La estrategia de Hizboláh; combatientes y civiles
La estrategia de Hizboláh; combatientes y civiles
La distinción entre combatientes y no-combatientes parece saltar por los aires cuando las milicias chiíes disparan sobre los israelíes desde hospitales, mezquitas y escuelas; aquellos sitios que precisamente el Derecho de Guerra trataba de salvaguardar a toda costa. Cuando uno de los dos bandos busca que la figura del que lucha se confunda con la del que no lucha, cualquier convención parece quedar en papel mojado, y el Derecho de Guerra se convierte en instrumento contra el propio Derecho de Guerra.
Acerca de combatientes y no-combatientes
En el siglo pasado, el Derecho de Guerra primero, y el Derecho Internacional Humanitario después, se basaron en la distinción entre combatiente y no-combatiente, y crearon unos protocolos de comportamiento para tiempo de guerra; hoy expertos analistas e indignados columnistas apelan a ella para estudiar unos y denunciar otros, las operaciones israelíes en Gaza y Líbano. Pero una vez más, la falta de rigor y la obsesión ideológica convierten cualquier debate en estéril o imposible, y las nociones de combatiente y no-combatiente adquieren el carácter que más interesa al tertuliano de turno o al analista de salón.
A partir de 1889, las convenciones de La Haya y Ginebra fueron un intento de dar contenido a ambas expresiones. El derecho de guerra, heredero de años de brutales confrontaciones entre europeos, señala la distinción entre combatientes y no-combatientes, así como los derechos y obligaciones de ambos. Los Estados, susceptibles de chocar militarmente, fijaban unas reglas para hacer la guerra más humana. Pero más allá de lo plasmado en las distintas convenciones, puede subrayarse cómo la distinción combatiente-no combatiente es más primaria que todo eso, y responde a la pregunta por la naturaleza misma de la guerra.
Puesto que la guerra es duelo, choque violento entre dos voluntades enfrentadas, la primera pregunta debe ser acerca de quién se enfrenta, de quién es sujeto de guerra; no todo el mundo lo hace, por múltiples razones, desde religiosas hasta físicas, y ello exige distinguir entre quienes participan en las hostilidades y los que no. Aún en el caso de la guerra total, distinguir contra quien se lucha, sean unidades militares, milicias populares o caballeros en campo abierto, parece la pregunta inicial, necesidad ontológica antes que estratégica. A la pregunta ¿quién es el enemigo?, eminentemente política, sigue la pregunta acerca de quién lo representa en el campo de batalla, contra quién es necesario combatir y luchar, contra quien organizar la estrategia y la táctica.
El combatiente combate y es combatido. Pero, recuerdo de lo evidente en la época de la histeria pacifista, el no-combatiente es digno de respeto y cuidado en cuanto no participa en las hostilidades. El Derecho de Guerra y el Derecho Internacional –tan reivindicado por quienes parecen no haber leído una sola línea de él- muestran tanto los derechos como las obligaciones de los combatientes, los no-combatientes y los neutrales. Cualquier derecho u obligación que les asista depende primariamente de su adscripción real y concreta a cualquiera de estos grupos. En consecuencia, no comportarse como un no-combatiente o como un no-neutral trae consigo dejar de ser tratado como tal, y perder los derechos y deberes.
En la era de la guerra sucia, parece pertinente recordar el fundamento de cualquier derecho de guerra: es obligación del no-combatiente no participar en la lucha. Desde el momento en que participa en ella pasa a ser combatiente, independientemente de la forma o de la táctica que emplee, de que vista de uniforme, de que luche de manera emboscada o abierta. Deja de gozar de la protección de los no-combatientes, será combatido por el enemigo. De igual forma, el combatiente que por diversas razones deja de serlo, deja de ser objetivo, como reconocerán las Convenciones de Ginebra y La Haya; no son objetivo militar ni el personal civil, ni el sanitario o religioso ni los heridos o prisioneros. Éstos últimos porque ya no combaten. La distinción entre combatientes y no-combatientes no depende, en última instancia, ni del uniforme ni de la actividad política, sino del hecho primario y radical de participar en la lucha.
Consideraciones evidentes, que deben constituir el punto de partida. Después vendrán las consideraciones jurídico-legales; si el que combate lo hace en nombre de una nación a la que representa, entonces es sujeto de unos derechos y deberes fruto del reconocimiento mutuo entre unidades políticas; el soldado representa a la nación, es un enemigo público y por tanto es posible combatirle sin odiarle. Si lo hace en nombre propio y movido por intereses privados, será considerado un bandido o un criminal, y será tratado como tal; ninguna consideración propia del legítimo combatiente espera al terrorista y al criminal, que será juzgado o ajusticiado según costumbre de la comunidad que lo apresa.
Acerca de civiles y militares
Por el contrario, la distinción entre civil y militar es institucional y sociológica; diferencia a aquellos que integran las fuerzas armadas del resto de la población. Con la institucionalización de la guerra como realidad política y su asunción por parte del Estado, aquellos que estaban llamados a realizarla pasaron a ser militares. Por eso, en sentido estricto, militar es aquel que integra el Ejército, y por oposición a él, el civil es aquel que permanece al margen de las Fuerzas Armadas.
Físicamente, tal distinción queda plasmada en el uso del uniforme. éste, además de proporcionar cierta cohesión, jerarquía y distinción en el campo de batalla entre el amigo y el enemigo, tiene una función política excepcional; define quién tiene derecho al ejercicio de la violencia en nombre de la comunidad y quien no. El uniforme es así la plasmación política de la figura del combatiente legítimo, representante de la colectividad cuando las disputas dejan de ser diplomáticas para convertirse en bélicas.
La utilización del uniforme no sólo señala a quien es sujeto y objeto de la guerra, sino que, además, señala quien no lo es. Desde el momento en que la comunidad señala quiénes de los suyos combaten señala a las claras quiénes no combaten. Presenta a los militares, y al hacerlo descarta a los civiles. El militar pasa a ser el combatiente, y el civil el no-combatiente. A partir de este momento, cobran sentido las leyes de la guerra, las convenciones de Ginebra, el Derecho internacional humanitario. Sólo señalando bien a las claras quién combate con pleno derecho se puede señalar quien debe, también por derecho, quedar fuera de la violencia.
En este sentido, el Derecho de Guerra señala los límites de la violencia; la figura del combatiente legítimo limita la violencia, temporalmente en la medida en que cesa cuando el combatiente, por derrota o rendición, deja de ser combatiente; espacialmente porque en la medida en que la lucha se desarrolla allí donde los militares se presentan batalla, el resto queda al margen de las hostilidades.
Ahora bien, si esto es así, la distinción entre combatientes y no-combatientes y la distinción entre civiles y militares derivan una de otra, pero proceden de dos órdenes distintos. El primero se deriva de la naturaleza de la guerra; el segundo de la institucionalización social. Razón por la cual, la identificación entre combatiente y militar no es necesaria; y lo que es más interesante, tampoco la identificación entre no-combatiente y civil. El siglo XX muestra que se puede combatir sin ser militar y ser militar sin combatir.
Hizboláh; combatientes y civiles
Finales de julio de 2006; las televisiones españolas muestran las imágenes captadas por una aeronave israelí que sobrevuela el sur del Líbano. En la pantalla, una docena de milicianos de Hizboláh combaten entre callejuelas contra el Ejército israelí. El espectador contiene el aliento; parece una película, pero están muriendo seres humanos de verdad. En un momento dado se ven forzados a retirarse, en un desordenado repliegue. Por fin llegan a sus vehículos, en los que se montan antes de que acabe la grabación.
El espectador acostumbrado a las soflamas antiisraelíes del presentador y del redactor puede no haber prestado atención a las furgonetas de los milicianos. Si lo hubiera hecho, hubiera observado las rayas oscuras sobre fondo blanco, los dos círculos brillantes en la parte delantera del techo y los dos menores en la trasera. Ambos transportes son iguales, sospechosamente iguales y uniformes. Entonces el atento espectador da un respingo en el sillón; las furgonetas en las que se meten los milicianos de Hizboláh son ambulancias.
Organizaciones no gubernamentales, periodistas, políticos árabes se escandalizan cuando las noticias hablan de voladuras de ambulancias o camiones cargados de alimentos en la carretera a Damasco. Denuncian la extensión de los bombardeos a la población civil, a los no-combatientes. Pero sobre el terreno la cosa no parece tan clara; ¿qué ambulancia transporta a un niño herido y qué ambulancia contiene un comando de Hizboláh fuertemente armado?¿qué espacio formalmente civil es, en realidad, un centro de combatientes pro-iraníes?
Lo que está poniendo de manifiesto la guerra en Oriente Medio es que el Ejército israelí tiene en frente a unas milicias de Hizbolah que han hecho saltar definitivamente por los aires la diferencia tradicional, a la que aún se acoge Occidente como último recurso de humanidad, entre combatientes y civiles. Hizbolah en Líbano, Hamas en Gaza o al-Qaeda en Iraq tienen en común la condición de sus miembros; todos ellos son, voluntaria y declaradamente, tanto civiles como combatientes, y su estrategia consiste, de hecho, en fusionar los dos mundos.
La novedad estratégica parece consistir no sólo en convertir al combatiente en civil, sino en convertir al civil en combatiente activo. La teoría clásica de la guerra irregular había bordeado tales límites; la guerra popular de Mao Tse Tung partía de la idea del apoyo activo del pueblo, escondiendo, avituallando, informando. Después, el analfabetismo estratégico y la atracción por la violencia brutal de Ernesto Guervara dieron lugar a la aberración del “foquismo”; la provocación revolucionaria de la máxima represión posible contra la población civil, en la creencia de que ésta se convertiría en combatiente. La estrategia revolucionaria buscaba convertir a los civiles en combatientes activos contra el Estado.
Pero algo diferente parece abrirse paso en la era de las ONGs, de la CNN y de las comisiones de derechos humanos. Los grupos terroristas islamistas, como revolucionarios, utilizan a la población civil; como observadores de la historia de las democracias occidentales, lanzan a los civiles a la guerra, pero con una novedad; lo hacen de forma pasiva, como instrumento estratégico y político contra Occidente, contra Estados Unidos o Israel.
A estas alturas, más allá de la desinformación que aqueja a los medios de comunicación europeos, más prestos a reportajes sentimentales y emotivos que a informaciones objetivas sobre el terreno, parece evidente que las milicias de Hizboláh utilizan ambulancias para moverse por las calles; sitúan sus almacenes y arsenales en mezquitas y hospitales; lanzan sus mísiles desde los patios de las escuelas. Sitúan sus cuarteles generales en las zonas más densamente pobladas de las ciudades. Características todas atribuibles también a Hamas o a los grupos terroristas en Iraq; la detención de los secuestradores de la cooperante italiana Sgrena destacaron “la frialdad y complicidad de los familiares con las actividades de los detenidos” (ABC, 23-07-2006), que preparaban armas y operaciones en una casa repleta de niños jugando.
El mismo día, Estados Unidos entrega a Israel más bombas guiadas con precisión quirúrgica, en busca de evitar lo que los milicianos pro-iraníes tratan de buscar. Como su pequeña aportación estratégica, Hizboláh funde el espacio del combatiente con el del no-combatiente, ante la boca cerrada de la comunidad internacional, que invoca un Derecho de Guerra despreciado por las huestes de Nasralá.
El tradicional Derecho de Guerra parte de la convicción de que las partes enfrentadas buscan expresamente alejar la violencia de la población civil; sin embargo, en la era de las guerras sucias, grupos por todo el mundo buscan precisamente lo contrario; Sadam lo hizo; aunque no pudo esconder a sus militares entre los civiles, su búsqueda de escudos humanos llevó a lo más burgués de la izquierda europea a haraganear por Bagdad en busca de protagonismo. En Líbano hoy, la población civil ya no es el espacio que salvaguardar de las bombas; se ha convertido en el campo de batalla desde el que Hizboláh lanza sus ataques y espera atrincherado al Ejército israelí.
El uso pasivo de civiles; estrategia y política
Razones estratégicas y políticas parecen explicar este retroceso a épocas de barbarie, retroceso practicado por terroristas y milicianos por todo el mundo. Utilizar pasivamente a la población civil pudiera ser la única forma de hacerlo cuando ésta se cansa del mesianismo de Hizboláh, y al tiempo proporciona varias ventajas estratégico-políticas.
En primer lugar, dificultan que Israel tome la decisión de atacar. Los guardianes de la virtud en Europa presuponen un gusto israelí por la muerte de inocentes; lo cierto es que encaminar la acción expresamente hacia la muerte de civiles es una prerrogativa exclusiva de Hizboláh y Hamas. Quienes identifican ambas partes del conflicto olvidan lo fundamental; la intención es parte imprescindible de la acción humana, y sólo Hizboláh y Hamas tienen la intención confesa y confesada de matar a quienes ni visten uniforme ni combaten en las hostilidades. Que las bombas israelíes matan inocentes es incontestable; que sólo los grupos terroristas lo hacen intencionadamente, también.
Entrelazando las estructuras de mando y ataque con la vida civil en Líbano, Hizboláh establece una primera dificultad a Israel; la de tomar la decisión de un ataque que costará vidas humanas. Tales escrúpulos occidentales, en Beirut o Bagdad, proporcionan una ventaja estratégica a los emboscados; en una primera fase los golpes quedan impunes, los soldados secuestrados se esconden entre mujeres y niños y los misiles surgen de corrales y sótanos libaneses con la certeza de que la respuesta no será ni inmediata ni definitiva.
En segundo lugar, las operaciones militares contra las barriadas y los campos de refugiados repletos de familias chiíes se convierten automáticamente en operaciones limitadas en sus objetivos y arriesgadas en su ejecución. Escondidos en los sótanos y las plantas bajas de los pueblos del sur del Líbano, disparando bajo los dormitorios de niños inocentes, los terroristas buscan protección ante las tropas israelíes. La infantería israelí operará buscando evitar el daño a inocentes; cualquier tanquista se lo pensará dos veces antes de disparar sobre una vivienda ocupada por civiles tanto como por milicianos armados. En Gaza o en Líbano, los no-combatientes son la trinchera más efectiva para Hamás y Hizboláh.
Estrategia que rompe con las pretensiones israelíes y occidentales; ¿acaso humanizar la guerra no ha significado tratar de alejarla de la población civil? La potencia de fuego israelí queda inutilizada cuando de lo que se trata es de distinguir al adolescente palestino del terrorista que porta un cinturón bomba bajo sus ropas. La respuesta de Hizboláh y Hamás a tal dilema parece evidente; pocos escrúpulos tienen los terroristas ante la duda. Pero Israel ni puede ni quiere actuar de manera semejante, no sin renunciar a su espíritu democrático ni a su prestigio internacional. Entre la necesidad de acabar con la infraestructura de Hizboláh, que parasita la vida civil libanesa, y el imperativo supremo de no dañar inocentes, cualquier actuación israelí satisface a muy pocos. Indudable ventaja estratégica de Hizboláh construida sobre la sangre de los suyos.
En tercer lugar, la trinchera humana no sólo proporciona un beneficio defensivo; es un arma política de primer nivel. Israel lleva cincuenta años en guerra; parece difícil doblegar a sus ciudadanos, aunque no imposible; las bombas en los cafés de Tel Aviv aún proporcionan ciertos éxitos para los terroristas. Pero más allá de eso, Hizboláh, Irán y Hamas se hacen la pregunta adecuada; ¿cuántos inocentes muertos forzarán a Europa y Estados Unidos a enfrentarse a Israel?; ¿con cuantos amenazar para tener manos libres en la carrera hacia la Bomba?¿cuántos libaneses muertos soportarán los telediarios en Israel, Alemania o Estados Unidos? Hizboláh es consciente de que los muertos libaneses son misiles dirigidos contra las mentes occidentales.
Fanáticos o iluminados, los terroristas del mundo hacen un análisis certero; Occidente es un tigre de papel. Europa se escandaliza virginalmente cuando la sangre salpica las pantallas de los televisores, y se llena la boca con la palabra “paz”, sin querer siquiera saber qué significado tiene. A su lado, Israel es el vecino molesto que recuerda que la política tiene una cara oscura llamada guerra, que la existencia de un Estado no es un derecho adquirido sin esfuerzo y que la democracia no trae, necesariamente la paz. Demasiado para una Europa que se alzó al grito de “¡No a la guerra!” en socorro de Sadam, con la convicción de que era mejor dejar matar disimuladamente al sátrapa de Bagdad antes que abrir el futuro de los iraquíes aún para matarse ante nuestros televisores.
Dos son los dogmas que se extienden por Europa; nada resulta valioso, y nada merece ser defendido. Sólo un mandamiento parecen entender los europeos; no al esfuerzo, no a la lucha, no al sufrimiento. Israel comete el crimen supremo de negar ambos dogmas; defiende su país con uñas y dientes, y acepta el esfuerzo de mantener su propia existencia cada día del año. Frente a ellos los palestinos también recuerdan una tensión que parece eterna. Tensión constante, existencia militarizada que la Europa del pacifismo y del hedonismo parece incapaz de comprender, y que se le hace insoportable.
Hizboláh y Hamas son demasiado conscientes de ello; los muertos israelíes hacen tanto daño a Israel como los muertos palestinos. Perversión histórica, los inocentes muertos en los combates, sean del bando que sean, se contabilizan en el marcador de Israel. Dando la vuelta al arte de la guerra, la muerte de los propios es un objetivo más apetecible que la muerte del enemigo. Las guerras hoy no se ganan en el campo de batalla, sino en la opinión pública occidental, y para eso hacen falta civiles muertos que endosar a Israel; una vez más, cuanto peor, mejor. Pero, a la sombra del arma nuclear iraní, ocupado en evitar su definitiva aniquilación, Israel obvia los editoriales, los titulares y las manifestaciones encabezadas por Pedro Zerolo. Y este es el mayor crimen que Israel podría cometer ante los profetas del nuevo milenio, los del pensamiento único.
¿Entierro del espíritu de Ginebra?
Hoy, sesudos analistas especulan sobre los objetivos de los israelíes en el Líbano. Los titulares se llenan de referencias a la población civil, a los combatientes, a los no-combatientes, en una espiral de inexactitudes y abstracciones que se acercan cada vez más al moralismo irreal. Se relacionan vertiginosamente Guantánamo, Líbano, los vuelos de la CIA, el precio del petróleo. Todo ello aderezado con la reivindicación constante del Derecho de Guerra.
Las Convenciones de Ginebra y La Haya fueron fruto de la convicción común de que era necesario alejar la guerra de la población civil. Reconociendo la hostilidad como parte de la política, las naciones reconocieron una necesidad común a todas ellas, superior a cualquier litigio que llevara al conflicto. Hoy, en el siglo inaugurado por el 11S, Occidente es heredero de un derecho de guerra al que no puede ni quiere renunciar y aplica unas categorías jurídicas y legales a quienes nada quieren saber de él.
La distinción entre combatientes y no-combatientes parece saltar por los aires cuando las milicias chiíes disparan sobre los israelíes desde hospitales, mezquitas y escuelas; aquellos sitios que precisamente el Derecho de Guerra trataba de salvaguardar a toda costa. Cuando uno de los dos bandos busca que la figura del que lucha se confunda con la del que no lucha, cualquier convención parece quedar en papel mojado, y el Derecho de Guerra se convierte en instrumento contra el propio Derecho de Guerra.
El papel del civil se desdibuja definitivamente cuando el padre de familia chií observa impasible cómo desde la planta baja de su casa los milicianos de Hizboláh lanzan sus misiles contra las tropas israelíes. Se rompe cuando el bunker de Nasralá se construye en un populoso barrio de Beirut, junto a la mezquita o al hospital, fundiendo combatientes y no-combatientes en un mismo espacio. La figura del civil tiene sentido cuando existe un combatiente legítimo que proyecta pero también atrae sobre sí la violencia del enemigo, alejándola de los demás. Aquí ocurre exactamente al revés.
Las clásicas leyes de la guerra, a las que pese a todo aún se acogen Israel en Líbano o Estados Unidos y Reino Unido en Iraq, sólo tienen sentido en la medida en que ambas partes tengan la finalidad común de salvaguardar a la población civil de los desastres de la guerra. Cuando una de las partes busca expresamente lo contrario, convertir la población civil en el campo de batalla desde el que vencer y desmoralizar a la otra parte, convierte al Derecho de guerra en arma de quienes no lo reconocen contra quienes sí lo hacen. Así, sólo parece cuestión de tiempo que las leyes que tanto tiempo costó edificar para humanizar la guerra salten por los aires. Hoy comprobamos que sólo el ideal universalista de Occidente impide que miles de personas, tras las que se atrinchera Hizboláh, reciban el mismo trato que éstos ofrecen a sus enemigos; pero también hoy observamos que ello comienza a resquebrajarse.
Apuntes nº 35 | 31 de Julio de 2006
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