente correcto" ("la forma típicamente europea de lo políticamente correcto consiste en ver fascistas por todas partes", observa Alain Finkielkraut), y además porque el neoantifascista no corre riesgo alguno, puesto que no hay enemigo real. Y como el neoantifascismo apunta hacia un enemigo no político, sino mítico, con el que nadie en su sano juicio podría desear identificarse, el resultado es que en torno al tópico neoantifascista se va construyendo poco a poco un consenso prácticamente general. Bien puede decirse que estamos ante la última victoria de la intelligentsia de izquierdas.
¿Victoria? Evidentemente, desde el punto de vista instrumental sí que lo es, porque permite mantener las posiciones de poder de una intelligentsia de izquierdas que se había quedado sin referentes doctrinales ni políticos. Ahora bien, la asunción del neoantifascismo implica también un retroceso ético e intelectual no desdeñable. "La trágica paradoja que ilustra esta corrupción ideológica del antifascismo —escribe Taguieff— es que se parece cada vez más, tanto por sus métodos como por las pasiones negativas que le impulsan, al ‘fascismo’ que pretende combatir" [16]. Para Alain Finkielkraut, este neoantifascismo significa una renuncia de hecho a la democracia pluralista y un retorno al totalitarismo: "Poseídos por la idea de no faltar a su cita con la Historia —escribe el autor de La derrota del pensamiento—, los antifascistas están faltando a su cita con la política. Y, como última forma de linchamiento, algunos de ellos sucumben a la tentación del pensamiento binario. ‘La izquierda —decía profundamente Orwell— es antifascista, pero no antitotalitaria’. En los últimos años del comunismo habíamos creído que se había corregido ese defecto. Hoy vemos que no, al menos en lo que concierne a la izquierda intelectual. El fin de esa inversión de las sociedades liberales que era el socialismo y el ascenso de la extrema derecha resucitan el esquema de la única alternativa. La escena pública, interior y mundial, se reduce al enfrentamiento entre dos fuerzas: la tribu de Abel y la tribu de Caín, el pueblo en lucha contra el resto de la sociedad en vías de fascistización. El pluralismo es una apariencia, y la política, un combate sin merced que debe terminar con la erradicación del mal (...) En definitiva, hay que completar la frase de Orwell: cuando la izquierda deja de ser antitotalitaria para no ser más que antifascista, vuelve a convertirse en totalitaria" [17].
Con el neoantifascismo, la izquierda ha conseguido una victoria en el terreno del poder social, pero ha retrocedido cincuenta años en el terreno del pensamiento. Se ha convertido en una fuerza literalmente reaccionaria. Porque el neoantifascismo, al construir un enemigo mítico sin presencia real, cumple una función de mantenimiento del statu quo: "Convertir un fascismo imaginario en amenaza omnipresente —explica De Benoist— permite hacer aceptar todas las disfunciones, todas las patologías del mundo actual, como males menores frente al ‘mal absoluto’ (...) Los totalitarismos modernos han sido producto de una modernidad que ya ha concluido. La era abierta en 1917 ha terminado en 1989. La posmodernidad dibuja una problemática que no tiene nada que ver con cuanto la ha precedido. Empecinarse en concebir el futuro como una repetición del pasado, empeñarse en entrar reculando en el siglo XXI, impide imaginar cómo podría ser un totalitarismo futuro" [18]. ¿Y cómo podría ser ese totalitarismo? Ernst Nolte lo percibe del siguiente modo: "Veo aparecer una amenaza muy concreta: que el ‘capitalismo’ totalmente desencadenado, dominando el mundo entero, deje que el vacío que el propio capitalismo entraña se llene con un ‘antifascismo’ que simplifica y mutila la historia del mismo modo que el sistema económico uniformiza el mundo" [19]. El fantasma del totalitarismo no ha desaparecido, al contrario: puede retornar, pero, de hacerlo, se presentará con nuevos ropajes. Y aquí el lector nos perdonará la inmodestia, pero, dado que también nosotros hemos salido pringados de la tomatina "neoantifascista", no nos resistimos a incorporar nuestras propias exploraciones en este terreno. He aquí lo que hace algunos años escribíamos al respecto: "En el totalitarismo de corte ‘clásico’, el Estado se apodera totalmente de la sociedad. Pero si el agente cambia, si ya no es el Estado como instrumento político, sino un sistema concebido como instrumento burocrático y administrativo de control y poder que absorbe y neutraliza toda la espontaneidad humana, ¿acaso el efecto no es el mismo? ¿Acaso no es el mismo proceso —el mismo totalitarismo, pero bajo otro aspecto? (...) El totalitarismo es una praxis útil y eficaz de organización en la era de la técnica. Por eso permanece su vigencia. Es un fantasma que puede ser conjurado, invocado continuamente por la civilización técnica —y por eso enseña las orejas por todas partes. Su verdadera esencia no es hoy la lucha de clases o la jerarquía racial (aquellas dos ideologías universales de las que hablaba Hannah Arendt), sino la propia eficacia técnica. Y por eso nos acompañará mientras la técnica se haya apoderado del alma de nuestra civilización (...) En última instancia, el orden liberal capitalista no constituye en modo alguno un refugio frente al totalitarismo, al contrario: al legitimar el sistema tecnoeconómico establecido, cuya ambición es igualmente totalizadora, está proponiendo una forma nueva de lo mismo, una forma quizá más suave —o con menos sangre encima de la mesa—, pero no menos implacable en su control" [20].
El neoantifascismo es producto de la artificial sublimación del fascismo histórico, al que se ha conferido la forma de un agente maligno de naturaleza transhistórica e incluso transpolítica. Se trata de una maniobra que ha permitido a la izquierda conservar posiciones de poder y encabezar el consenso social, y que además conforta al discurso del sistema único en su necesidad de hallar un enemigo total, pero que presenta tres graves inconvenientes: en primer lugar, la elasticidad de un término (el de "fascismo") privado de referentes reales confina en la heterodoxia a un número creciente de ideas y personas, lo cual genera un nuevo despotismo difícilmente aceptable en unas sociedades plurales; en segundo lugar, para la propia izquierda supone un gravoso retroceso, porque la devuelve a la problemática de los años treinta y la empuja a adoptar de nuevo formas totalitarias; por último, y esto es sin duda lo más grave, el neoantifascismo, al apartar la vista del presente y desviarla hacia un "pasado que no pasa", impide cualquier análisis objetivo de los problemas reales de nuestro tiempo. El neoantifascismo ha creado una curiosa situación: bajo el impulso del mito maligno que eternamente retorna, se han alzado centenares de vigías que no miran hacia adelante, sino hacia atrás. De ese modo nuestra sociedad se ciega voluntariamente y se priva de cualquier posibilidad de adivinar por dónde podrían venir los nuevos golpes contra la libertad de aquello que Jünger llamaba "la persona singular".
Pero aquí estamos alcanzando profundidades que al autor antifascista le parecerán abisales: aquí le faltará la luz y el aire, pues no hay posibilidad de establecer conexiones fantasmales, amalgamas culpabilizadoras, aseveraciones tan simples como falaces. E incluso a él le parecería abusivo el ejercicio de calificar como "fascistas" a todos y cada uno de quienes piensan, como Finkielkraut o Taguieff, que el neoantifascismo es una peligrosa filfa. Su mundo, el mundo del autor antifascista, está muy lejos de aquí: está en las tribus urbanas, en las pandillas juveniles, en el gueto marginal, en la garganta profunda del mitómano. Si al menos todo esto fuera fascismo... Pero tampoco lo es.
Los nuevos rostros del nihilismo
El fascismo ya no existe. Los grupos o personas a las que se les acusa de "fascistas", por lo general, no lo son. El propio neoantifascismo no es más que una especie de moral política conformista. Pero, entonces, ¿de qué nos habla la literatura antifascista? ¿Qué son esos grupos de sujetos que arrasan la noche urbana ataviados con vestimentas que recuerdan vagamente a los SS de las películas americanas? Este es el tercer elemento de interés que habíamos identificado en la literatura antifascista: el mundo que retrata, las fuentes en las que bebe. Y tiene interés porque, si bien ese mundo carece de relevancia política, da testimonio de un fenómeno social altamente inquietante.
Un joven de diecisiete años, de clase media-baja, con un nivel cultural tan limitado como el de la mayoría de su generación, empieza a comportarse de forma extraña: no se deja crecer el pelo, sino que se lo rapa; viste ropas tan astrosas y caras como los otros jóvenes de su edad, pero todas sus prendas parecen remedos de uniformes militares; bebe como los otros y se droga como los otros, pero la moña le da siempre violenta; se aísla del mundo con músicas tan ensordecedoras como las demás, pero se trata de ruidos que inspiran violencia no sólo por su letra —que rara vez entiende—, sino, sobre todo, por su compás. Y lo que es más preocupante: a la hora de fabricarse una identidad, ese joven se rodea de una estética y de una simbología directamente perversa, inspirada en la estética y en la simbología que los relatos de los medios de comunicación de masas vienen presentando desde hace decenios como signos identificativos del Mal. Un día, ese joven se alía con otros de su misma condición y, juntos, apalean a un mendigo tunecino por el mero hecho de ser pobre y moro. ¿Es eso "fascismo"? No. Pretende serlo, y así nos lo presentarán los periódicos, pero, en rigor, tiene poco que ver con lo que en Historia de los movimientos políticos se conoce como fascismo. Veamos por qué.
El fascismo concluyó como todos sabemos: ahogado en sangre. Su experiencia totalitaria, especialmente en Alemania, desencadenó una ola de muerte que sólo sería superada por los comunismos soviético y chino. Pero esto no debe hacernos pensar que el fascismo fuera, desde sus inicios, una doctrina de muerte. Recientemente, a propósito del debate suscitado por el Libro negro del comunismo, se han escrito cosas tan extravagantes como que el comunismo albergaba un ideal unido a la esperanza democrática, mientras que el fascismo tan sólo representaba una mecánica social de exclusión asentada sobre las pulsiones más peligrosas del individuo [21]. Ahora bien, tal perspectiva hace sencillamente incomprensible el hecho de que los fascismos gozaran del enorme apoyo popular que obtuvieron en Italia y en Alemania. ¿Acaso habremos de pensar que la mayoría de los italianos y la mayoría de los alemanes se volvieron colectivamente locos? Eso no tiene sentido. Y, además, contradice lo que los textos de la época nos enseñan. El argumento del fascismo como "doctrina del Mal" es un recurso dialéctico del antifascismo contemporáneo, una imagen que nos permite entender cómo ven el fascismo los antifascistas de nuestro tiempo, pero que no nos dice nada sobre cómo se veían los fascismos históricos a sí mismos. Y la verdad es muy otra: como ha dicho Alain Besançon, el fascismo —como, por otra parte, el comunismo— despertó tan grandes esperanzas entre sus gentes porque supo proponer "ideales elevados" capaces de "suscitar la devoción entusiasta y los actos heróicos" [22].
Lo que hace tan negra la página histórica de los totalitarismos es precisamente eso: no sólo el hecho de que despertaran una lógica de muerte —la Historia de la humanidad es una perpetua orgía de matanzas sin cuento—, sino, sobre todo, la circunstancia agravante de que esas muertes fueran consecuencia de unos movimientos políticos que habían despertado la adhesión de las masas por sus objetivos regeneradores o liberadores [23]. Porque el fascismo es, ante todo, eso: antes incluso que una ideología, el fascismo es una praxis política de movilización con ideas determinadas sobre la estructura del Estado, sobre la política económica, sobre las relaciones entre los ciudadanos y, por supuesto, con una estrategia de acción política y de conquista de espacios sociales capaz de incorporar la voluntad de un sector determinado de la población. Y esta es precisamente la razón por la cual no puede decirse que el skin sea un fascista: porque ni en su acción, ni en sus convicciones, ni en sus propósitos hay traza alguna de objetivos políticos; porque todo cuanto él es, desde la decisión de ser skin hasta las banderas que enarbola, responden a una dinámica distinta: una dinámica no de proyección política, sino de marginalización social.
Los profesionales del antifascismo más sensatos —que alguno hay—, conscientes de que las cosas son así, tratan de evitar la simplificación aplicando el prefijo neo a las actividades de esas tribus urbanas. Así, el skin no sería un fascista o un nazi, sino un "neofascista" o un "neonazi". Pero esta etiqueta también es equívoca, porque neofascismo ya hubo uno, y su lugar en la historia de los movimientos políticos se halla tan lejos de los fascismos históricos como de estos supuestos "neonazismos" de tribu juvenil. Hagamos nuevamente memoria: entre 1968 y 1980, en Europa surgen diversos grupos, frecuentemente muy violentos, que enarbolan las banderas del fascismo derrotado en la guerra y pretenden desestabilizar unas sociedades liberales amenazadas (de formal real o supuesta) por la marea pseudorrevolucionaria de 1968, por el terrorismo de las Brigadas Rojas en Italia y de la Fracción del Ejército Rojo en Alemania, por la crisis económica de 1973, etc. Estos movimientos neofascistas guardan vinculaciones personales e ideológicas con el fascismo de la preguerra, pero desarrollan elaboraciones doctrinales propias, muy influidas por la praxis revolucionaria del Tercer Mundo, y arraigan en ambientes fundamentalmente juveniles y universitarios, lejos de las masas proletarias que caracterizaron a los movimientos hitleriano o mussoliniano. En Francia, el fenómeno de la "derecha radical" arrancaba de la guerra de Argelia. En Italia, los "años de plomo" (1970—1980) vieron cómo los enfrentamientos entre las Brigadas Rojas y los terroristas "negros" teñían de sangre las calles [24]. En España, la onda del "neofascismo" hizo surgir diferentes grupúsculos tanto antes como después de la muerte de Franco, y también ocasionalmente violentos. El terrorismo de extrema derecha en España nunca alcanzó ni la intensidad ni la extensión del terrorismo marxista o separatista del FRAP, ETA o los GRAPO, pero alcanzó cumbres de absurdo horror con acciones como la matanza de Atocha. Por cierto que aquella locura consiguió descalificar a la extrema derecha española de la época con mucha más eficacia que una campaña de prensa; más tarde se hablaría de la supuesta intervención de los servicios secretos españoles en la organización de aquel crimen, ya para amedrentar a la izquierda comunista, ya para poner en evidencia a los propios ultraderechistas. Sabe Dios... El hecho es que pocos años después, en Italia, varios ex militantes de la ultraizquierda y la ultraderecha prestaban su testimonio conjunto en un libro que hizo época y cuya conclusión era rotunda: toda la "estrategia de la tensión" que presidió los "años de plomo" en aquel país fue concienzudamente planificada, estimulada y agudizada por los servicios secretos del Estado para desviar la atención de la propia podredumbre del sistema [25]. Lo cual, visto cuanto ha ocurrido en Italia en los últimos diez años, no puede considerarse como una hipótesis sin fundamento.
Lo que nos interesa retener es que este neofascismo de los años 60 y 70 —como, por otra parte, su gemelo ultraizquierdista de esa misma época— no fue, propiamente hablando, un fenómeno político, sino más bien sociológico: no generó grandes partidos, ni programas o proyectos que atrajeran la atención de los ciudadanos, sino que siempre cultivó deliberadamente zonas de marginalidad; nunca halló una proyección social extensa, sino que en la práctica se limitó a movimientos de carácter juvenil, por lo general universitarios, cuyos miembros solían abandonar el activismo al pasar a la edad adulta; su violencia, cuando la hubo —que no fue siempre—, tampoco respondió a una estrategia revolucionaria a largo plazo y con fines políticos determinados, sino que más bien pareció moverse al compás de ese aliento nihilista que es inseparable de los problemas de convivencia en las sociedades post-industriales. La etiología del neofascismo de los años 60/70, en fin, no es política, sino social. Y su lugar no es el del fascismo histórico, sino el de otro fenómeno histórico que recorre toda la trayectoria —social— de la modernidad: el nihilismo, es decir, esa negación radical, más visceral que intelectual, del orden común, y en cuyos márgenes aparece siempre el lumpen-proletariado del espíritu.
Pues bien: si esto fue así en el caso del neofascismo de los años 70, mucho más lo es en el caso del "neonazismo skin". Hay que insistir en un hecho que, a nuestro entender, es fundamental: el fascista de 1922, como el nazi de 1933, se identificaba con un movimiento que se presentaba a sí mismo como redentor, regenerador, emancipador, afirmativo; por el contrario, el "nazismo" que el skin conoce, y con el cual se identifica, no es el original, sino la imagen que de él nos ha llegado a través de los relatos de los medios de comunicación de masas, es decir, el nazismo como una religión maligna de la dominación, del crimen, de la violencia, del absurdo. El "nazismo", especialmente en los últimos quince años, y en virtud del neoantifascismo antes descrito, se ha convertido en la Figura del Mal dentro de nuestras sociedades; de hecho, raro es el día en que no se emite una película donde el villano es nazi, como raro es el día en que no aparece una información —todavía hoy— sobre cualquier barbaridad cometida por los alemanes durante la segunda guerra mundial. Que un alemán fuera nazi en 1934 es comprensible, porque entonces la imagen del nazismo era una; por el contrario, que un joven decida hoy hacerse nazi es ciertamente chocante, porque la imagen del nazismo, hoy, es otra. ¿Qué elementos atractivos puede hallar un joven de hoy en el nazismo —y no en el nazismo de 1933, que desconoce, sino en la imagen del nazismo de este final de siglo, que es el único que está a su alcance? Evidentemente, a ese joven no le está interesando la política agraria de Darré, ni la política financiera de Hjalmar Schacht, ni las innovaciones cinematográficas introducidas por Leni Riefenstahl; lo que está despertando algún oscuro fuego en el interior de ese joven es el campo cercado con alambre de espino, la pira de libros, los cráneos amontonados al estilo de Tamerlán. Esto es algo que uno percibe con toda claridad en los fanzines o panfletos que algunas de esas tribus urbanas editan a modo de lazo de reconocimiento: su contenido suele limitarse a la crónica de los bares nocturnos, con abierta apología de la ebriedad, y un amplio repertorio de tópicos analfabetos sobre la violencia con frases que parecen calcadas de alguna película de Tarantino o de un cómic de Conan, todo ello envuelto en alusiones reiterativas a términos-fetiche como "raza" o "patria". El examen de este material resultará más enriquecedor si lo comparamos con el material equivalente que publican las tribus urbanas de signo contrario, como los "okupas" o los "red-skins", que reivindican una estética de carácter marxista-leninista o anarquista: el mismo analfabetismo funcional, la misma preocupación esencial por exhibir conductas privadas contra-corriente, el mismo recurso fetichista a determinados términos, en este caso los de "libertad" y "revolución". Respecto a estos grupos podríamos repetir la misma pregunta que ya hemos formulado acerca de los skins: cabe entender que un ciudadano fuera marxista-leninista en 1931, pero hoy, después de revelaciones como las de Solzhenitsin o las del Libro negro, ¿quién puede reivindicar una estética así?
La respuesta es la misma en ambos casos: sólo el desarraigado, el que se siente excluido y marginado (con razón o sin ella), puede identificarse con una estética proscrita. Y tal identificación no radica en unas motivaciones de carácter ideológico, sino en un impulso de carácter esencialmente nihilista: uno se identifica con lo proscrito porque se siente a sí mismo proscrito; en el caso del skin, éste se identifica con el "nazismo" porque el "nazismo", dentro de la sociedad biempensante, se presenta rodeado por una aureola siniestra que al nihilista no puede sino resultarse fatalmente atractiva. No es un fenómeno nuevo en las sociedades opulentas: beatniks en viaje interminable atiborrados de drogas, "ángeles del infierno" que surcan en moto las noches norteamericanas, punkies británicos que mezclan grandes dosis de alcohol con Cruces de Hierro guillerminas, hippies que se drogan al ritmo de músicas hindúes y terminan recreando misas satánicas —o haciendo cosas peores, como el alucinado Manson... Unos podrán resultarnos más simpáticos que otros, pero todas estas actitudes responden al mismo patrón: adolescentes que se ven a sí mismos en ruptura con el medio social, que consideran insoportable la presión del mundo, que desarrollan un odio extremo hacia lo establecido y que, por reacción, se identifican con todo aquello que la sociedad más detesta, ya sea el vagabundo, ya sea el bárbaro (en moto en vez de a caballo), ya sea... el "nazi".
¿Por qué no? La presión de una elite intelectual que vivió la "contracultura" como forma de expresión y que luego supo integrarse (y con gran fortuna, por cierto) en el mecanismo social nos ha fabricado una imagen romántica del "rebelde juvenil". Pero, objetivamente considerado el asunto, entre la rebeldía de hace treinta años y la de hoy sólo existe una diferencia externa, no de esencia. El hippy de hace treinta años o el punk de hace veinte no resultaban menos insoportables, a ojos de la sociedad, que el skin o el okupa de nuestros días. Las peleas a navajazos que vemos en viejas películas como Rebelde sin causa o Warriors no eran más inocentes que las actuales refriegas nocturnas entre tribus urbanas rivales. Aquí estamos tocando un problema mucho más general: el estatuto de la "juventud" como grupo social autónomo en las sociedades desarrolladas.
La juventud, así considerada, no ha existido siempre; es un fenómeno moderno [26]. En la Antigüedad no existía transición entre la infancia y la edad adulta. En Roma se pasaba de golpe de la "toga pretexta" a la "toga viril". En el Medioevo, un aprendiz pasaba al mundo de los adultos desde el mismo momento en que comenzaba a trabajar, al margen de cuál fuera su edad. Hernán Cortés comenzó sus correrías con diecisiete años; Cabeza de Vaca, con veinte. Los ejércitos de Napoleón abundaban en generales de veintipocos años. La juventud, en este tiempo, no es una prolongación de la infancia, sino un estado orientado hacia la edad adulta; de hecho, en las fiestas populares el rol del joven está invariablemente enfocado hacia la obtención de pareja. Pero las cosas cambian a finales del siglo XIX: a medida que la sociedad se va haciendo gerontocrática (los puestos se consiguen mediante ascenso y se fijan límites de edad para asumir responsabilidades), empieza a difundirse un culto a la juventud que pasa por el escultismo y por la literatura romántica. En 1926, Montherlant habla de dos potencias sociales emergentes: el feminismo y el "adolescentismo". La juventud empieza a considerarse como un vivero espiritual contra el mundo burgués, representado por la familia. Ese es el sentido del grito de Gide: "Familias, os odio". Simultáneamente, los regímenes totalitarios no sólo encuadran a la juventud en organizaciones de masas específicas, sino que se presentan a sí mismos como "dictaduras de la juventud". Este ascenso de la juventud como categoría social autónoma experimenta un impulso y, al mismo tiempo, un giro después de 1945: por un lado, lo joven empieza a funcionar como sector concreto del mercado de consumo; por otro, los teóricos de la Escuela de Frankfurt ven en la juventud un sucedáneo del proletariado en lucha y la "guerra de generaciones" sustituye a la "guerra de clases". Sobre estas dos patas se construye el banco que hoy tenemos delante: una es la domesticación de la juventud a través del mercado; la otra es un concepto mítico de la "pureza", la "espontaneidad" y la "rebeldía" juvenil. Ambos elementos se nutren recíprocamente: el mercado vende "rebeldía", lo cual es una forma de alienar a los jóvenes manteniendo la ilusión de la libertad, pero, al mismo tiempo, el discurso social sigue venerando el mito de la juventud, lo cual revierte en una reivindicación de autonomía que se expresa a través del consumo de productos específicamente "juveniles". Y como la coyuntura socioeconómica retrasa cada vez más la incorporación efectiva al mundo adulto, la alienación se prolonga durante años y años. El resultado es una psicología juvenil simultáneamente individualista, pero con tendencia al tribalismo; abúlica, pero estresada; levantisca, pero absolutamente dependiente del medio familiar y social; esclava del consumo, pero obligada a creer que no lo es. Una juventud, en fin, a la que todo se le permite, pero al mismo tiempo todo se le niega [27].
La mayor parte de los productos de la actual cultura de masas dirigidos a los jóvenes van en este sentido: proponen conductas alienadas so coartada de libertad. No se trata sólo de esa música rítmica en la que Adorno veía un simulacro de rebelión destinado a desmovilizar el furor adolescente; se trata, sobre todo, de esos productos que se presentan como "rebeldes" y cuya única salida lógica es la violencia sin sentido. Pensemos en películas como Abierto hasta el amanecer o Tú asesina, que nosotros limpiamos la sangre, ambas de Tarantino, y convenientemente elogiadas por la crítica progresista; uno no puede pretender que semejante oferta carezca de consecuencias. Pensemos en muchos de los videojuegos que tenemos en el mercado. Pensemos en las diversas aplicaciones de la "realidad virtual", siempre encaminadas a construir mundos ficticios para escapar —y para escapar a golpes. Nunca la juventud ha estado simultáneamente tan infantilizada, tan alienada ni tan exasperada en su agresividad natural. Pues bien: este es el medio natural del skin. Los movimientos skin no son partidos políticos; son juegos de rol. Quien ha engendrado al skin no es el nazismo; es el sistema, el mismo sistema —social, cultural, económico, político— que abomina de él.
¿Qué puede decir el politólogo ante un fenómeno como la violencia skin? El educador podrá considerar que estamos ante un hecho socialmente nocivo y tratará de contrarrestarlo mediante programas que subrayen los contenidos éticos. El antropólogo podrá centrarse en el aspecto de la violencia juvenil descontrolada, que es un hecho de raíces biológicas y en absoluto novedoso, y en consecuencia podrá proponer vías de "institucionalización" o "normalización" de esa agresividad a través de actividades disciplinarias como el deporte o la milicia. El sociólogo podrá levantar acta del carácter automarginal de muchos de estos jóvenes, preguntarse por las razones de tal automarginación y señalar los defectos y disfunciones de la convivencia en las sociedades post—industriales. El psicólogo podrá bucear en el flaco autoconcepto de ese joven que necesita echar mano del puñal para sentirse "alguien", relacionar esta debilidad con el marco familiar o afectivo y, a modo de remedio, apuntar la posibilidad de introducir reformas en los programas educacionales. Pero el politólogo, ¿qué podrá decir?
Es verdad que el fenómeno de la violencia juvenil es inquietante. Pero maticemos: lo inquietante no es la violencia juvenil en sí misma, que es algo que siempre ha existido, porque la agresividad del joven está en las hormonas; lo inquietante es, sobre todo, el hecho de que esa violencia traduzca una creciente tendencia de ciertos sectores no minoritarios de la juventud a identificarse con actitudes nihilistas, deliberadamente antisociales. Estamos ante una realidad que da testimonio de alguna disfunción social grave. Y el argumento de que se trata de un problema minoritario y reducido no puede tranquilizar a nadie. Toda patología social, por definición, permanece en un ámbito limitado: si se generalizara ya no cabría hablar de patología, porque la disfunción provocaría el colapso de todo el cuerpo social. Lo que nos permite calibrar la gravedad de una patología no es tanto su extensión como su arraigo y, sobre todo, la eventual sospecha de que la patología en cuestión no sea sino manifestación epidérmica de un mal más profundo. Y en este caso, hay razones para pensar que la violencia de las tribus urbanas sólo es la punta del iceberg de un problema mucho más generalizado.
Ahora bien, el mejor modo de no resolver jamás un problema es plantearlo sistemáticamente de forma equivocada. Y eso es exactamente lo que acontece cuando nos obcecamos en buscar una raíz política para un fenómeno que tiene raíces educacionales, culturales, sociales, psicológicas, quizás económicas y hasta antropológicas, pero en modo alguno políticas. Otra cosa es que nuestra sociedad, tan pagada de sí, se niegue a aceptar que el consumismo, el materialismo, la molicie, la permisividad, la ausencia de disciplina y la irresponsabilidad no son las mejores formas de educar a la juventud; que se niegue a mirar de frente los hechos y que trate de buscar respuestas donde no las hay —por ejemplo, en una ideología política más supuesta que real. Pero con esa actitud sólo se consigue eternizar el problema. Y en el campo que nos ocupa, la fantasmagórica tesis de que la violencia de las tribus urbanas viene alimentada con fines desestabilizadores por corrientes políticas radicales, que tal es el "análisis" de la literatura antifascista, está contribuyendo sobremanera a que ese tumor se eternice. En el fondo, el insensato que atribuye aliento político a una mera manifestación de violencia social está otorgando al violento el reconocimiento que busca; está alimentando el proceso que cree denunciar. Es, exactamente, la peor actitud posible.
Recapitulando
Enfocar el problema de la violencia juvenil desde el ángulo demonológico del neoantifascismo es una irresponsabilidad flagrante: equivale a renunciar a solucionar uno de los problemas más inquietantes de nuestras sociedades, una verdadera patología social. Considerar la violencia skin como una manifestación "fascista" no es más que una frívola concesión al espíritu del neoantifascismo contemporáneo, esa religión del establishment que ha permitido consolidar en sus posiciones a la intelligentsia progresista tras la caída del Muro de Berlín, pero que lo ha hecho a costa de despertar un nuevo despotismo intelectual y con una consecuencia todavía más preocupante: cerrarnos deliberadamente los ojos ante los verdaderos peligros que amenazan a la persona singular. El totalitarismo es una amenaza siempre presente, pero ese totalitarismo no va a venir de la derecha. Identificar históricamente a la derecha con el totalitarismo es una barbaridad que sólo cabe en una perspectiva analítica de tipo estalinista, es decir, una perspectiva instrumental-polémica, no objetiva. La derecha política ocupa cerca de doscientos años de historia. Es verdad —y esto la derecha debería recordarlo con más frecuencia— que saludó alborozada al fascismo, sobre todo al mussoliniano, porque estaba aterrorizada ante la llegada de los soviets; del mismo modo, la izquierda se dejó seducir durante decenios por los cantos de las lúgubres sirenas de Stalin, que eran las sirenas de los campos de concentración. Pero todo eso es historia: hoy el mundo es otro, los problemas son otros y las ideas también deberían ser otras, aunque algunos se empeñen en interpretar la historia universal como una perpetua repetición de la segunda guerra mundial, que fue también la segunda guerra civil europea. Más allá del despotismo intelectual del neoantifascismo, del probable totalitarismo frío de la civilización tecnoeconómica y del nihilismo ciego de la violencia juvenil, es preciso pensar vías de superación positiva de la circunstancia contemporánea. Desde luego, tales vías no van a encontrarse en la gigantesca estafa ética y estética de una literatura antifascista que no merecería mayor atención si no fuera por su capacidad para manifestar toda la miseria intelectual y política de la Europa de nuestros días.
Notas
[1] Sobre esta y otras técnicas de inquisición intelectual y política, cf. "La mecánica de la delación", en Hespérides, 11, otoño 1996, pp. 734 y ss.
[2] Ernst Nolte: Die Krise des liberalen Systems und die faschistischen Bewegungen, Munich, 1968, p. 385. Sobre la complejidad académica de la "cuestión fascista", Stanley Payne hace una buena descripción en la introducción a su Historia del fascismo, Planeta, Barcelona, 1995; por cierto que, en este libro, el propio autor cae víctima de la complejidad de la materia que pretende definir. El mayor esfuerzo científico de definición de los fascismos publicado hasta la fecha ha aparecido en Italia y tiene casi mil páginas: se trata de la compilación I fascisti. Le radici e la cause di un fenomeno europeo (Ponte alle Grazie, Firenze, 1996), coordinada por un grupo de universitarios escandinavos y donde pueden hallarse textos de los principales estudiosos de esta materia, como el propio Payne, Juan José Linz, Zeev Sternhell, Renzo de Felice, etc. A los muñidores de literatura antifascista contemporánea no les vendría mal darse un paseo por sus documentadísimas páginas: seguramente aprenderán unas cuantas cosas.
[3] Sobre la deriva del post-fascismo italiano, cf. Marco Tarchi: Cinquant’anni di nostalgia. La destra italiana dopo il fascismo, Rizzoli, Milano, 1995, y Dal Msi ad An. Organizzazione e strategie, Il Mulino, Bologna, 1997. Sobre la problemática del Frente Nacional, cf. Roland Gaucher: La montée du FN, 1983-1997, Jean Picollec, 1998, y Geraud Durand: Enquete au coeur du FN, Jacques Grancher, 1996. Recientemente se ha consumado la ruptura en el seno del Frente Nacional francés entre los partidarios de Le Pen y los de Bruno Megret. Es notable que la prensa española, siguiendo el camino de sus colegas francesas, no ofreciera ninguna explicación de carácter político al suceso, limitándose al habitual lenguaje descalificatorio y moral. Una vía como cualquier otra para no entender nada de nada.
[4] El profesor falangista Sigfredo Hillers, a quien nadie negará conocimiento de la materia, ha demostrado que el régimen de Franco nunca fue completamente nacionalsindicalista, y dejó de serlo de hecho desde 1947. Cf. "El Estado de Derecho en el régimen de Franco", en El legado de Franco, FNFF, Madrid, 1992, pp. 189 y sigs. Para una caracterización general del régimen de Franco, véase nuestro texto "Franco. Una interpretación metapolítica", en Razón Española, 95, mayo 1999, pp. 279 y ss.
[5] En efecto, es preciso subrayar que, pese al tópico periodístico y político, en rigor "Estado de Derecho" no equivale a "sistema democrático": el Estado de Derecho presupone que el poder ejecutivo ha de atenerse a normas legales superiores, pero no es imprescindible que tales normas vengan dictadas por un poder legislativo elegido por sufragio popular. Esa es la idea tradicional del Rechtsstaat, en la que el sistema jurídico-político del franquismo se reconoció plenamente.
[6] "Sur l’illusion communiste", en Le Débat, marzo-abril, 1996, p. 172 y ss.
[7] Cf. el comentario de Taguieff a la campaña de prensa contra la "Nueva Derecha": "¿Discusión o inquisición? El ‘caso De Benoist’", en Hespérides, 16/17, primavera 1998, pp. 783 y ss.
[8] En 1931, en el XI pleno de la Internacional, Manouilsky declara: "Entre el fascismo y la democracia burguesa sólo hay una diferencia de grado"; en 1934, el comunista francés Maurice Thorez afirma: "La experiencia internacional demuestra que no hay diferencia de naturaleza entre la democracia burguesa y el fascismo".
[9] "Sur les procès de Moscou", en Ecrits sur la politique et la société, L’Arche, París, 1970, p. 89.
[10] Communisme et nazisme, Labyrinthe, París, 1989, pp. 148 y ss.
[11] "Les écrans de la vigilance", en Panoramiques, 4º trim. 1998, pp. 65-78.
[12] Entrevista en Junge Freiheit, 3-7-98, p. 5.
[13] Op. cit., p. 149.
[14] Art. cit.
[15] L’histoire interdite, Jean-Claude Lattès, París, 1998.
[16] Art. cit.
[17] Panoramiques, nº cit., pp. 85-86.
[18] Op. cit., p. 150.
[19] Correspondencia con François Furet, en Commentaire, invierno 1997-98, p. 809. La correspondencia Furet-Nolte ha aparecido recogida en un libro, Fascisme et communisme, Plon, París, 1998.
[20] "Contra todos los totalitarismos", en Hespérides, 9, primavera 1996, pp. 382-383.
[21] La infeliz frase es del director de Le Monde, Jean-Marie Colombani, en "Le communisme et nous", Le Monde, 5-XII-97. Para una refutación, cf. Alain de Benoist: "Comunismo y nazismo. ¿Verdaderos o falsos gemelos?", en Hespérides, 18, invierno 1998-99, pp. 962 y ss.
[22] En su comunicación a la sesión anual de apertura del Instituto de Francia; el texto fue publicado en Commentaire, invierno 1997-98.
[23] Y aún así, en honor a la verdad, es preciso hacer matices. Hoy sabemos, por ejemplo, que la violencia política en la Italia de Mussolini fue sensiblemente reducida: entre 1922 y 1940, el número de ejecuciones por causas políticas fue de nueve, en su mayor parte terroristas eslovenos; ya en guerra, entre 1940 y 1943, la cifra se limitó a diecisiete; durante todo el periodo mussoliniano, el número de presos políticos nunca pasó de algunos miles. Por eso Hannah Arendt consideraba que la dictadura fascista no fue propiamente totalitaria (Le systeme totalitaire, Seuil, París, 1972), y lo mismo pensaba Raymond Aron ("Existe-t-il un mystère nazi?", en Commentaire, otoño 1979). Por el contrario, la represión comunista en Italia después de 1943 costará la vida a más de cien mil fascistas, reales o supuestos. Cf. Paul Sérant: Les vaincus de la Libération, Robert Laffont, París, 1964.
[24] Entre 1969 y 1980, en Italia se produjeron 7.866 atentados contra cuarteles y dependencias de la Administración. A los 151 muertos producidos por los atentados más brutales hay que sumar 362 asesinatos políticos y 37 terroristas abatidos por la policía y los carabineros. La mayor parte de los actos violentos procedían de la ultraizquierda, pero la ultraderecha no se quedó atrás.
[25] Maurizio Cabona y Stenio Solinas (eds.): C’eravamo tanto a(r)mati, Sette Colori, Vibo Valentia, 1984. El título, como el cinéfilo habrá percibido, hace referencia a una película de Ettore Scola, C’eravamo tanto amati, que reúne a tres desengañados de la Resistencia; uno de ellos, encarnado por Vittorio Gassmann, resume así su desilusión: "Queríamos cambiar el mundo, pero el mundo nos ha cambiado a nosotros".
[26] Hay un excelente estudio de esta cuestión en Guillaume Faye: "Los héroes están cansados", en Alain de Benoist y G. Faye: Las ideas de la "nueva derecha", Nuevo Arte Thor, Barcelona, 1986.
[27] Todos los estudios sociológicos van en este sentido. Por ejemplo, a finales de diciembre de 1998 los medios de información daban noticia del trabajo del sociólogo Domingo Comas acerca de los jóvenes españoles: la mitad de ellos ocupan su tiempo libre en "tomar copas", y la otra mitad en "no hacer nada"; una cuarta parte reconoce "beber demasiado"; todos ellos se sienten "agobiados" y "sin tiempo", pero el hecho es que duermen bastantes horas más que los jóvenes de hace veinte años. Es el retrato de una generación instalada en la Nada, con una comodidad sólo aparente.
José Javier Esparza
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