Es hora de movilizarse, afirma Pío Moa
Sin duda, la inmensa mayoría de los españoles desea vivir en una nación democrática, estable y unida, condiciones para asegurar la prosperidad, una influencia adecuada para proteger nuestros intereses en el mundo de hoy y el desarrollo de nuestra cultura, que ha conocido épocas gloriosas. Pese a lo razonable de tales aspiraciones, no se trata de un objetivo fácil, como prueba la historia reciente: una y otra vez las mejores perspectivas de estabilidad evolutiva han caído por tierra ante el empuje de fuerzas contrarias. Por remontamos al pasado inmediato, España consiguió, en 1978, dotarse de la Constitución más democrática y de mayor consenso de su historia, que ha garantizado un período largo de desarrollo en libertad. Ello no quiere decir que la Constitución no tenga defectos, o que los casi treinta años transcurridos no hayan estado plagados de dificultades, o que la democracia apenas se haya aplicado en algunas regiones. Pero el balance es eminentemente positivo. Sin embargo, asistimos hoy a una involución acelerada y brutal. En lugar de culminar la democratización extendiéndola a aquellas zonas donde el terrorismo, directa o indirectamente, ha mutilado las libertades, ocurre al revés: el siniestro modelo establecido en esas zonas por los separatismos y el terrorismo se está extendiendo a todo el país. La Constitución está siendo corroída por medios ilegales, y el amplio consenso antes logrado está disolviéndose por las intrigas e imposiciones fraudulentas de diversos grupos políticos. Entramos así en un nuevo período de inestabilidad, por cuanto ningún arreglo entre esos grupos podrá obtener el grado de lealtad y respeto social conseguidos por el sistema salido de la Transición. Nos hallamos ante una crisis muy seria, y de nada sirve cerrar los ojos. [...] Intento describir aquí la marcha de la "segunda Transición", una transición que ya no es de una dictadura a la democracia, como la anterior, sino de la democracia a la demagogia. Y la demagogia, lo sabemos desde los griegos, consiste en la degradación despótica de la libertad. La cabeza visible de este proceso es el actual presidente de la nación. Va de suyo que al personalizar en él no debe ignorarse el papel decisivo de otras fuerzas e individuos, en particular los ligados al grupo mediático Prisa, ligados también en su origen al franquismo, sorprendentemente. Pero hablo del Iluminado por economía y porque, a efectos prácticos, él asume la responsabilidad de la actual involución. Nada se pierde más fácilmente de vista en el maremágnum de la información de actualidad que la perspectiva y el fondo de los sucesos. De ahí la conveniencia de enmarcar el presente en un contexto histórico más amplio. Si observamos la historia contemporánea de España percibimos con facilidad tres grandes ciclos. El primero comienza con la Guerra de Independencia y termina desastrosamente en 1873, con la caótica I República; el segundo empezó poco después, con la Restauración, y concluyó en el fracaso de la II República, en 1936; y el tercero dura desde la Guerra Civil hasta nuestros días, cuando asistimos a una muy grave crisis (...) Crisis superable o no, depende de cómo la afrontemos los españoles. Llama la atención la duración de estos períodos, en torno a los sesenta-setenta años cada uno, y la presencia de la guerra civil en los tres casos. Este repetido y sangriento fracaso ha dado pie a mil jeremiadas sobre nuestra incapacidad para convivir, nuestro carácter cainita, y tópicos de ese jaez, condensados por Gil de Biedma en sus conocidos versos: De todas las historias de la Historia, sin duda la más triste es la de España, por que termina mal. Tales frases no tienen un nivel superior al de la gansada, pero cierta charlatanería intelectual muy extendida las repite como oráculos. De hecho, España no ha sufrido más convulsiones que la mayoría de los países europeos en estos dos últimos siglos. Francia, tanto tiempo tomada aquí por modelo, ha padecido conflictos externos incomparablemente más cruentos, y terminados en derrota la mayoría; y también movimientos revolucionarios equivalentes a guerras civiles, más cortas que las españolas pero muy intensas. Y para qué hablar de Italia, Alemania o los países del Este europeo, no digamos ya los de otros continentes... Cada uno de esos tres ciclos ha tenido peculiaridades notables. El primero decidió el triunfo bélico del liberalismo sobre el carlismo, abriendo a continuación una etapa de querellas entre liberales moderados y exaltados, de semiestancamiento económico y fuerte retraso respecto de la Europa industrial; el segundo ciclo, mucho más estable y progresivo, asentó un régimen evolutivo de libertades y un progreso sostenido, pero al final naufragó en las convulsiones republicanas y una nueva guerra civil, la de 1936; y el tercero invierte la dinámica del ciclo anterior, pues nació con una larga dictadura que, en paradoja aparente, abrió paso, sin ruptura, a la democracia actual. Junto a estas diferencias cabe apreciar un fondo común: los tres ciclos pueden describirse como intentos del liberalismo moderado por organizar una convivencia estable y en libertad, intentos exitosos durante períodos más o menos largos, hasta fracasar una y otra vez a manos de los extremismos. La I y la II República constituyeron el triunfo de los demagogos, triunfo catastrófico para la nación, como no podía ser menos. Obviamente, una república no conduce por fuerza al desastre, como prueba la experiencia de otros países, pero debe reconocerse que en España sus dos ocasiones han resultado muy mal. Ante este hecho surge la cuestión: ¿por qué la izquierda en España –con las excepciones de rigor– ha tendido tan fuertemente a la demagogia y la violencia? Yo aventuraría dos causas. En primer lugar, porque su ideario ha solido entroncar con el jacobinismo francés, especie de liberalismo exaltado y cuna de los totalitarismos modernos, el cual pretendía hacer tabla rasa del pasado y de la cultura occidental, de tan hondas raíces cristianas; tendencia muy distinta de otro tipo de liberalismo, el anglosajón, evolutivo y respetuoso con las tradiciones civiles y religiosas. En segundo lugar, por su vacío intelectual. El izquierdismo español no ha producido teorías o estudios sociales de alguna enjundia. Nunca o casi nunca pasó de vulgarizar al nivel del dogma y la consigna las doctrinas elaboradas fuera. Así ocurrió con los liberales exaltados, los republicanos, los marxistas o los anarquistas. Esa debilidad intelectual favorecía el fanatismo y la algarada, la maniobra inescrupulosa y la corrupción, manifiestos una y otra vez en el republicanismo histórico (sobre todo el primer Lerroux), en el socialismo y, con mayor furia, en el comunismo. Vale la pena reflexionar sobre esta historia, y en particular sobre las dos dictaduras del siglo XX, la de Primo de Rivera, de 1923 a 1930, y la de Franco, de 1936 a 1975. Las dos fueron reacciones a los desmanes de las izquierdas y los separatismos. He examinado la cuestión con detenimiento en Una historia chocante, y no me extenderé ahora. Baste señalar que en al 1923, cuando Primo de Rivera dio su golpe de Estado, el país se hallaba al borde de un derrumbe revolucionario, con un pistolerismo anarquista desestabilizador, los separatistas vascos, catalanes y gallegos dispuestos a la acción armada, unidos en una Triple Alianza, y una generalizada descomposición política. Y en 1936, cuando Franco se rebeló, la descomposición había llegado a tal grado que las propias fuerzas de seguridad del Estado obraban como grupos terroristas, muy capaces de asesinar a los jefes de la oposición. España no habría tenido estas dictaduras sin la previa ruina social y política creada por las izquierdas y los separatismos. Pese a su anormalidad institucional, los dos dictadores resolvieron muchos problemas acuciantes, planteándose después de ellos la vuelta a un sistema constitucional. A ese fin había dos salidas: la ruptura con el pasado inmediato, o bien una reforma capaz de conservar los logros de las dictaduras y de construir sobre ellos. El exiliado líder catalanista Tarradellas anunciaba ya durante el franquismo: "Si algún día gobernase, no destruiría nada de lo hecho por Franco que fuera positivo para el país y la estabilidad general". Pero en 1930, después de Primo de Rivera, se impuso la ruptura, alumbradora de la epiléptica II República. En 1976, en cambio, triunfó la opción reformista, y el fruto han sido treinta años de aceptable convivencia democrática, si exceptuamos las Vascongadas y, en menor medida, Cataluña. El PSOE se democratizó a su vez, abandonando el marxismo, y pareció posible consolidar definitivamente la convivencia en libertad, por primera vez tras el fracaso de los ciclos anteriores. ¡Y últimamente han tornado los viejos fantasmas! El izquierdista español (con excepciones, insisto) se autotitula progresista, representante de los pobres, de los oprimidos, del pueblo, del proletariado, etcétera; y, con un toque mesiánico, ansía cambiar de raíz la sociedad y la historia en función de ideas que él mismo no ha asimilado bien, reduciéndolas con frecuencia a simplezas. Aún podría excusarse su aspiración rompedora si la acompañara la genialidad o un talento destacado, pero hasta ahora nunca ha ocurrido, quizá porque un verdadero talento encaja mal con tal aspiración. La larga lista de los líderes izquierdistas es también la de mediocridades intelectuales y políticas, trátese de Pi y Margall, de Lerroux, de Federica Montseny, de Pablo Iglesias, de Prieto, de Largo Caballero, de la Pasionaria o de cualquiera que se venga a la cabeza. No digamos ya personajes irrisorios como Zapatero, Carod, Maragall... Una relativa excepción, Azaña, hubo de denunciar con amargura la escasa inteligencia y la "corrupción de los caracteres" de sus correligionarios y aliados, gente sólo capaz, a su juicio, de "una política tabernaria, incompetente, de amigachos, de codicia y botín, sin ninguna idea alta". No extrañará que un hombre de izquierdas moderado, inteligente y demócrata como Besteiro se viera pronto desplazado. El PSOE, hoy está plenamente documentado, organizó a partir de 1933 la guerra civil –en sus propias palabras–, creyendo llegada la ocasión histórica de cumplir sus objetivos marxistas. Y, junto con los nacionalistas catalanes de ERC, los comunistas y otros, llevó la República a la quiebra. Estos hechos podrían quedar como suceso antiguo y superado, máxime cuando el PSOE se democratizó durante la Transición, al abandonar el marxismo; pero la democratización fue parcial, y hoy asistimos a una alarmante vuelta atrás. Antes de la Guerra Civil, el ataque mayor a la convivencia partió de los revolucionarios, coligados en buena medida con los separatistas. Hoy la iniciativa corresponde a los separatistas, problema de segundo orden si los dos grandes partidos nacionales permanecieran firmes en la defensa de las libertades y la unidad de España. Por desgracia no ha sido así, y el Partido Socialista sirve hoy de caballo de Troya a los movimientos disgregadores y liberticidas. Puede datarse el origen próximo de la crisis en dos fechas: la Declaración de Barcelona, de julio de 1998, y las elecciones vascas de junio de 2001. La primera, firmada por los separatistas gallegos, vascos y catalanes, invocaba como precedente la mencionada Triple Alianza de 1923, que amenazaba recurrir a las armas. Y anunciaba "un trabajo conjunto sobre lengua y cultura, fiscalidad y financiación, símbolos e instituciones, presencia en la Unión Europea y otras cuestiones que acordemos" previendo una propaganda internacional y "una relación estable y permanente entre las tres fuerzas políticas y una estructura abierta que permita llevar a cabo las actuaciones conjuntas que requieran los objetivos declarados". Objetivos resumidos en una "segunda Transición" que liquidase la Constitución de 1978 y disgregase a España en regiones ("naciones") separadas, aunque, con vistas a evitar su exclusión de la Unión Europea, mantuvieran una apariencia de unidad en un "Estado español" virtual. El peligro no parecía entonces relevante, pues los dos grandes partidos nacionales, PSOE y PP, mantenían los principios democráticos del Pacto Antiterrorista. Pero fuerzas muy activas al lado y detrás del PSOE trabajaban contra la unidad de los demócratas y a favor del aislamiento del PP mediante una alianza con los separatistas. Presionaba en esa dirección, sobre todo, el poderoso grupo mediático Prisa, del cual se ha dicho que no es el órgano de expresión de un partido, sino una empresa de comunicación que posee un partido. Dicho grupo vio su oportunidad en las elecciones vascas de 2001, cuando los demócratas obtuvieron sus mejores resultados en muchos años, perdiendo por poco frente a los separatistas y terroristas. Esta derrota menor fue explotada por el grupo Prisa y sectores del PSOE para desmantelar la alianza a favor de la Constitución y la democracia y promover la alianza contraria, del PSOE con los separatistas e, indirectamente, los terroristas. Esa alianza de hecho concreta el proceso involutivo que hoy vive España. ¿Terminará aquí, en un nuevo desastre, el tercer ciclo mencionado antes, o, por el contrario, se impondrá la cordura que permitió hacer la Transición? ¿Cundirán por toda España las situaciones generadas por los separatismos en las Vascongadas y en Cataluña, o, al revés, la democracia se extenderá con firmeza también a esas regiones? ¿Se cumplirá la ley o se hundirá el Estado de Derecho en negociaciones con el terrorismo, legalizando el asesinato como forma de hacer política y obtener fuertes concesiones? En las ocasiones difíciles todo depende de si la sociedad logra entender la magnitud del desafío y afrontarlo con suficiente energía. La crisis no puede superarse renunciando a la democracia ni mediante intervención militar. La solución sólo vendrá de la toma de conciencia y la movilización de los españoles resueltos a defender la libertad. Pues nadie en sus cabales puede desear una involución democrática que abocaría a crear ciudadanos de primera y de segunda, e imponer despotismos caciquiles por todo el país; a una disgregación que convertiría España en un conjunto de pequeños Estados impotentes, en discordia y sujetos a las intrigas e intereses de otras potencias, facilitando de paso la agresión islámica. Pero no basta denunciar los males evidentes y sus raíces, y mucho menos contentarse con una defensiva roma. Es urgente tomar la iniciativa, oponer a esos procesos el ideal de una España de libertades, firmemente unida, solidaria y sin privilegios regionales. Por esto, y no sólo contra aquello, debe movilizarse la ciudadanía. A lo cual aspira a contribuir este libro. NOTA: Este artículo es un fragmento editado del prólogo de El Iluminado de la Moncloa y otras plagas (Libros Libres, 2006; 314 páginas).
Pío Moa
Libertad Digital, suplemento Fin de Semana, 13 de mayo de 2006
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