La sorpresa italiana y el voto católico
En contra de las predicciones y las encuestas a pie de urna (que venían dando una ventaja de cuatro puntos a la Unión, el conglomerado de partidos que apoyan a Prodi) se ha producido un empate que puede bloquear la política italiana.
Un factor que es necesario subrayar por su carácter positivo es la elevada participación. Han votado el 83% de los italianos, el 81% en las anteriores generales. Esto demuestra una población muy consciente de sus derechos y deberes. En realidad se trata de las cifras más altas nunca alcanzadas en Europa y, a años luz de las que caracterizan a la política española.
Un segundo factor es la importancia del voto católico, que ha resultado determinante a pesar de que los católicos practicantes se sitúan en torno al 30%.
La diferencia de una sola décima en el primer recuento de la Cámara de Diputados es clave, porque con la nueva ley electoral automáticamente quien gana, aunque sea por una décima, por un voto, se lleva la mayoría de diputados.
Esto es lo que ha sucedido dando la victoria a Prodi, pero este hecho no desvirtúa la división prácticamente por la mitad del electorado italiano.
Los votos de la emigración han dado también una ajustadísima mayoría en el Senado a la Unión. El resultado es tan apretado que el ganador deberá gobernar con un especial cuidado integrador. Ello añade problemas a la situación italiana que atraviesa por un periodo de dificultades económicas tanto en el ámbito privado como el de las finanzas públicas, pero que dada la plasticidad que caracteriza la práctica política italiana, también puede dar lugar a nuevas dinámicas que mejoren las actuales perspectivas.
De hecho, en el fondo del resultado late una añoranza implícita por un gran partido de centro, no entendido como una banal equidistancia, sino como expresión de centralidad política de lo que es la sociedad italiana. Un centro dotado de alas a derecha e izquierda, y que en realidad prefigura lo que en su momento fue la democracia cristiana (DC), el gran partido que a pesar de todas las críticas ha configurado la Italia de la post-guerra, como un país democrático, económicamente competitivo, fundador de la UE.
El resultado de las crisis generadas por las intervenciones judiciales que acabaron fragmentando a la DC, pone de relieve que nada ha substituido a su papel y que sus componentes se encuentran hoy redistribuidos entre el centro-derecha y buena parte del centro-izquierda, como lo acredita el propio Prodi y la Margarita, además de otros grupos menores.
La centralidad política entendida en términos de partido con capacidad para vertebrar el conjunto de la sociedad o, al menos de gran parte de ella y, al mismo tiempo con un proyecto propio y bien definido, más allá del simple márqueting político, constituye el factor determinante de toda la política europea. Van bien aquellos países en que este objetivo se alcanza.
Un factor que es necesario subrayar por su carácter positivo es la elevada participación. Han votado el 83% de los italianos, el 81% en las anteriores generales. Esto demuestra una población muy consciente de sus derechos y deberes. En realidad se trata de las cifras más altas nunca alcanzadas en Europa y, a años luz de las que caracterizan a la política española.
Un segundo factor es la importancia del voto católico, que ha resultado determinante a pesar de que los católicos practicantes se sitúan en torno al 30%.
A diferencia de España, el catolicismo italiano posee un vigor cultural y una presencia en la sociedad civil más allá de los límites de las organizaciones estrictamente religiosas o diocesanas, lo que le confiere una gran capilaridad, o también podría decirse que las organizaciones religiosas y diocesanas poseen tal potencia cultural y sensibilidad civil y política que irradian más allá de lo que son sus límites estrictamente religiosos.
Esta característica se ve favorecida por un fenómeno reciente en Europa y especialmente fuerte en Italia como es el catolicismo cultural o “los católicos agnósticos”, fenómeno que representa, por ejemplo, el presidente del Senado Marcello Pera. Su apuesta por el catolicismo no nace de la profesión de la fe sino del reconocimiento en esta cultura y en la doctrina social de la iglesia de la mejor respuesta que un país europeo puede tener a su alcance y que mejor puede definir su identidad.
Es curioso que un país de la entidad católica que tiene España esta presencia y este debate sea perfectamente inédito. Pero quizás no debería extrañar tanto dado que la sociedad española, sus elites culturales y políticas han estado ausentes de todos los grandes debates sobre las ideas que se han producido en el mundo occidental después de los años 70 del siglo pasado.
Parece como si la reinstauración de la democracia en España hubiera comportado una especie de rutina o inanidad intelectual, una especie de vuelo gallináceo que tiene por ejemplo en los tópicos de Fernando Sabater y las inanidades de Tamayo algunos de sus mejores exponentes.
Editorial de forum Libertas, 12 de abril de 2006
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