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PASAJES DE LA HISTORIA DE ESPAÑA: América no quiere ser inglesa

 (A los marinos y marineros de la fragata Blas de Lezo, la mejor del mundo). Los españoles tuvimos la inmensa fortuna de ser los primeros en llegar a América y volver para contarlo. A pesar de la distancia y de las limitaciones tecnológicas de la época, en menos de un siglo buena parte del continente americano se convirtió en el jardín trasero de la Península Ibérica.  Un jardín fabuloso, lleno de riquezas, oro, plata, tabaco y especias, pero casi imposible de defender. Miles de kilómetros de costa en dos océanos, mares interiores, golfos, bahías, atolones, archipiélagos, islas de todas las formas y tamaños, altas cordilleras, volcanes, selvas impenetrables, desolados desiertos, altiplanos que tocan el cielo, bosques infinitos, glaciares, ríos anchos y caudalosos, intransitables senderos...  América era algo más que el Nuevo Mundo, era un mundo en sí mismo. Desconocido, fascinante y peligroso. Poblado de norte a sur por millones de personas, con civilizaciones avanzadas como la azteca o la inca, indígenas pacíficos y guerreros, caníbales abominables y tribus primitivas que vivían en el paraíso terrenal emulando al mismo Adán. En apenas cien años unos pocos miles de españoles se derramaron sobre aquella tierra, haciéndola suya. Unos, los más, para enriquecerse; otros, para evangelizar almas y ganarse con ello un puesto de privilegio en el cielo, algunos, para conquistar la gloria y una minoría ilustrada, enferma de curiosidad y humanismo renacentista, para escarbar en las maravillas que se ofrecían, gratuitas, ante sus ojos. La bicoca que le había caído en suerte a nuestros antepasados no pasó inadvertida a este lado del Atlántico. Todos los reinos de la vieja, quisquillosa y mal avenida Europa querían su parte de la tarta, porque ¿dónde estaba escrito que al rey de España le perteneciese la mitad de la Creación?  Los primeros en lanzarse a degüello sobre la joya ultramarina española fueron los ingleses. Al emporio americano le salió un parásito, la piratería, que se cebó con él durante siglos. América ya no era un remoto e inalcanzable confín. El Atlántico se transformó en una concurrida autopista de ida y vuelta para los codiciosos corsarios franceses, británicos y holandeses. Esto obligó a la Corona a fortificar los principales puertos de América y a organizar un sistema de flotas para que el tesoro americano llegase a Sevilla intacto, con todo su oro y su plata, sus piedras preciosas y sus especias.  Las flotas partían de Sevilla una vez al año, fuertemente escoltadas por navíos de la Armada. Al llegar a América se dividían: una, la de Nueva España, se dirigía a Veracruz; la otra, la de Tierra Firme –o también llamada de los Galeones– ponía rumbo a Portobelo, en el istmo de Panamá. Unos meses más tarde las dos flotas, cargadas hasta arriba de riquezas, se encontraban en La Habana y enfilaban el camino de vuelta a España deslizándose por el azaroso canal de la Bahama, donde los piratas esperaban con la daga entre los dientes. La flota atlántica tenía su complemento en el Pacífico. Desde Panamá partía la llamada Armada del Sur, que recalaba en los puertos de Perú, Ecuador y Chile. Más al norte, Acapulco servía de base para el Galeón de Manila, que era la prolongación de la flota de Nueva España en el Pacífico. Durante siglos, esta intrincada telaraña de rutas comerciales organizadas mantuvo en contacto todos los dominios de la Corona española. Parece increíble que en el país de la improvisación y del tente mientras cobro hayamos sido capaces de montar y hacer funcionar semejante trama comercial. Los odiadores profesionales de España prefieren no decirlo muy alto, no vaya a ser que se les caiga el mito de la ineficiencia española. En el siglo XVIII los ingleses, ya jubilados de la piratería y convertidos en una respetada potencia marítima, decidieron cortar la yugular del sistema de flotas atacando Panamá. Su plan era partir la América española en dos y luego lanzarse como rateros sobre sus prósperas ciudades.  Para que la rapiña tuviese visos de honorabilidad se buscaron una excusa: la oreja del capitán Jenkins, cortada por un español por comerciar ilegalmente en Florida. "Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve", le dijo el capitán Juan Fandiño a Jenkins, mientras le devolvía el apéndice auditivo. Jenkins volvió a Londres y la armó en la Cámara de los Comunes, mostrando su amojamada oreja como prueba del delito. La batalla estaba servida. Se la conoció como la Guerra de la Oreja, probablemente el nombre más curioso de cuantos se han puesto a los conflictos que han tenido lugar en América.  En diciembre de 1739 el almirante Andrew Vernon se presentó ante Portobelo con la idea de borrarlo del mapa, cosa que hizo sin demasiada dificultad. El gobernador español se lo esperaba, hasta tal punto que pidió que la plata de la Armada del Sur no fuese trasladada a Portobelo. Una victoria pírrica que interrumpió la flota de Los Galeones y poco más. América era muy grande, y los españoles estaban por todas partes.  El Almirantazgo británico, que, para variar, había subestimado a su enemigo, planeó asestar el golpe definitivo al imperio español en Cartagena de Indias, el puerto más importante del virreinato de Nueva Granada. Cartagena era por aquel entonces un abigarrado cruce de caminos. Cosmopolita y floreciente. Sus calles estaban jalonadas por palacetes barrocos e iglesias. Tenía catedral, y hasta tribunal de la Inquisición propio.  Lo mejor de la ciudad eran, sin embargo, sus defensas. Era la plaza mejor fortificada de América. La bahía que servía de antesala al puerto era una peligrosa cazuela flanqueada de fortalezas artilladas y listas para achicharrar vivo al que se internase de matute en aquel desventurado brazo de mar. Los bastiones de San Felipe y San Luis o el fuerte de El Manzanillo son el testimonio en piedra de una larga historia de abordajes fallidos con olor a pólvora. Dieciocho veces intentaron ingleses y franceses hacerse con Cartagena. Nunca lo consiguieron.  Los ingleses habían planeado el asalto con sumo cuidado. Vernon no quería dar un paso en falso, de modo que no escatimó medios ni hombres para rendir la ciudad. Reunió en Jamaica una asombrosa flota, la más grande desde la Gran Armada española, que se había estrellado contra Inglaterra dos siglos antes. La componían 186 navíos, 23.600 hombres y 3.000 piezas de artillería.  Nada en el mundo podría oponerse a semejante alarde de fuerza bruta. No existía puerto ni flota que pudiese siquiera soñar con repeler el ataque de tal mastodonte flotante. Lo que Dios había dado a los españoles por las buenas, Vernon se lo iba a quitar por las malas.  En Cartagena sólo había seis barcos de la Armada, y apenas 3.000 hombres para defender la plaza. Sebastián Eslava, virrey de Nueva Granada, nervioso e intranquilo al ver lo que se le venía encima, pidió socorro a La Habana, donde paraba la Real Armada del almirante Torres. El aviso nunca llegó, probablemente porque los ingleses capturaron el navío que lo llevaba. Estaba solo. Él y su opulento virreinato. Cuando llegase a Madrid la noticia de la derrota ya sería demasiado tarde: Cartagena de Indias habría pasado a ser un inexpugnable puerto inglés.  Solo, lo que se dice solo, no estaba. Tenía a Blas de Lezo, un marino de leyenda cuyo nombre causaba terror entre los británicos. Había nacido en Pasajes, un pueblo de Guipúzcoa, y era la viva expresión del héroe guerrero. Había perdido una pierna en Gibraltar, un ojo izquierdo en Tolón y un brazo en Barcelona; todo, luchando contra los ingleses, a quienes había apresado 11 navíos militares y otros tantos piratas. Le llamaban, con cierta sorna no exenta de admiración, "medio hombre".  Vernon, enterado de que Blas de Lezo se encontraba entre los sitiados, le envió un mensaje desafiante, recordándole lo de Portobelo y haciéndole saber que sus días de gloria tocaban a su fin. El guipuzcoano, vacunado contra la altanería británica, le suministró una dosis de bravata española:  "Si hubiera estado yo en Portobelo, no hubiera Usted insultado impunemente las plazas del Rey mi Señor, porque el ánimo que faltó a los de Portobelo me hubiera sobrado para contener su cobardía".  Ese fue el fin de la correspondencia, al menos con Lezo. Seguro de la victoria, despachó a Inglaterra un barco con la noticia del triunfo y el encargo de acuñar medallas conmemorativas. Tal fijación tenía Vernon por su oponente español que especificó que, en las medallas, apareciese la escena de Blas de Lezo arrodillado entregándole las llaves de la ciudad. Se quedó con las ganas, y todo por vender la piel de oso antes de cazarlo.  El 20 de marzo de 1741 la imponente flota de Vernon apareció en Bocachica, la entrada a la bahía de Cartagena. Los baluartes costeros no daban abasto. Para rendirlos, el almirante inglés ordenó un cañoneo intensivo, día y noche sin dar pausa a los artilleros. La fortaleza de San Luis cayó después de haber recibido 6.068 bombas y 18.000 cañonazos, según apuntó Lezo diligentemente en su diario. No había nada que hacer: el fuego era de tal intensidad que los defensores se replegaron hacia el recinto amurallado.  Eslava ordenó hundir los buques de la Armada que quedaban a flote para dificultar el avance inglés. Vernon se abrió camino y desembarcó. El 13 de abril comenzó el asedio de la ciudad. La situación era desesperada: faltaban alimentos y el enemigo no daba tregua. El 17 de abril la infantería británica estaba ya a sólo un kilómetro del castillo de San Felipe. A esas alturas Blas de Lezo había decidido luchar hasta el final, hasta su último suspiro. Muerto antes que derrotado, como en Numancia.  Convencido de que la victoria era posible, trazó un ingenioso plan. Hizo excavar un foso en torno al castillo para que las escalas inglesas se quedasen cortas al intentar tomarlo. Aprovechando que tenía a los mandados con el pico en la mano, les ordenó cavar una trinchera en zigzag, así evitaría que los cañones ingleses se acercasen demasiado y podría soltarles a la temida infantería española en cuanto reculasen. Su última artimaña fue enviar a dos de los suyos al lado inglés. Se fingirían desertores y llevarían a la tropa enemiga hasta un flanco de la muralla bien protegido, donde serían masacrados sin piedad. El plan del general funcionó a la perfección. Los soldados británicos fueron cayendo en todas las trampas. Las escalas se demostraron insuficientes y hubieron de abandonarlas; al replegarse les esperaban los infantes en las trincheras, con la bayoneta oxidada y sedienta de sangre. El descalabro ante el castillo de San Felipe desmoralizó a los ingleses, que, además, se habían abierto muchos más frentes de los que podían permitirse. Vernon, el engreído Sir Andrew Vernon, se había revelado como un incompetente incapaz de vencer a 850 españoles harapientos y famélicos capitaneados por un anciano tuerto, manco y cojo.  El pánico se apoderó de los casacas rojas, que huyeron despavoridos tras la última carga española. Los artilleros abandonaron sus cañones y cargaron a bayoneta, al grito de: "¡A por ellos, matad a los herejes!". Mano de santo. Los ingleses salieron en estampida hacia la costa.  La batalla había dado la vuelta. Los cadáveres no sepultados que se pudrían al inclemente sol del Caribe hicieron aflorar la peste, que se cebaría a gusto con los ingleses en los días siguientes. Incapaz de mantener las posiciones, Vernon ordenó la retirada. Había fracasado estrepitosamente. Tan sólo acertó a pronunciar, entre dientes, una frase: "God damn you, Lezo!". Para calmar su mala conciencia, le envió la última carta: "Hemos decidido retirarnos, pero para volver pronto a esta plaza, después de reforzarnos en Jamaica". A lo que Lezo respondió con ironía: "Para venir a Cartagena es necesario que el rey de Inglaterra construya otra escuadra mayor, porque esta sólo ha quedado para conducir carbón de Irlanda a Londres".  Los ingleses nunca volvieron, ni a Cartagena ni a importunar los puertos del Caribe, que siguieron siendo hispanos hasta que decidieron ser hispanoamericanos. La factura, simplemente, no se la podían permitir.  Pasarían dos siglos hasta que se reuniese una flota mayor sobre el océano. Sería en el Canal de la Mancha, durante el Desembarco de Normandía.  La humillación fue tal que el rey Jorge II prohibió hablar de la batalla y que se escribiesen relatos sobre ella. A Vernon no se le pidieron responsabilidades, y a su muerte fue enterrado con honores en la abadía de Westminster. Blas de Lezo corrió una suerte muy diferente. Su país le olvidó y murió solo, de peste, en Cartagena de Indias. Nadie sabe dónde fue enterrado. España es así de ingrata con los hombres que mejor la han servido. Cartagena y los colombianos le siguen recordando, y mantienen viva la memoria del día en que un español de acero asombró al mundo propinando un sonoro bofetón a la arrogancia británica en la cara de su general más prestigioso.

Por Fernando Díaz Villanueva

 

Libertad Digital, suplemento Fin de Semana, 3 de junio de 2006

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