Anasagasti, los mártires y el bipartidismo de los "Homo oeconomicus"
Se trata de un tema tratado hace tiempo dentro de la cultura occidental por, entre otros, Julien Benda en su célebre obra La Trahison des Clercs y nuestro José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas. Sin embargo, ninguno de estos dos autores, que aducimos como ejemplo, escribieron en nuestra turbulenta época ni tampoco se ocuparon de, lisa y llanamente, la estupidez y la necedad humanas. Así, por ejemplo, Anasagasti ha publicado un texto titulado Santidad, ¿y los curas vascos? en el que explica la muerte, probablemente injusta, de dieciséis sacerdotes vascos en la Guerra Civil española y recrimina al Papa por "el manto de silencio".
De acuerdo con Anasagasti, "según la Iglesia católica, el mártir es quien es ejecutado por el mero hecho de ser religioso y quien da la vida por Cristo. No tengo ningún comentario ni reparo que hacer a esta iniciativa pero sí al hecho de que dieciséis sacerdotes vascos asesinados por las tropas sublevadas en 1936 no reciben el mismo trato o, por lo menos, la consideración de si su muerte puede considerarse o no causa de martirio. Les mataron sin más y a pesar de las reiteradas propuestas para que sean recordados nadie dice nada. Y eso que la sublevación del general Franco fue bendecida como una Santa Cruzada". Anasagasti, al que la inteligencia solo se le presupone, no entiende que los mártires beatificados por la Iglesia en octubre son "mártires" porque fueron víctimas de fuerzas políticas que aspiraban al exterminio físico de los representantes de la Iglesia y de lo que ésta representaba; de ahí que les obligaran a blasfemar, a pisar el crucifijo y cosas parecidas.
Incluso Anasagasti puede entender que aquél que da testimonio de una idea y se deja matar por ella –en el caso de los curas beatificados, y para más inri, perdonando a sus verdugos- es normalmente considerado por esa idea como "mártir" de la misma, sea cual sea dicha idea. A los curas vascos no se les mató por el hecho de ser curas, ni se les obligó a blasfemar ni a ciscarse en los símbolos de la Iglesia. Por eso los dieciséis curas vascos pueden ser asesinados o incluso mártires de una idea absurda como es el nacionalismo vasco. Pueden ser lo que Anasagasti quiera pero el hecho es que su caso difiere del de los mártires beatificados por la Iglesia. Para entender esto no hace falta ser nacionalista vasco, ni budista ni anarquista, sino simplemente querer comprender, algo que no entiende Anasagasti quizás porque, por su condición de político, jamás le han pedido la cualificación intelectual que en España le piden a cualquier currito –simple mortal- hasta para regentar una taquilla del Metro.
Y es que en nuestra época es imprescindible no dejarse arrastrar por el torbellino partidista. Esta es condición sine qua non para ser un hombre verdaderamente libre. Yo he de dar gracias a Dios por no ser de izquierdas y por no ser liberal –ni neoliberal ni paleoliberal tampoco-, algo que me provoca la frecuente sensación de no tener árbol donde ahorcarme pero que también me aporta la tranquilidad de no tener que justificar lo injustificable, solo por el hecho de que lo defienda mi secta.
Más concretamente, nuestros amigos de la COPE se empeñan en demostrar que únicamente la "derecha liberal" encarna una alternativa al nihilismo de la izquierda. Desgraciadamente es éste un planteamiento bastante pobre. De hecho el Homo oeconomicus está por igual en la base del liberalismo y del marxismo, las dos formulaciones más importantes de la actual ideología dominante. Para el primero, es el hombre que consume a quien hay que defender; para el segundo, es el hombre productor. Ambos, sin embargo, se mueven dentro de los parámetros de la "alienación económica" porque es el modo de consumo o el modo de producción lo que determina la estructura social. Marxismo y liberalismo comparten también el optimismo antropológico, nacido de su matriz racionalista, por la que los hombres –definidos como agentes económicos- obran siempre en provecho de su mayor interés: en el caso del liberalismo buscan su mayor "bienestar" material y en el caso del marxismo obran en provecho de sus "intereses de clase". No es de extrañar que, dentro de ese optimismo antropológico, el liberalismo y el marxismo aspiren ambos a la desaparición del Estado, el primero mediante la apoteosis del mercado, auténtico garante de la "libertad" económica, y el marxismo mediante la instauración de la sociedad "sin clases".
El liberalismo ha supuesto en la historia la reivindicación de la libertad para las nuevas formas de poder que nacen frente al Estado y para los que las manejan, sean estas o no democráticamente elegidas. Hoy, con el marxismo políticamente desarbolado, el liberalismo es la doctrina por la cual la función económica se emancipa de lo político y justifica esa emancipación. Para ello, el liberalismo caricaturiza el poder del Estado denunciando su "ineficacia" –sistemática y sin excepciones- y los "peligros del poder"; de ahí la histeria dogmática frente a cualquier "nacionalismo" económico".
Por otro lado el liberalismo se esfuerza por hacer bascular al Estado hacia lo económico, sustrayéndole competencias que van a parar sistemáticamente al mercado, y poco a poco, invertir así la antigua jerarquía de funciones en la cual lo económico estaba subordinado a lo histórico y a lo espiritual. Gracias a esto, una nueva casta económico-financiera –que permanece incuestionada tanto en lo teórico como en la praxis democrática- atrae para sí la sustancia del Estado y secuestra paulatinamente la capacidad de decisión política. El gobierno y el Estado deben exclusivamente mantener la seguridad –sin la cual no hay libertad de comercio- y defender la propiedad económica. El Estado ha de delegar sus funciones en favor de los que verdaderamente entienden las leyes "cósmicas" de la economía, con lo que el poder político del Estado es tan solo un mal necesario.
En el liberalismo es el aprendizaje del éxito económico lo que selecciona a los "mejores", de manera que el mencionado éxito económico, injustificable cuando no es la consecuencia de una superioridad espiritual, se confunde con el éxito sin más. Se suprimen aristocracias, estamentos y privilegios y es lo económico el nuevo criterio de selección que instaura una nueva aristocracia del dinero en el lugar del viejo orden.
Por supuesto, la igualdad no desaparece sino que encuentra nuevo fundamento en el dinero. Hoy ya no se es rico por ser poderoso, sino que se es poderoso por ser rico. Y el rico aspira al mantenimiento de una jungla económica, justificada desde el liberalismo, donde la libertad equivale a la libertad del zorro en el gallinero, de manera que las desigualdades subsistentes se deben a la imprevisión y a los errores de gestión -del Estado, naturalmente-, pero nunca al mercado convertido en nuevo dios laico.
Toda esta cosmovisión subvertida cercena la dimensión espiritual del hombre desde su misma raíz, igual que hace el marxismo, y por eso sirve para explicar que el indiferentismo religioso y el materialismo práctico, así como la crisis social generalizada consecuencia de los anteriores, sienten sus reales en las sociedades occidentales donde el liberalismo se ha transformado –por analogía inversa- en la religión de la época.
Constituye un gravísimo problema que el liberalismo y sus derivados, frente a los desmanes de una izquierda nacida dentro de la matriz común revolucionaria, haya secuestrado toda posibilidad de alternativa y se presente a sí mismo como la única salvación posible. Debido a ello la crisis es mucho más profunda de lo que se cree y hace más necesario que nunca reivindicar el factor espiritual de la persona como única tabla de salvación posible. Pero antes, para recuperar la esencial libertad de pensamiento, hay que romper la diabólica tenaza del bipartidismo cerril.
Eduardo Arroyo
El Semanal Digital, 3 de noviembre de 2007
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