Raíces del pensamiento conservador europeo
Comenzaremos por el concepto. Antes de caracterizarlo debemos señalar el problema del término conservador y su connotación peyorativa en la sociedad contemporánea, ya que la etiqueta de “conservador” no aparece atractiva. En una sociedad marcada por las transformaciones, el cambio y el progreso, se lo asocia comúnmente con conceptos como antiguo, medieval, rígido o anquilosado. El uso o mal uso del término en la actualidad es corriente y se vincula con actitudes contrarias al cambio, sin hacer referencia al contenido o verdadera significación de éstas. Erick Von Kuenheldt-Leddin, liberal-conservador, quien fuera miembro de la prestigiosa Sociedad Mont-Pelerin, señalaba que el concepto conservador huele a naftalina, aquel olor a encierro que percibimos al abrir el armario de nuestra abuela. Por lo mismo evoca una connotación peyorativa, una etiqueta que aparece incómoda frente a otros conceptos como liberal o progresista que hacen alusión a actualidad, modernidad y flexibilidad. Von Kuenheldt-Leddin trató de dar una solución, autodefiniéndose como “cristiano libre enlazado con la tradición”. La definición parece correcta, como veremos, para calificarse como conservador, pero es evidente que no soluciona los problemas inherentes al concepto.
La expresión “conservador” surge en la Francia de la Restauración, a través de un periódico del escritor romántico René de Chateaubriand y ya estaba difundido y consolidado hacia 1830.
La mentalidad conservadora, no obstante, ha estado presente durante toda la historia y por lo mismo podremos encontrar conservadores en los distintos períodos históricos; al igual que revolucionarios, idealistas o realistas son conceptos que atraviesan la historia, y que, por lo tanto, van más allá de un período determinado.
Me referiré fundamentalmente a lo que denominaré orígenes del pensamiento conservador moderno, que tienen su raíz, como veremos, en las respuestas al ideario de la Revolución Francesa. Creo conveniente señalar que el Antiguo Régimen, que se derrumba a través de los ecos revolucionarios de 1789, fue un esquema, un modelo político conservador y, por lo tanto, los conservadores de entonces no se encontraron en la necesidad de difundir, ordenar o precisar su ideario. Ello porque, concretamente, el régimen político en que vivían era naturalmente conservador.
Para comenzar, definiré algunos principios de la mentalidad conservadora, característicos a partir del quiebre de aquel Antiguo Régimen, es decir, una vez que estalla la Revolución Francesa. Luego continuaremos distinguiendo tres vertientes europeas, de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX: la inglesa, expuesta por Edmund Burke, la francesa difundida por Bonald y De Maistre, y la española a través del pensamiento de Juan Donoso Cortés. Para terminar plantearé algunas reflexiones acerca de los vicios y errores a los que se exponen comúnmente los conservadores y que nos permitirán también precisar tanto los aportes como las posibles desviaciones del método conservador.
Principios de la mentalidad conservadora
Historia y tradición. Para los conservadores, como señala Robert Nisbet, historia en lo esencial supone experiencia y, por ello, confianza en esa experiencia fruto del pasado, por encima de la especulación abstracta y los devaneos intelectuales que caracterizaron a los ideólogos de la Revolución Francesa. La sociedad para los conservadores, en términos generales, no es algo mecánico, ni una construcción artificial como expresaba Hobbes, uno de los doctrinarios del absolutismo y el primero de los contractualitas, quien va a señalar precisamente en su Leviatán aquella idea de la sociedad como un ente artificial, un artificio humano, es decir, una especie de reloj, mecánico, del cual dependen una serie de engranajes y que basta modificar alguno de éstos para variar el movimiento, el devenir de la sociedad.
La sociedad para los conservadores, si no es mecánica, si no es artificial, si no es una construcción a priori, abstracta, es fundamentalmente una construcción histórica y por lo tanto conlleva un desenvolvimiento orgánico. Es decir, su desarrollo es acumulativo a través del tiempo, sin pretender prescindir de las enseñanzas de la historia. La sociedad, estiman, no es algo que se haga de un día para otro, que se invente a priori, prescindiendo de la realidad y rechazando el pasado; es una construcción histórica que supone un desarrollo acumulativo. De ahí la trascendencia de la historia, aspecto decisivo para la mentalidad política conservadora, que enseña que no podemos saber dónde estamos, ni menos a dónde vamos, si no conocemos dónde hemos estado, y de dónde venimos.
Otro concepto fundamental que mencionaremos es el de tradición. El concepto de tradición proviene del latín tradere que significa transmitir. En este caso no se trata de transmitir cualquier cosa, sino precisamente más bien un legado que vale la pena dejar como herencia, traspasar a las nuevas generaciones. Así como en la actualidad el concepto conservador tiene un sesgo peyorativo, la idea de tradición también ha sufrido de incomprensión, probablemente porque no se ha profundizado en su verdadero significado. A primera vista, se confunde con un zambullirse en el pasado, un anquilosarse en el siglo XII, querer volver a tiempos pretéritos. No obstante, tradición es transmisión, por lo mismo, implica movimiento, dinamismo e involucra también selección. No todo pasado es bueno, no todo pasado vale la pena que se conserve y que se transmita, debe seleccionarse y por ello la correcta selección valora, genera, lima, actualiza la tradición. Y es que también es dinámica, supone una entrega hacia las nuevas generaciones, es como una carrera de relevos, en donde el testigo se recoge pero no se entrega inmediatamente, exige ser actualizado, requiere un trabajo propio, No se entrega sin más el legado recibido, sino acrecentado, limado, actualizado a la siguiente generación. La tradición bien entendida es entonces dinámica; ha desechado lo que no valga la pena mantener y transmitir, colocando el énfasis en lo que sí conviene conservar. La tradición, ya lo decía nuestro historiador Jaime Eyzaguirre, hay que entenderla con sentido dinámico: no es arqueología, no es adorar el pasado por el pasado, un pasado que se ha ido. No considerando el dinamismo y la selección que supone la tradición se cae en uno de los vicios o errores de los conservadores o de los tradicionalistas: el terminar deificando el pasado en una actitud como la del nostálgico Jorge Manríquez, para quien pareciera que “todo tiempo pasado fue mejor”, postergando esa labor clave de actualización.
Razón y prejuicio. Otro de los puntos fundamentales para entender lo que es la mentalidad conservadora, lo refleja la idea y especial estimación del prejuicio y su contraposición a la confianza desmesurada en la razón. Fue Edmund Burke el que ante el pleno éxtasis ilustrado y racionalista de su siglo XVIII supo, con sentido común, valorar el prejuicio. Prejuicio no es más que un juicio previo, por lo tanto muchas veces sin posibilidad de ser demostrado. Burke defiende la idea de prejuicio frente a la pretensión de una razón absoluta, como la entendieron muchos ilustrados del siglo XVIII y también algunos racionalistas del XIX, a quienes una confianza absoluta en la certeza matemática de las ciencias exactas, los llevó a extenderla con soberbia y desatino a los asuntos humanos y sociales.
Para Burke, en cambio, la idea de prejuicio conlleva, por así decirlo, una sabiduría intrínseca, en el sentido de que es un legado de las generaciones anteriores y favorece la decisión en momentos en los cuales esa decisión tiene que ser rápida y no hay tiempo de experimentar y comprobar. Frente a la necesidad de decidir rápido, muchas veces ese legado de prejuicios, que son juicios previos que hemos heredado, nos permiten desenvolvemos en la vida social. En Burke, el prejuicio es un recordatorio de la autoridad y de la sabiduría de las generaciones pasadas; es un sentido común, un buen sentido histórico; es una intuición heredada, todo lo contrario de la soberbia racionalista. En la sesión anterior, se citó al agudo Gilbert K. Chesterton. El escritor británico irónicamente señala que el sentido común es también el menos común de los sentidos. ¿Por qué despreciar entonces, sin más ya priori, los prejuicios, posible fuente de ese escaso sentido común?
Pareciera sensato que si comprobamos su equivocación así lo hagamos; pero mientras tanto Burke se preguntaría por qué ese afán de tirarlos por la borda. Son prejuicios, es decir, juicios no comprobados y la experiencia puede tanto confirmarlos como rechazarlos. Al menos tienen el aval de las generaciones anteriores. Los dardos de Burke se dirigían a los jacobinos a aquellos que anhelan dar vuelta la tortilla con su revolución y transformar ese sentido común.
No hay duda que Gramsci, en el siglo XX, promovió también la transformación de ese sentido común, echando por la borda el sentido tradicional, lo que hemos heredado de nuestra familia, de nuestra sociedad, pretendiendo generar una nueva hegemonía cultural proclive al marxismo. Burke valora la idea de prejuicio frente a esa mentalidad de pretender conocer todo a través de la razón, con precisión absoluta.
El mismo Chesterton nos dice en un determinado momento que el soldado absolutamente racionalista, si llegara a sopesar y a calcular las posibilidades que posee de sobrevivir en una guerra, los beneficios que le va a traer y las desventajas que conlleva su alistamiento, lo más probable es que no combatiría nunca. Y agrega, el enamorado absolutamente racionalista que pone también en una balanza los aspectos positivos y negativos del matrimonio y las responsabilidades que ello supone, y lo mide exclusivamente en términos cuantitativos, quizás jamás tome la opción del matrimonio. ¿Qué quiere decir con esto Chesterton? Que hay una serie de asuntos que están más allá del cálculo racional y cuantitativo, que el hombre tiene también sentimientos y emociones. La reacción romántica de comienzos del siglo XIX fue el rechazo al imperio frío e impersonal de la razón absoluta y calculadora y la sublimación, por lo demás también exagerada, de los sentimientos, las emociones, la imaginación y la intuición.
No pensemos que el conservador deba rechazar la razón; sería bastante irrazonable e insensato. ¿Qué es lo que sucedió? Estamos a fines del siglo XVIII y frente a esa soberbia racionalista que pretende reducir todo a su visión de cálculo, comienza también a surgir un movimiento cultural, el movimiento romántico, que reacciona a ese frío y geométrico racionalismo del siglo de las luces, que comienza en Alemania con el Sturm und Drang, tormenta y alarido, y que en Inglaterra cuenta con algunos románticos como el poeta y dibujante William Blake o los poetas “blaquistas” Wordsworth y Coleridge, corriente que el propio Burke influyó a través su “Indagación filosófica acerca de nuestras ideas sobre lo sublime y lo bello “, la primera de sus obras y que no se refiere a la política sino a la estética. Pues bien, la reacción romántica, tan creativa como vehemente y apasionada, condujo a no pocos hacia el otro extremo, terminando por rechazar la razón, como por ejemplo en aspectos del pensamiento tradicionalista francés, de Bonald y De Maistre.
En el ámbito conservador hay que entender la razón, como el mejor mecanismo que tiene el hombre para conocer. ¿Por qué rechazar aquella facultad que nos distingue de las bestias? Se preguntaba ya San Agustín al defender el uso riguroso de la razón. Sin embargo, rechazan los conservadores esa pretensión de razón infalible, absoluta; ésta se la reservan a Dios. El racionalismo abstracto del siglo XVIII, por el contrario, fue gestor de aquella mentalidad que luego, en el siglo XIX, levantó la creencia en el progreso indefinido, sin posibilidad de detención ni mucho menos de retroceso. Ambas actitudes fueron criticadas por el pensamiento conservador.
En suma, para los conservadores el mecanismo de la razón es precisamente el mecanismo intelectual del ser humano, el que nos permite conocer, pero que no es perfecto. Nuestra razón no es absoluta, no es infalible, es el mejor mecanismo que tiene el hombre, pero tiene límites, y esto es precisamente lo que pretendió hacer ver Burke a través de su defensa del prejuicio y ante la marea racionalista de su siglo de las luces.
Autoridad, libertad, igualdad y propiedad. Son cuatro conceptos cuyas relaciones creemos conveniente precisar, bajo el prisma del ideario conservador, si pretendemos enunciar sus principios. Burke señalaba que la libertad que defiende está conectada al orden y la virtud; sin ellas, para él, la libertad no existe. Para los conservadores el problema de la libertad está vinculado a un triángulo orgánico compuesto por el Estado, los cuerpos intermedios y los individuos, cuyas relaciones estarán supeditadas al respeto del principio de subsidiariedad. Al reconocimiento de la autonomía de los cuerpos intermedios en cuanto a las funciones que le son propias. Recuerdo a Jaime Guzmán señalar en sus clases que un buen parámetro para la medición de la libertad en una sociedad, era precisar hasta dónde se respetaba este principio de subsidiariedad. Ha sido rasgo distintivo de la política conservadora su inclinación afectiva en defensa de la familia, las comunidades locales, la descentralización del gobierno y la promoción de la propiedad privada como ámbitos concretos de libertad y a su vez diques efectivos al crecimiento del poder estatal. Los conservadores criticaron la libertad jacobina de raíz roussouniana, colectiva, vociferante y violenta que dejaba inerme al individuo sometido ante la comunidad absoluta; el período del Terror durante la Revolución les dio pruebas de ello.
Frente a las libertades abstractas, los conservadores defendieron libertades concretas, algunas de ellas jerárquicas, en el entendido de que la jerarquía no implicaba necesariamente discriminación, sino justicia, al dar a cada uno lo suyo, lo que le corresponde, reconociendo méritos, virtudes y talentos. Si las jerarquías decaen en cuerpos cerrados, impenetrables, como se percibía a fines del Antiguo Régimen, la sociedad pierde su dinamismo y las jerarquías terminan cerrándose en un anacronismo egoísta.
Los conservadores rehuyen decretar la igualdad, saben que aquellos que intentan nivelar, nunca igualan, y la experiencia les enseña que la nivelación hacia abajo es el camino fácil y que lo difícil es igualar hacia arriba. Así Tocqueville, otro liberal conservador, acepta y promueve la democracia pero advierte de algunos de los peligros inherentes a ella, como la tendencia mediocratizante donde los individuos rebajan sus anhelos e intereses y pueden terminar entregando su libertad en beneficio de un despotismo igualitario.
La igualdad por decreto pareciera favorecer y ser fruto a la vez de aquella envidia igualitaria, concepto que, al decir de Fernández de la Mora, ha cubierto los dos últimos siglos de resentimiento, odio de clases y frustración para alimento de revoluciones.
La propiedad tiene en los conservadores una íntima conexión con la libertad. La estiman de derecho natural, pero no absoluta, lo que los distingue de estimaciones liberales más a ultranza. Para los conservadores, la propiedad es un ámbito concreto de expresión de la libertad; como ejemplo cabría mencionar la conocida sentencia “cada uno es Señor en su casa”. Por lo mismo, sus políticas tienden a favorecer el acceso a la propiedad privada, en el entendido que facilitar la propiedad privada genera ámbitos concretos donde se manifiesta la libertad; por el contrario, desconocer la propiedad privada supondrá restringir los espacios de libertad.
Saben los conservadores que la revolución a quien primero afecta es a la propiedad. Aun en el caso que su respeto esté señalado en el articulado de los derechos del hombre, fueron éstos más vociferados y obligados a recitar que efectivamente observados, en la práctica revolucionaria.
En los conservadores encontramos una especial inclinación por las propiedades inmuebles frente a las muebles, por la significación entrañable que poseen, en el arraigo e identidad de las familias y las personas. No es lo mismo, por ejemplo, la casa familiar que la propiedad de documentos financieros, como las acciones, papeles impersonales sin otro valor que el que estrictamente le indique el mercado.
Cambio, reforma y revolución. Los conservadores estiman que el cambio en sí supone un trastorno, y por lo mismo la reforma debe ser lenta y prudente, lo más probada posible para que esos trastornos sean los menos. Rechazan el método revolucionario que estima el escenario como una tabla rasa, el afán de comenzar de cero, rechazando todo el pasado, La verdadera reforma “conservadora” debe saber distinguir qué conservar y qué reformar; consecuentemente el desarrollo no es fruto que surja de manera espontánea, sino que es una tarea ardua y por lo general acumulativa.
No se debe entender el conservantismo como defensor de una actitud meramente inmovilista. Burke es enfático al afirmar la necesidad de reformas para mejorar: “Un Estado que carezca de posibilidades de renovación es un Estado sin medios de conservación”. En cuanto a la oportunidad de las reformas sus reflexiones son también notables: “las reformas tempranas son arreglos amistosos con un amigo que detenta el poder. Las reformas tardías son términos impuestos al enemigo conquistado”. De acuerdo a Kirk, Burke es el modelo del político conservador ya que reúne una disposición a preservar junto a una habilidad para la reforma.
Cosmovisión religiosa de la vida. En términos globales, los conservadores tienen una cosmovisión religiosa de la vida, tal como ha destacado Russell Kirk, uno de los principales divulgadores de la obra de Burke en los EE.UU. Religiosa en el sentido que conectan la vida, la persona humana con un Ser Superior, un Creador. Esto significa que consideran al hombre también como falible, no perfecto. Es decir, reconocen un orden superior, sobrenatural, lo que les permite mirarse modestamente así mismos como criaturas, no como dioses, tal como denunciara Hans Graf Huyn en su obra Seréis como dioses. Esa autoimagen prometeica del hombre contemporáneo, autónomo y desligado de un orden trascendente estaría en las antípodas del conservantismo.
Lo anterior tampoco implica el afirmar una sola religión en los conservadores, y veremos conservadores católicos, anglicanos, de origen judío, ortodoxos, respondiendo a la religión tradicional. Como ejemplos, Disraeli era de origen judío, Burke anglicano, Donoso Cortés, católico y Solyhenitsyn, ortodoxo. En lo que coinciden los conservadores es en estimar al hombre no como el centro del Universo, reconociendo y respetando por ello una dimensión trascendente de la persona humana.
El español Donoso Cortés señalaba que tras toda gran cuestión política, si escarbamos un poco, finalmente encontraremos un problema teológico. Es decir, ante dos posiciones diferentes en cuanto a los principios, no se trataba de asuntos accidentales; a fin de cuentas aquellas distintas posturas serían reflejo, en última instancia, de diferentes cosmovisiones del hombre, su origen y su fin.
Las dimensiones política y religiosa, sin confundirlas, tienen a su vez relación en los conservadores en la medida que la actividad política también es una actividad moral, por lo tanto debiera estar subordinada a ésta, lo mismo que la economía y las demás acciones del hombre. Reconociendo la debida autonomía de cada disciplina, para los conservadores la vida social no se puede estimar del todo ajena a su creencia religiosa. Aquellos Estados que han pretendido eliminar por decreto lo religioso, suprimir o perseguir la religión, caminan al despotismo.
Que lo anterior no lleve a pensar que el conservantismo promueve la teocracia o la íntima fusión de lo religioso con lo político, el hoy tan recurrente fundamentalismo. Eso sería regresar a un pseudo-agustinismo ajeno a la tradición política de Occidente. Edmund Burke va a escribir sus famosas Reflexiones sobre la Revolución Francesa, precisamente, en respuesta a los discursos de un pastor, el doctor Price, quien promovía las ideas de la Revolución que comenzaba en Francia. Burke aboga para que desde el púlpito se escuchen lecciones de virtud y trascendencia, no recetas políticas.
Selección de tres vertientes
Corresponde describir ahora tres vertientes anunciadas al comienzo. La idea que pretendo exponer es que si bien ellas manifiestan diferencias en las formas políticas que postulan, éstas se deben a las distintas tradiciones políticas de donde provienen.
Comencemos con Edmund Burke, estimado como el padre del pensamiento conservador. Burke (1729-1797) como británico propició una política que debía saber combinar los problemas prácticos y concretos, considerando las variables circunstancias históricas y sin perder de vista los principios. Su realismo recuerda así a Aristóteles y lo distingue ante la especulación abstracta de su tiempo. Fundamental en la política, para Burke, es la conciencia histórica, la responsabilidad personal y la mirada a largo plazo. Estas serán las notas distintivas de un estadista, y que le hacen estimar a toda sociedad no como la construcción de una sola generación sino una coparticipación “entre los vivos, los muertos y los que están por nacer”.
Ello le lleva a consolidar en Inglaterra lo que estimaba estructura tradicional del Estado Británico, fundado en la división y el equilibrio de los poderes, en los principios de 1688, que lo alientan a definir y limitar la influencia y las prerrogativas del rey, ante los intentos de acaparar atribuciones de Jorge III; y, paralelamente, a extender la autoridad prudente de la Cámara de los Comunes, conforme a la misma tradición liberal parlamentaria británica. Si Burke fue liberal, lo fue por conservar la tradición, su tradición británica; si fue contrarrevolucionario, particularmente ante el estallido francés de 1789, también lo será por defender esa misma tradición. En este último caso no sólo británica, sino cristiano-occidental. Burke con sus la Revolución Francesa, de 1790, realiza un diagnóstico clave: calibra los sucesos de Francia como la gran revolución y denuncia con clarividencia sus efectos. Así en la medida que la Revolución transcurre, la fuerza de sus Reflexiones aumenta. No sólo logra evitar la extensión de los principios revolucionarios en Inglaterra, sino que además su obra otorga argumentos conservadores para toda Europa.
Sus correligionarios whigs le enrostrarán su noble defensa de libertades para Irlanda y América del Norte o una mayor justicia para la India, sin comprender ahora su actitud ante Francia. Burke les responderá que no ha cambiado. El polémico político de aquellas campañas les quiere ahora hacer ver las consecuencias funestas del sistema filosófico del siglo XVIII, diseccionando la ideología jacobina, que estima constituye una amenaza para la tradición cristiana de Europa. Su éxito fue parcial ante sus antiguos correligionarios whigs: la mayor parte de ellos no lo comprendieron, y se verán fascinados por el espíritu de la revolución. Es por ello que Burke, será, al final de su notable carrera política, más reconocido por los tories.
Una segunda vertiente a destacar es la francesa, más conocida como tradicionalista. Sus principales exponentes serán Joseph de Maistre y Louis de Bonald. Ambos fueron nobles y ambos sufrieron la Revolución, debiendo exiliarse. El estilo literario de De Maistre (1753-1821) es atractivo y deja escuela a través de sus principales escritos Consideraciones sobre Francia de 1797, Ensayo sobre el principio generador de las constituciones políticas, publicado en 1814; Du Pape, de 1819 y Veladas de San Petersburgo, publicación póstuma. Dos palabras acerca de cada uno de ellos nos permitirán perfilar algunas características de su pensamiento. Las Consideraciones reflejan su inquietud ante la Revolución francesa, y si bien recoge algunos argumentos de las Reflexiones de Burke, De Maistre tiene un tinte más místico y providencial. La Revolución es para él un castigo de Dios, debido a la decadencia moral y frivolidad de la clase dirigente y a la rebelión filosófica del siglo XVIII que ha pretendido situar a la razón en el sitial de Dios.
En su Ensayo sobre las Constituciones, el saboyano realiza una aguda crítica a aquella fiebre por escribir constituciones que invade por entonces a Europa. El pretender constituir naciones a priori, al margen de la realidad, basados en principios abstractos, despreciando las tradiciones históricas, es lo que fustiga afirmando que: “la fragilidad de una Constitución está en proporción directa a la multiplicidad de artículos que contiene”. En Du Pape, encontramos al principal generador del ultramontanismo, significativa corriente dentro de la Iglesia Católica que favorece la autoridad espiritual de Roma ante tendencias galicanas que, heredadas del Antiguo Régimen, se mantuvieron en Francia con Napoleón y los regímenes siguientes. Por último, sus Veladas de San Petersburgo recogen pensamientos frutos de sus tertulias al ejercer como diplomático del Piamonte. De Maistre pretende restaurar la monarquía hereditaria, más ética y menos frívola, pero al igual que Bonald su alternativa política pareciera un regreso al pasado sin distinguirse de la monarquía absoluta cuya tradición para Francia recuerda tanto la grandeza como la autocracia de un Luis XIV.
Por su parte, Louis de Bonald (1754-1840) publicó, en 1796, Teoría del poder político y religioso, donde sale al paso de las teorías tanto de Rousseau como de Montesquieu. Ante el mito del buen salvaje, Bonald piensa que la sociedad no corrompe sino que constituye al hombre, y ante la separación de poderes del autor de El Espíritu de las Leyes, se apoya en Bodin para reafirmar la unidad del poder. Bonald es monárquico y legitimista, tiene el raro mérito de resistirse al influjo de Napoleón, a quién le interesó su obra, lo que habla bien de su consecuencia. A diferencia de Maistre, Bonald es algo galicano más que ultramontano por favorecer el regreso de los Borbones. Debido a esta misma razón su tradición es heredera del absolutismo y pretende restaurar la unión del trono y del altar. Los tradicionalistas franceses serán así los teóricos del Régimen de la Restauración (1814-1830) y sus postulados contenían un cierto anacronismo inherente al intento de volver a un pasado ya ido. Esta actitud es la que Peter Viereck denomina como otantotista, aludiendo a un monarca piamontés que alarmado por los efectos de la revolución, se paseaba con nostalgia repitiendo la palabra otantoto, es decir 88, queriendo regresar a aquellos días anteriores a 1789.
Para finalizar esta segunda parte me referiré a la trayectoria intelectual del político y diplomático español Juan Donoso Cortés (1809-1853). En primer lugar porque su itinerario del liberalismo al conservantismo es interesante y porque comúnmente el pensamiento político español no ha sido del todo estimado por nuestros historiadores; en especial nuestra historiografía liberal del XIX despreció su influencia, no obstante, a mi parecer está presente en, por ejemplo, un Abdón Cifuentes y en forma decisiva en corrientes conservadoras del siglo XX. Pensemos, entre otros, en Jaime Eyzaguirre, Osvaldo Lira o el propio Jaime Guzmán. Donoso Cortés inicia sus actividades políticas como principal difusor en España de las ideas del liberalismo doctrinario francés, aquel que inspira la monarquía burguesa de Luis Felipe de Orleáns, donde el rey reina pero no gobierna, política del justo medio que utiliza el método ecléctico para abandonar tanto el Antiguo Régimen como para detener el espiral revolucionario. Entre 1837 y 1848 Donoso se aleja poco a poco de aquel liberalismo, acercándose a políticas conservadoras. Durante los últimos años de su vida, hasta su prematura muerte en 1853, Donoso Cortés llegará a ser uno de los más profundos críticos del liberalismo y a su vez señalará clarividentes denuncias respecto del socialismo.
En 1849, su Discurso sobre la dictadura le había otorgado fama europea. En éste el español la define como un recurso político de excepción, extralegal, y que por lo mismo no se puede formular; supone la concentración del poder político en una persona, en un partido o en el pueblo, para resolver una situación previa de grave crisis, pero que debe finalizar, por los excesos que su implantación supone, cuando la situación que la provoca ha desaparecido.
Dentro de estos límites y cumpliendo su misión, para Donoso Cortés la dictadura no es sólo necesaria, sino legítima, ya que sólo ella sería capaz de acabar con la amenaza de disolución que la habría generado. Como vemos, no es un partidario de la dictadura como régimen normal de la sociedad; la legítima como excepción. La disyuntiva para el pensador español no es la dictadura ante la libertad, sino la dictadura como último recurso ante el caos o la anarquía.
Será el estudio de la Historia de España, su repudio al materialismo y las tormentas revolucionarias lo que le mueve a abandonar el liberalismo, al cual llegará a considerar como antesala del socialismo. Esta última corriente, que apenas está en ciernes en su tiempo, la aquilata como una nueva religión que pretendería transformar el sentido común tradicional. Sus predicciones de que llegará a Rusia antes que a Londres le dieron, no sólo mayor acierto que Marx, sino que se adelanta ala revolución bolchevique en más de medio siglo.
Su propuesta política, para España obviamente, será una monarquía social, en donde la soberanía fuese compartida por el rey y las Cortes; en definitiva tan conforme a la tradición política española, como lo fue Burke a la tradición parlamentaria inglesa y lo habían sido a su vez de Maistre y Bonald a la tradición cercana al absolutismo de la monarquía de Francia.
Posibles excesos o errores comunes en la corriente conservadora
El problema de saber responder al qué conservar puede llegar a convertirse en un arma de doble filo para los conservadores. En la actitud de mirar el pasado podemos encontrarnos no sólo con un sensato respeto por lo que antecede, sino también con un rechazo escapista del presente y un no menos inquietante temor al futuro. Ambos vicios no han estado ausentes de la mentalidad conservadora y han sido por lo demás los que alimentan una idealización de épocas pretéritas.
Común en los conservadores es la estimación por las particularidades locales, regionales o nacionales. Esta actitud contraria al cosmopolitismo apátrida, valora las raíces culturales ancestrales y sin duda favorece el arraigo de los individuos, pero no obstante puede también generar visiones radicales de nacionalismos extremos que totalizan estas particularidades, terminando por generar actitudes de encierro temeroso que limitan la necesaria mirada y comunicación hacia el otro, o también a la inversa, una soberbia imperialista despectiva, favorecida por un orgullo arrebatado.
Pensemos en los imperialismos europeos de fines del XIX y comienzos del XX o en los nacionalismos del período de entreguerras, y veremos que han tenido conexiones con una distorsionada actitud conservadora como, por lo demás, con otras muchas corrientes políticas y económicas. La actitud del verdadero conservador sería la de aquel hombre arraigado, conocedor de donde viene, pero a la vez curioso, atento y respetuoso al devenir más allá de sus propias fronteras, no encerrado en su propio ghetto.
Los conservadores estiman el orden y rehuyen a la anarquía. Esta actitud llevada al extremo puede permitir aceptar la excepción como normalidad. Es decir, pueden terminar no sólo reconociendo la dictadura, ante la disyuntiva del caos, sino terminar aceptándola por comodidad como un régimen normal, presentándose la paradoja de desconocer con ello la propia tradición política.
Error común en los conservadores es entender la acción como reacción; es decir no actúan por lo general por iniciativa propia, sino gatillados por la acción previa de sus adversarios. El problema es grave, ya que el escenario político lo elige quien actúa y provoca la reacción, presentándose así en el debate en un ambiente que ha elegido y para el cual se ha preparado, mientras que quien reacciona se ve obligado a entrar súbitamente a la arena de su adversario. Conocida es la comodidad de los sectores conservadores que los lleva a actuar a desgano y tarde.
Otro error común en los conservadores se presenta en su exagerada valoración de las formas, lo que podríamos llamar la tentación de anquilosarse en las formas. Estas, como sabemos, son variables a través del tiempo, caducas no perennes; son por lo demás modas y por lo tanto, pasajeras. Los conservadores debieran estar dispuestos a dejar ir aquéllas que han perdido su actualidad y a recibir las que la obtienen. Las formas ayudan y facilitan la convivencia, pero no son más que ello; no son aspectos esenciales sino accidentales o accesorios, y muchos conservadores carecen de flexibilidad en este sentido, generando a veces batallas ridículas que más les valdría no haber emprendido. El fin del Antiguo Régimen mostró con la parafernalia y el cargado refinamiento del rococó, hasta qué punto la excesiva formalidad puede ser también sinónimo de decadencia.
Por último, una acusación frecuente a los conservadores es la de la defensa primordial de su peculio, de su patrimonio. En España los denominaban con ironía “conservaduros”, aludiendo a la moneda de 5 pesetas, es decir a la defensa hipócrita de los principios conservadores con el único interés de conservar sus riquezas materiales. La aspiración y defensa del bienestar es legítima; no tiene por qué implicar una ofensa. Aparece inconsecuente cuando se esconde una defensa de una situación personal tras la hipócrita defensa de principios generales.
El conservador, hemos visto, no valora lo económico como aspecto decisivo, y ello lo distingue del liberal; es decir, la distinta estimación que se le otorga al ámbito económico en la vida del hombre. Será fundamental y decisivo en el liberal, no de tan alta estimación para el verdadero conservador, al margen de que puedan coincidir muchas veces en políticas o medidas económicas concretas.
Gonzalo Larios (Licenciado en Historia por la Universidad Católica de Chile. Doctor en Filosofía y Letras, mención en Historia Contemporánea, por la Universidad de Navarra. Profesor en las Universidades Gabriela Mistral y Adolfo Ibáñez).
Arbil, Nº 106, agosto de 2006
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