El Señor de los Anillos en Elsemanaldigital.com (2001 - 2002 2003)
24 de diciembre de 2001
El Señor de los Anillos. I. La Comunidad del Anillo.
Después de veinte años como lector de El Señor de los Anillos y admirador de John Ronald Reulen Tolkien, he asistido al estreno de una película que deseo ver desde la infancia. La monumental trilogía tiene, por fin, una representación cinematográfica proporcional a su importancia sociológica y a su valor literario; quedan atrás muchas dudas y el muy lamentable intento de Bashki y Zaentz, que, completamente ajeno al sentido y al contenido de la obra tolkeniana, es preferible olvidar para siempre.
Dos malentendidos lastran aún la imagen del profesor Tolkien. Muchos bienpensantes siguen creyendo y afirmando que se trata de una literatura menor, destinada al público infantil y juvenil. Por otro lado, con alguna mayor generosidad pero no menor imprecisión, se acepta su entidad artística pero se ignora completamente su dimensión espiritual, “mítica”. La divulgación inevitable que seguirá a esta película debe tener en cuenta, en cambio, que John Tolkien fue un docto medievalista oxoniense, filólogo de oficio y de vocación, editor del Beowulf, experto mundial en la cultura de los primitivos pueblos germánicos; su obra literaria, paralela a su obra científica, es de gran calado, y no sólo revela una maestría ejemplar del inglés, sino un indiscutible brillo artístico.
Más importante aún: Tolkien, con su obra, quiso expresamente rebelarse contra el sistema de valores materialistas y productivistas del mundo moderno. A diferencia de otros “mundos secundarios” literarios, y de gran parte de la inmensa literatura medieval-fantástica, la Tierra Media es la contrafigura de la Europa premoderna como pudo ser, si no geográficamente sí en cuanto a los grandes principios enfrentados. No es lícito hablar en este caso de literatura de evasión, sino de literatura de combate. El ciclo del Anillo trata de reflejar la lucha entre dos mundos antitéticos, que no se asemeja a ninguno de los conflictos del siglo XX sino, más bien, a la crisis del mundo europeo occidental que está culminando en el siglo XXI.
Cuando una película se inspira en una gran obra literaria hay que preguntarse tanto por el rigor de la adaptación como por la calidad de la película en sí misma. En este caso, no quedarán satisfechos los eruditos que busquen una fidelidad estricta a la obra literaria. Contentarles habría requerido unas dieciocho horas de proyección, que sólo unos pocos resistirían. Pero hay algo más importante: se respeta la esencia íntima del producto, haciéndolo a la vez comprensible para los no lectores y atractivo para un público amplio. La prueba de las virtudes de la película esta en que no gustará tampoco a los amantes del cine hollywoodiano al uso. Hobbiton está en los antípodas (estéticos y morales) de Hollywood, al que los autores del filme no han hecho demasiadas concesiones, y ninguna substancial. La película será comercial por su excelente difusión y publicidad, y por la preexistencia de un público bien predispuesto, pero no se adapta a los cánones que últimamente imponen las grandes productoras.
Comentario aparte merece la banda sonora. Es la gran ocasión perdida de la película. Howard Shore ha compuesto una música correcta, de circunstancias, que será otro éxito de ventas, y más contando con la colaboración de Enya. No estropea la película; pero tampoco añade nada. Si en esto no se hubiesen aceptado las imposiciones comerciales de la Warner Bros, habría sido la ocasión de recurrir al inagotable filón de la música romántica europea, de alguna manera en la línea de “Excalibur”. Tal vez estén a tiempo de enmendarse en las dos siguientes entregas, cuyas obligadas escenas épicas merecerán una música no menos gloriosa.
El Señor de los Anillos (I) es, en suma, una película para todos los públicos, pero especialmente para gentes de espíritu joven, dispuestas a dejarse contagiar por la pasión y por el fervor en la defensa de principios eternos - el sacrificio, la abnegación, el amor, la lealtad, la lucha más allá de toda esperanza razonable. Sería oportuno que con esta excusa se lea o se relea el libro, insuperable en su género. Y, por supuesto, que se perciba el espíritu del autor y el mensaje más hondo que trató de transmitir, desde las amargas trincheras de la I Guerra Mundial, donde comenzó a fraguarse en su prodigiosa mente esta epopeya. Tenemos ante nosotros una síntesis de la mitología europea para una Europa que ha olvidado demasiado deprisa sus raíces espirituales y míticas. La Compañía del Anillo debe seguir marchando.
Pascual Tamburri
23 de diciembre de 2002
El Señor de los Anillos. II. Las Dos Torres.
Una película para adultos, y para niños. Una epopeya en celuloide, nacida de una pluma genial. El Señor de los Anillos, en su segunda entrega, es un éxito comercial, pero sobre todo un fenómeno cultural. El mundo asiste al triunfo de un producto artístico basado en la tradición cultural europea, y ajeno a los principios políticamente correctos del mundo moderno. Una película que simboliza el renacer de una cultura que no es de izquierdas.
¡Un año! Después décadas de espera, en diciembre de 2001 se presentó la versión cinematográfica del primer volumen del el Señor de los Anillos. Y doce meses después, por fin, hemos asistido al estreno más esperado. El Señor de los Anillos (II) es, una vez más, una película para todos los públicos, para jóvenes de edad y para jóvenes de espíritu. La adaptación cinematográfica de ’El Señor de los Anillos’ no defrauda a los más exigentes expertos en Tolkien. No es una película para pasar el rato, no es una película de acción y poco tiene que ver con un Harry Potter infantil y globalizado.
Tolkien enfrenta principios eternos - el sacrificio, la abnegación, el amor, la lealtad, la lucha más allá de toda esperanza razonable – a la amenaza, oscura, viscosa y seductora, del Mal. Es, sin duda, una síntesis de la mitología europea para una Europa que ha olvidado demasiado deprisa sus raíces espirituales y míticas. Allí donde haya un joven que se identifique con Boromir, un niño que admira a Frodo, un adulto que comprenda el drama de Gandalf, hay un síntoma de renacimiento cultural, frente a décadas de dictadura izquierdista, materialista y globalizante.
Tolkien, con su obra, quiso expresamente rebelarse contra el sistema de valores materialistas y productivistas del mundo moderno. El Ciclo del Anillo refleja la lucha entre dos mundos antitéticos, que no se asemeja a ninguno de los conflictos del siglo XX sino, más bien, a la crisis del mundo europeo occidental que está culminando en el siglo XXI. En los corazones intrépidos, reconfortados por esta admirable película, la Compañía del Anillo debe seguir marchando.
Pascual Tamburri
Razones para ver, y para leer
Aún recuerdo cuando mi padre me recomendó por primera vez que leyese El Señor de los Anillos, me dijo que a él le marcó y que a partir de entonces vería las cosas de otro modo. Supongo que por la rebeldía (y la estupidez) de la adolescencia no le hice caso y fueron pasando los años hasta que por fin me decidí a leerlo. Empecé casi por casualidad, sin querer, uno de esos fines de semana en los que la juventud española se encuentra vacía, sin nada que hacer.
Los primeros pasos fueron temblorosos, confusos, sin saber muy bien cómo y porqué aparecía tanta gente y qué demonios tenían que hacer. Una vez superados los primeros contratiempos que se le presentaban a alguien como yo, que no estaba acostumbrado a leer, me sumergí en un mundo paralelo que me traía a la memoria aquellos tiempos de aventuras y de grandes gestas, tan propios de nuestra historia, y que hoy han quedado apartados, en el fondo del baúl, como si nos diese vergüenza recordarlos o como si no tuviesen nada que ver con nosotros.
El libro te envuelve, te abraza y te obliga a seguir, una página más, un capítulo más. Van pasando las horas y cuando ya por fin te ves obligado a dejarlo y volver al mundo real, lo haces con pena, y no dudas en buscar unos minutos para retomar otra vez el espíritu de la Tierra Media. Y cuando por fin lo terminas, la tristeza te embarga y te preguntas dónde se puede seguir disfrutando de ese mundo maravilloso, tan distinto al actual, donde reina el amor verdadero, el compañerismo y el sacrificio.
Quizás a la juventud actual le vendría mucho mejor dedicar su tiempo libre a bucear en la obra de Tolkien, en vez de preocuparse tanto por el “botellón”, por hacer tanta huelga de estudiantes y por tanto fútbol y por tanto partido del siglo. Sería interesante ver qué ocurriría si los jóvenes españoles tomasen como ejemplo a seguir a los singulares miembros de La Compañía del Anillo, en vez de a tanto Gran Hermano, a tanto cantante de karaoke o a tanto futbolista.
David Fontaneda Calzada
Tolkien, los intelectuales y el jabón
El otro día presencié una curiosa escena en el metro. Dos veinteañeros discutían sobre “El señor de los Anillos”. Uno de ellos, con la bolsa de deporte al hombro, hablaba emocionado, -entusiasmándose más y más a medida que se oía a sí mismo-, del arrojo de Gimli, del carisma de Aragorn, de la agilidad y elegancia de movimientos de Legolas, de lo épico de la redención de Boromir...
A tan inocentes ilusiones no tardó en responder el otro con gestos cargados de la agresiva indiferencia de quien se sabe por encima del bien y del mal. “Yo no me rebajo a sentir las humanas emociones”, parecía querer decir con los paulatinos levantamientos de su ceja agujereada. Su pelo, hábilmente enmarañado y grasiento, era todo un alegato contra el Sistema imperante. Con sus exagerados gestos iba desacreditando las palabras de su compañero, que él había convertido en combatiente. Y así hasta que llegó el momento en que, extasiado ante tanta inmadurez, tuvo que coger al toro por los cuernos y esbozar unas nociones básicas sin las cuales el pobre y desorientado tolkieniano tendría seguramente muchos problemas en la vida. Qué todo es mucho más difícil, que el mundo es un asco, que el heroísmo no existe, que esa película de los duendes es para niños, que qué bobadas hace la humanidad, que ser humano apesta, etc. No digo yo que esté totalmente en desacuerdo con este chico, pero creo que era un necio. Y sobre todo era cruel. Cruel y despiadado, por empeñarse en contagiar su nihilismo y desesperación a quienes sí son capaces aún de ilusionarse en esta Europa agonizante.
Hoy en día la sociedad occidental emana pesimismo por todos los poros, por razones fáciles de detectar e imposibles de denunciar. Puede llegar a resultar comprensible que un hombre maduro se sienta asqueado después de trabajar horas incontables durante décadas para poder pagar con ello a los de siempre los intereses de la hipoteca de su celda en una colmena de hormigón, todo ello aderezado con el humo y los pitidos del tráfico. E incluso que durante las pocas horas libres de que dispone no tenga ganas de disfrutar, de puro cansancio, de los hijos que ya no tiene y prefiera enfangar su espíritu con la telebasura.
Pero es el colmo de la pedantería el pesimismo “como estilo” que en los últimos veinte años les ha dado por adoptar, se deduce que por contagio, a tantos adolescentes. Y son cada vez más. Unos deciden hacerse “okupas”, otros “porretas”, otros “heavies”. Muchos, drogadictos de uno u otro tipo. Y la mayoría de ellos, pesimistas. Aunque sólo sea para hacerse los interesantes, incapaces de llamar la atención de las chicas de su edad de otra forma más digna. Se desea con serenidad el paso de esta moda, vacía y absurda por definición, como todas las demás. Y el retorno a tiempos más luminosos, en que se vuelva a recuperar la ilusión, en que la palabra “emprendedor” se vuelva a asociar con ámbitos de la vida ajenos a los mundos económico y financiero, y en que los intelectuales recuperen el sano hábito de enjabonarse periódicamente.
Allí estaban los dos, dos mundos opuestos, dos concepciones enfrentadas de la vida: la ilusión frente al pesimismo, el alegre frente al parásito.
La coyuntura parece indicar que los hombres-hongo seguirán proliferando. Cada vez más. Ha llegado su hora, y seguramente ni siquiera tengan ellos la culpa. Pero la obligación de los tolkienianos, de los que aún crean poder seguir haciendo algo constructivo en esta época difícil en que nos ha tocado vivir es hacerlo, sin pararse a pensar en sus posibilidades de éxito. Si Frodo hubiese concedido un sólo segundo a la reflexión, el Anillo habría caído sin remedio en manos de Sauron.
Francisco Olmedo
"Las dos Torres": vuelve el mito
Hoy me he parado a contemplar el cartel promocional de "Las dos Torres" en la parada del autobús. A menudo pasamos la mirada ante estos productos del marketing sin demasiada atención. Yo al menos así lo hago. Pero, quizá llevado por mi interés en este cuento, esta vez me han llamado la atención dos cosas: un color sepia difuminado, que envuelve la historia en esa dimensión exacta de lejanía, misterio e inalcanzable belleza que posee "El Señor de los Anillos"; y dos fortalezas desafiantes y colosales ribeteadas de ejércitos innumerables, como una marea tumultuosa.
Recuerdo que he pensado: ¿qué distancia habrá entre esas dos torres de apariencia tan amenazadora? Y, sobre todo: ¿cómo es ese mundo que se extiende a lo largo de un camino plagado de peligros? Es entonces cuando mi memoria ha vuelto a la experiencia única que supuso leer "El Señor de los Anillos" por primera vez. Aquella sensación de una profundidad histórica que se extendía más allá de los bordes de un libro envejecido después de tantas visitas; los ecos del lamento élfico ante la irrecuperable caída de un mundo largo tiempo amado, pero destinado a pasar; la esperanza forjada y esculpida a golpe de lealtad; la muerte digna de ser alabada en un glorioso cantar de gesta; esa pugna entre el amor, la muerte y la inmortalidad como caras de una misma realidad de perfiles "afilados como espadas", en palabras de Tolkien; el reconocimiento de los propios límites; el arrepentimiento y la piedad; la vuelta a la naturaleza, a un modo de vivir esencialmente contemplativo, de tempo lento; la lucha entre el bien y el mal librada en los campos de batalla de esa casi infinita gama de grises; o el final feliz que se torna amargo... porque la vida es un cuento de hadas hecho realidad, y la realidad es tan dura y tan feliz, en ocasiones, como una epopeya. Y al revés...
Y así se me ha pasado el tiempo, pensando y recordando. ¿Reflejará "Las dos Torres" este tumultuoso ir y venir de pensamientos de manera adecuada? ¿Sabrá Peter Jackson mantener la tensión épica que logró con "La Comunidad del Anillo"? Tengo para mí que sí, que estamos ante una saga cinematográfica que va a volver a fundar la épica y el arte de convertir una historia única en un poderoso guión cinematográfico. Es más: estoy convencido de que a J.R.R. Tolkien le habría gustado esta película. Pero me quedo con este pensamiento, mientras subo al autobús que me acercará al cine, donde podré ver -por fin- la película: la puesta en escena de "El Señor de los Anillos" es una ocasión única para volver a esa irrepetible experiencia que significa leer una obra de arte. Es ésta una oportunidad estupenda de recorrer el camino de vuelta desde la pantalla hasta las páginas de un libro que forma parte de la cultura de Occidente por derecho propio. Y, una vez hecho esto, no comparar: disfrutar.
El cine cuenta las cosas de una manera necesariamente distinta a como se narran los mismos hechos entre las páginas de un libro. Ambas son experiencias enriquecedoras. Así pues, ante el que nos ha sido vendido como el estreno de esta Navidad, "pasen y vean"... y lean.
El Señor de los Anillos. I. La Comunidad del Anillo.
Después de veinte años como lector de El Señor de los Anillos y admirador de John Ronald Reulen Tolkien, he asistido al estreno de una película que deseo ver desde la infancia. La monumental trilogía tiene, por fin, una representación cinematográfica proporcional a su importancia sociológica y a su valor literario; quedan atrás muchas dudas y el muy lamentable intento de Bashki y Zaentz, que, completamente ajeno al sentido y al contenido de la obra tolkeniana, es preferible olvidar para siempre.
Dos malentendidos lastran aún la imagen del profesor Tolkien. Muchos bienpensantes siguen creyendo y afirmando que se trata de una literatura menor, destinada al público infantil y juvenil. Por otro lado, con alguna mayor generosidad pero no menor imprecisión, se acepta su entidad artística pero se ignora completamente su dimensión espiritual, “mítica”. La divulgación inevitable que seguirá a esta película debe tener en cuenta, en cambio, que John Tolkien fue un docto medievalista oxoniense, filólogo de oficio y de vocación, editor del Beowulf, experto mundial en la cultura de los primitivos pueblos germánicos; su obra literaria, paralela a su obra científica, es de gran calado, y no sólo revela una maestría ejemplar del inglés, sino un indiscutible brillo artístico.
Más importante aún: Tolkien, con su obra, quiso expresamente rebelarse contra el sistema de valores materialistas y productivistas del mundo moderno. A diferencia de otros “mundos secundarios” literarios, y de gran parte de la inmensa literatura medieval-fantástica, la Tierra Media es la contrafigura de la Europa premoderna como pudo ser, si no geográficamente sí en cuanto a los grandes principios enfrentados. No es lícito hablar en este caso de literatura de evasión, sino de literatura de combate. El ciclo del Anillo trata de reflejar la lucha entre dos mundos antitéticos, que no se asemeja a ninguno de los conflictos del siglo XX sino, más bien, a la crisis del mundo europeo occidental que está culminando en el siglo XXI.
Cuando una película se inspira en una gran obra literaria hay que preguntarse tanto por el rigor de la adaptación como por la calidad de la película en sí misma. En este caso, no quedarán satisfechos los eruditos que busquen una fidelidad estricta a la obra literaria. Contentarles habría requerido unas dieciocho horas de proyección, que sólo unos pocos resistirían. Pero hay algo más importante: se respeta la esencia íntima del producto, haciéndolo a la vez comprensible para los no lectores y atractivo para un público amplio. La prueba de las virtudes de la película esta en que no gustará tampoco a los amantes del cine hollywoodiano al uso. Hobbiton está en los antípodas (estéticos y morales) de Hollywood, al que los autores del filme no han hecho demasiadas concesiones, y ninguna substancial. La película será comercial por su excelente difusión y publicidad, y por la preexistencia de un público bien predispuesto, pero no se adapta a los cánones que últimamente imponen las grandes productoras.
Comentario aparte merece la banda sonora. Es la gran ocasión perdida de la película. Howard Shore ha compuesto una música correcta, de circunstancias, que será otro éxito de ventas, y más contando con la colaboración de Enya. No estropea la película; pero tampoco añade nada. Si en esto no se hubiesen aceptado las imposiciones comerciales de la Warner Bros, habría sido la ocasión de recurrir al inagotable filón de la música romántica europea, de alguna manera en la línea de “Excalibur”. Tal vez estén a tiempo de enmendarse en las dos siguientes entregas, cuyas obligadas escenas épicas merecerán una música no menos gloriosa.
El Señor de los Anillos (I) es, en suma, una película para todos los públicos, pero especialmente para gentes de espíritu joven, dispuestas a dejarse contagiar por la pasión y por el fervor en la defensa de principios eternos - el sacrificio, la abnegación, el amor, la lealtad, la lucha más allá de toda esperanza razonable. Sería oportuno que con esta excusa se lea o se relea el libro, insuperable en su género. Y, por supuesto, que se perciba el espíritu del autor y el mensaje más hondo que trató de transmitir, desde las amargas trincheras de la I Guerra Mundial, donde comenzó a fraguarse en su prodigiosa mente esta epopeya. Tenemos ante nosotros una síntesis de la mitología europea para una Europa que ha olvidado demasiado deprisa sus raíces espirituales y míticas. La Compañía del Anillo debe seguir marchando.
Pascual Tamburri
23 de diciembre de 2002
El Señor de los Anillos. II. Las Dos Torres.
Una película para adultos, y para niños. Una epopeya en celuloide, nacida de una pluma genial. El Señor de los Anillos, en su segunda entrega, es un éxito comercial, pero sobre todo un fenómeno cultural. El mundo asiste al triunfo de un producto artístico basado en la tradición cultural europea, y ajeno a los principios políticamente correctos del mundo moderno. Una película que simboliza el renacer de una cultura que no es de izquierdas.
¡Un año! Después décadas de espera, en diciembre de 2001 se presentó la versión cinematográfica del primer volumen del el Señor de los Anillos. Y doce meses después, por fin, hemos asistido al estreno más esperado. El Señor de los Anillos (II) es, una vez más, una película para todos los públicos, para jóvenes de edad y para jóvenes de espíritu. La adaptación cinematográfica de ’El Señor de los Anillos’ no defrauda a los más exigentes expertos en Tolkien. No es una película para pasar el rato, no es una película de acción y poco tiene que ver con un Harry Potter infantil y globalizado.
Tolkien enfrenta principios eternos - el sacrificio, la abnegación, el amor, la lealtad, la lucha más allá de toda esperanza razonable – a la amenaza, oscura, viscosa y seductora, del Mal. Es, sin duda, una síntesis de la mitología europea para una Europa que ha olvidado demasiado deprisa sus raíces espirituales y míticas. Allí donde haya un joven que se identifique con Boromir, un niño que admira a Frodo, un adulto que comprenda el drama de Gandalf, hay un síntoma de renacimiento cultural, frente a décadas de dictadura izquierdista, materialista y globalizante.
Tolkien, con su obra, quiso expresamente rebelarse contra el sistema de valores materialistas y productivistas del mundo moderno. El Ciclo del Anillo refleja la lucha entre dos mundos antitéticos, que no se asemeja a ninguno de los conflictos del siglo XX sino, más bien, a la crisis del mundo europeo occidental que está culminando en el siglo XXI. En los corazones intrépidos, reconfortados por esta admirable película, la Compañía del Anillo debe seguir marchando.
Pascual Tamburri
Razones para ver, y para leer
Aún recuerdo cuando mi padre me recomendó por primera vez que leyese El Señor de los Anillos, me dijo que a él le marcó y que a partir de entonces vería las cosas de otro modo. Supongo que por la rebeldía (y la estupidez) de la adolescencia no le hice caso y fueron pasando los años hasta que por fin me decidí a leerlo. Empecé casi por casualidad, sin querer, uno de esos fines de semana en los que la juventud española se encuentra vacía, sin nada que hacer.
Los primeros pasos fueron temblorosos, confusos, sin saber muy bien cómo y porqué aparecía tanta gente y qué demonios tenían que hacer. Una vez superados los primeros contratiempos que se le presentaban a alguien como yo, que no estaba acostumbrado a leer, me sumergí en un mundo paralelo que me traía a la memoria aquellos tiempos de aventuras y de grandes gestas, tan propios de nuestra historia, y que hoy han quedado apartados, en el fondo del baúl, como si nos diese vergüenza recordarlos o como si no tuviesen nada que ver con nosotros.
El libro te envuelve, te abraza y te obliga a seguir, una página más, un capítulo más. Van pasando las horas y cuando ya por fin te ves obligado a dejarlo y volver al mundo real, lo haces con pena, y no dudas en buscar unos minutos para retomar otra vez el espíritu de la Tierra Media. Y cuando por fin lo terminas, la tristeza te embarga y te preguntas dónde se puede seguir disfrutando de ese mundo maravilloso, tan distinto al actual, donde reina el amor verdadero, el compañerismo y el sacrificio.
Quizás a la juventud actual le vendría mucho mejor dedicar su tiempo libre a bucear en la obra de Tolkien, en vez de preocuparse tanto por el “botellón”, por hacer tanta huelga de estudiantes y por tanto fútbol y por tanto partido del siglo. Sería interesante ver qué ocurriría si los jóvenes españoles tomasen como ejemplo a seguir a los singulares miembros de La Compañía del Anillo, en vez de a tanto Gran Hermano, a tanto cantante de karaoke o a tanto futbolista.
David Fontaneda Calzada
Tolkien, los intelectuales y el jabón
El otro día presencié una curiosa escena en el metro. Dos veinteañeros discutían sobre “El señor de los Anillos”. Uno de ellos, con la bolsa de deporte al hombro, hablaba emocionado, -entusiasmándose más y más a medida que se oía a sí mismo-, del arrojo de Gimli, del carisma de Aragorn, de la agilidad y elegancia de movimientos de Legolas, de lo épico de la redención de Boromir...A tan inocentes ilusiones no tardó en responder el otro con gestos cargados de la agresiva indiferencia de quien se sabe por encima del bien y del mal. “Yo no me rebajo a sentir las humanas emociones”, parecía querer decir con los paulatinos levantamientos de su ceja agujereada. Su pelo, hábilmente enmarañado y grasiento, era todo un alegato contra el Sistema imperante. Con sus exagerados gestos iba desacreditando las palabras de su compañero, que él había convertido en combatiente. Y así hasta que llegó el momento en que, extasiado ante tanta inmadurez, tuvo que coger al toro por los cuernos y esbozar unas nociones básicas sin las cuales el pobre y desorientado tolkieniano tendría seguramente muchos problemas en la vida. Qué todo es mucho más difícil, que el mundo es un asco, que el heroísmo no existe, que esa película de los duendes es para niños, que qué bobadas hace la humanidad, que ser humano apesta, etc. No digo yo que esté totalmente en desacuerdo con este chico, pero creo que era un necio. Y sobre todo era cruel. Cruel y despiadado, por empeñarse en contagiar su nihilismo y desesperación a quienes sí son capaces aún de ilusionarse en esta Europa agonizante.
Hoy en día la sociedad occidental emana pesimismo por todos los poros, por razones fáciles de detectar e imposibles de denunciar. Puede llegar a resultar comprensible que un hombre maduro se sienta asqueado después de trabajar horas incontables durante décadas para poder pagar con ello a los de siempre los intereses de la hipoteca de su celda en una colmena de hormigón, todo ello aderezado con el humo y los pitidos del tráfico. E incluso que durante las pocas horas libres de que dispone no tenga ganas de disfrutar, de puro cansancio, de los hijos que ya no tiene y prefiera enfangar su espíritu con la telebasura.
Pero es el colmo de la pedantería el pesimismo “como estilo” que en los últimos veinte años les ha dado por adoptar, se deduce que por contagio, a tantos adolescentes. Y son cada vez más. Unos deciden hacerse “okupas”, otros “porretas”, otros “heavies”. Muchos, drogadictos de uno u otro tipo. Y la mayoría de ellos, pesimistas. Aunque sólo sea para hacerse los interesantes, incapaces de llamar la atención de las chicas de su edad de otra forma más digna. Se desea con serenidad el paso de esta moda, vacía y absurda por definición, como todas las demás. Y el retorno a tiempos más luminosos, en que se vuelva a recuperar la ilusión, en que la palabra “emprendedor” se vuelva a asociar con ámbitos de la vida ajenos a los mundos económico y financiero, y en que los intelectuales recuperen el sano hábito de enjabonarse periódicamente.
Allí estaban los dos, dos mundos opuestos, dos concepciones enfrentadas de la vida: la ilusión frente al pesimismo, el alegre frente al parásito.
La coyuntura parece indicar que los hombres-hongo seguirán proliferando. Cada vez más. Ha llegado su hora, y seguramente ni siquiera tengan ellos la culpa. Pero la obligación de los tolkienianos, de los que aún crean poder seguir haciendo algo constructivo en esta época difícil en que nos ha tocado vivir es hacerlo, sin pararse a pensar en sus posibilidades de éxito. Si Frodo hubiese concedido un sólo segundo a la reflexión, el Anillo habría caído sin remedio en manos de Sauron.
Francisco Olmedo
"Las dos Torres": vuelve el mito
Hoy me he parado a contemplar el cartel promocional de "Las dos Torres" en la parada del autobús. A menudo pasamos la mirada ante estos productos del marketing sin demasiada atención. Yo al menos así lo hago. Pero, quizá llevado por mi interés en este cuento, esta vez me han llamado la atención dos cosas: un color sepia difuminado, que envuelve la historia en esa dimensión exacta de lejanía, misterio e inalcanzable belleza que posee "El Señor de los Anillos"; y dos fortalezas desafiantes y colosales ribeteadas de ejércitos innumerables, como una marea tumultuosa.
Recuerdo que he pensado: ¿qué distancia habrá entre esas dos torres de apariencia tan amenazadora? Y, sobre todo: ¿cómo es ese mundo que se extiende a lo largo de un camino plagado de peligros? Es entonces cuando mi memoria ha vuelto a la experiencia única que supuso leer "El Señor de los Anillos" por primera vez. Aquella sensación de una profundidad histórica que se extendía más allá de los bordes de un libro envejecido después de tantas visitas; los ecos del lamento élfico ante la irrecuperable caída de un mundo largo tiempo amado, pero destinado a pasar; la esperanza forjada y esculpida a golpe de lealtad; la muerte digna de ser alabada en un glorioso cantar de gesta; esa pugna entre el amor, la muerte y la inmortalidad como caras de una misma realidad de perfiles "afilados como espadas", en palabras de Tolkien; el reconocimiento de los propios límites; el arrepentimiento y la piedad; la vuelta a la naturaleza, a un modo de vivir esencialmente contemplativo, de tempo lento; la lucha entre el bien y el mal librada en los campos de batalla de esa casi infinita gama de grises; o el final feliz que se torna amargo... porque la vida es un cuento de hadas hecho realidad, y la realidad es tan dura y tan feliz, en ocasiones, como una epopeya. Y al revés...
Y así se me ha pasado el tiempo, pensando y recordando. ¿Reflejará "Las dos Torres" este tumultuoso ir y venir de pensamientos de manera adecuada? ¿Sabrá Peter Jackson mantener la tensión épica que logró con "La Comunidad del Anillo"? Tengo para mí que sí, que estamos ante una saga cinematográfica que va a volver a fundar la épica y el arte de convertir una historia única en un poderoso guión cinematográfico. Es más: estoy convencido de que a J.R.R. Tolkien le habría gustado esta película. Pero me quedo con este pensamiento, mientras subo al autobús que me acercará al cine, donde podré ver -por fin- la película: la puesta en escena de "El Señor de los Anillos" es una ocasión única para volver a esa irrepetible experiencia que significa leer una obra de arte. Es ésta una oportunidad estupenda de recorrer el camino de vuelta desde la pantalla hasta las páginas de un libro que forma parte de la cultura de Occidente por derecho propio. Y, una vez hecho esto, no comparar: disfrutar.
El cine cuenta las cosas de una manera necesariamente distinta a como se narran los mismos hechos entre las páginas de un libro. Ambas son experiencias enriquecedoras. Así pues, ante el que nos ha sido vendido como el estreno de esta Navidad, "pasen y vean"... y lean.
Eduardo Segura
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