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Políticamente... conservador

Historia

Charles Maurras

La Nef me pidió desempeñar de alguna manera el papel de contra-réplica al recordar algunos de los límites del pensamiento maurrasiano. Con mucho gusto tomo el riesgo sin ignorar que este tipo de ejercicio entraña las mayores posibilidades de dejar descontento a todo mundo: a los maurrasianos, que bajo los ojos de la devoción consideran insuperable la obra de su maestro, y a los anti-maurrasianos, quienes por supuesto no dejan de ver como insuficiente cualquier crítica.

Vayamos directo a lo esencial. Maurras es tenido ante todo como el teórico de la monarquía, a quien con razón se identifica con una gran «familia» a la que él cree poder demostrar la necesidad como se demuestra un teorema. La institución monárquica, a la que él no cuestiona para no negarle sus méritos, ¿representaría, sin embargo, la mejor forma de encarar los problemas políticos de este tiempo? El espectáculo de las monarquías actuales nos conduce a dudarlo. Las que todavía existen en Europa no son más que democracias (liberales) coronadas. Y sobre todo, el estado general de la sociedad es hoy día el mismo en todos los países occidentales, sean repúblicas o monarquías. Este solo hecho nos lleva a pensar que Maurras sobrestimó los poderes de la institución. En lugar de reflexionar sobre las condiciones de formación del vínculo social, sobre la pluralidad de factores en juego en cualquier dinámica social, creyó que lo esencial de los problemas podía y debía regularse desde lo alto. Ése ya no es el caso.

Es cierto que Maurras también dijo que él no quería una monarquía parlamentaria. Pero entonces, ¿qué queda? ¿Una monarquía de derecho divino? Conocemos bien las condiciones. ¿Quién puede creer seriamente que la humanidad occidental puede volver a un régimen de heteronomía del que, para bien o para mal, ya está hoy fuera?

A partir de allí, Maurras se deja llevar por una imagen del todo maniquea. Al idealizar el Antiguo Régimen, no ve cómo la monarquía francesa, deseosa de liquidar el antiguo orden feudal, promovió constantemente a la burguesía en detrimento de la aristocracia, cómo contribuyó a edificar un vasto mercado que consagró a esta misma burguesía, ni cómo se empleó para poner en marcha un proceso de centralización política y de racionalización administrativa que la Revolución –como lo demostró Tocqueville– solamente aceleró y agravó.

Paralelamente, hace un elogio ditirámbico de los reyes de Francia, y despotrica en contra de la «barbarie alemana», olvidando que las dinastías merovingia, carolingia y capeta eran todas de origen germánico, y que el nombre mismo de Francia le viene de un conquistador alemán.

 

 

Su referencia al nacionalismo no es menos paradójica. Es en efecto con la Revolución que la nación adquiere su sentido político: el grito de «¡Viva la nación!» es en su origen un grito de guerra contra el rey. Y es también por eso que los primeros contrarrevolucionarios, como el abad Barruel, estigmatizaban el «nacionalismo» de los revolucionarios jacobinos. En Francia, el nacionalismo se formula como doctrina «de derecha» hasta el momento del affaire Dreyfus.

Cuando Barrès recuerda «la querella de los nacionalistas y los cosmopolitas» (Le Figaro, 4 de julio de 1892), él mismo no se coloca todavía entre los primeros, antes al contrario. Maurras invierte esta imagen al sostener que la Revolución fue anti-nacional y de inspiración «extranjera»: «La Revolución –escribe– procede de un esfuerzo del Extranjero y sus agentes». Sobre esta sorprendente afirmación se escritura toda una construcción intelectual donde, sobre la base de un clasicismo grandemente reivindicado, la Revolución –que sin embargo no ha dejado de reclamar para sí el ejemplo de Roma y de Esparta– es reducida a «la obra de la Reforma», mientras que el romanticismo sería la «secuela» natural de la Revolución. Maurras ve la prueba de ello en la influencia «extranjera» de Rousseau, mientras que el autor del Contrato Social, crítico implacable de la filosofía de las Luces a la que también se adherían los hombres de 1789, es muy consciente de la contradicción entre los derechos del hombre y los del ciudadano –él no identifica la voluntad general con la voluntad de todos– no vacila en escribir:

El ciudadano tiene pasión por su patria, el hombre por la humanidad; ambas pasiones son incompatibles [...] Todo patriota es duro con los extranjeros: ellos son sólo hombres, nada ante sus ojos. Este inconveniente es inevitable, pero es lábil. Lo esencial es ser bueno con la gente con quien se vive.

Respecto del romanticismo, Maurras no quiere reconocer más que a las figuras literarias francesas, seleccionadas además sólo por necesidades demostrativas (Lamartine y Musset más que Alfred de Vigny). Pone en el origen una Alemania que detesta –los alemanes, dice fríamente, solamente son «candidatos a la humanidad»– y de la que cómodamente no conoce estrictamente nada. Que el pensamiento político del romanticismo alemán, de inspiración frecuentemente católica, haya sido –con Adam Müller o Joseph Görres, por no citar más que a dos– el principal terreno donde pudo germinar, más allá del Rhin, la crítica de la modernidad liberal, no le implicó visiblemente ningún problema.

Es verdad que hizo incluso la apología de la «universalidad», aunque se cuida de afirmar el valor general de sus propios principios. En el límite, sólo Francia amerita –según el– ser puesta como monarquía, mientras que los demás países merecen más bien ser «metidos a la democracia» para debilitarlos. Maurras, en 1909, se enorgullece de no ser patriota «en favor de la patria de otro». ¿Qué es para él entonces la verdad política? ¿La «política natural» y también la naturaleza humana?

Su denuncia del morbus democraticus, de la democracia como simple ley del número, retoma un estribillo conocido pero poco convincente. Los teóricos de la democracia jamás pretendieron que la verdad podía cobrar voz. La justificación que preveían era de otra naturaleza.

Un estado de civilización donde los hombres, en tanto personas individualmente consideradas, designan por libre elección a los detentadores de la autoridad, y donde la nación controle al Estado, es de suyo un estadio más perfecto –escribe Jacques Maritain. Pues si es verdad que la autoridad política tiene por función esencial dirigir a los hombres libres hacia el bien común, es normal que los hombres libres mismos elijan a quien tiene la función de dirigirlos.

La misma obsesión antidemocrática, que lo lleva a abrigar cierto comunismo dictatorial –«Quitad la democracia; un comunismo no igualitario puede adquirir desarrollos útiles» (Mis ideas políticas)– conduce también a Maurras a decir que «el anarquismo es la forma lógica de la democracia», lo que habría sorprendido mucho a Aristóteles o a Pericles.

En fin, pone con razón a la democracia y al liberalismo como términos intercambiables. A propósito de las «divagaciones de la democracia liberal», escribe también: «Todo lo que se pregona en su honor jamás hará que el poder del hombre pequeño sea para elegir a su papá y su mamá [...] Este punto norma todo». ¡Vaya! Este punto no norma nada, comenzando por la cuestión de saber qué debe pasar cuando el «hombre pequeño» se vuelva grande.

Se podrían puntualizar otras cosas. Habría que empezar por la célebre «política por principio», palabra de orden frecuentemente mal comprendida, ya que Maurras señaló muchas veces que debía ser tomada en su acepción estrictamente cronológica, mientras que en el orden de los fines es a la economía a la que debe atribuirse el lugar más alto. La economía –escribe Maurras– «es más importante que la política. Debe llegar después de la política, igual que el fin llega después que el medio». ¿No es esto lo que enuncia precisamente la teoría liberal? ¿Y qué decir de un autor que ve, en la guerra civil, a justo título «la más atroz de todas», pero que al mismo tiempo, y frecuentemente en términos de una violencia extraordinaria, no deja de denunciar una «anti-Francia» interior?

Sus discípulos soberanistas, finalmente, parecen haber olvidado lo que también escribió en Mis ideas políticas: «Ni implícita ni explícitamente, aceptamos el principio de la soberanía nacional, pues, al contrario, hemos opuesto a este principio el principio de la soberanía de la salud pública, o del bien público, o del bien general». El historiador de las ideas se encuentra, a final de cuentas, demasiado confundido como para conceder a Maurras el lugar que se merece. Por un lado, ocupa evidentemente un lugar eminente, del que dan testimonio a la vez el considerable papel que tuvo y la perdurable influencia que ejerció. Más aún, Maurras constituye uno de los raros ejemplos de un hombre que supo ser, a la vez, pensador, jefe de una escuela de pensamiento y animador de un movimiento político que marcó profundamente su tiempo. Y al mismo tiempo –nos atrevemos a decirlo– no es un gran teórico político, un teórico como pueden ser Maquiavelo, Hobbes, Rousseau, Tocqueville o Marx. En filosofía pura, en sociología pura, en economía pura, sus conocimientos frecuentemente son débiles. Lo mejor de él, su crítica al contractualismo, al parlamentarismo y al individualismo liberal fue formulada de manera mucho más rigurosa en cantidad por otros autores.

Interrogado en 1909 acerca de la mejor manera de despertar y de cultivar entre los niños el amor a la patria, él responde: «Haciéndolos aprender muchos versos de La Fontaine». A este respecto, Maurras permanece sobre todo como un literato y un hombre de finales del siglo XIX. Es fundamentalmente un escritor –y un escritor a considerar: sus poemas son sobre todo admirables.

Esto no disminuye evidentemente ninguna de sus cualidades ni –repitámoslo– su importancia, que frecuentemente se ha subvalorado. Más allá de sus errores y de sus juicios a veces injustos, su valentía, su desinterés, su exigente pasión, su extrema sinceridad, su tenacidad y la increíble suma de esfuerzos que supo desplegar en el curso de su vida, merecen respeto. Hay en Maurras algo muy propio, más exactamente heroico. No hay muchos hombres públicos de los que se pueda decir tanto.

Alain de Benoist

Traducción de José Antonio Hernández García

 

(Texto publicado en la revista católica La Nef , 2003)

 

Lenín y el terror

Muy posiblemente, Vladimiro Ilich Ulianov, Lenin, haya sido el personaje de mayor influencia del siglo XX. El influjo de su obra y su extensión en enormes espacios del planeta y a inmensas masas de población ha señalado con características trágicas a gran parte de la humanidad. Generaciones enteras desde 1917 han llevado el estigma del marxismo-leninismo; incluso en las naciones donde ha dejado de ser la ideología oficial, como es la Rusia actual, sus efectos han seguido prolongándose años después de haber desaparecido su imposición forzosa.

Han existido continuadores de su obra, cual Stalin o MaoTse-tung, que causaron mayor número de víctimas que las ocasionadas por Lenin, al prolongar su tiranía y despotismo un mayor número de años que los transcurridos entre octubre de 1917 y enero de 1924. Pero Stalin y Mao, aún desarrollando el terror en magnitudes más extensas y de mayor densidad, fueron continuadores de algo ya iniciado y elaborado; perfeccionado con el uso de medios más modernos y tecnología más avanzada de algo creado por Lenin. Y que ha servido de argumento básico a tiranos de menor magnitud, pero que sin la justificación pseudocientífica del leninismo carecerían de pretexto y barniz para su aplicación.

Criminales y demagogos de todo el mundo: Enver Hoxda, Kim Il sung, Castro, Pol Pot y un larguísimo etc., no se han apoyado en su mera voluntad personal al estilo de los tiranos de la antigüedad; han buscado en el pseudocientificismo del marxismo-leninismo la justificación a sus crímenes, por horrorosos que fuesen. La consecución del hombre nuevo, el «homo sovieticus», superador del ciudadano revolucionario pensado por el utópico y a la vez sangriento jacobinismo. La obtención de ese hombre nuevo justificaría los métodos más aberrantes.

Las acusaciones en nuestra época no se han dirigido tanto contra el
creador como contra sus criaturas. Se ha atacado a Stalin, antes magnificado cual divinidad, explicando el terror por él impuesto, no por la aplicación de una doctrina; era censurable por su desviacionismo de las enseñanzas de Lenin. Se explican sus crímenes por una mentalidad paranoica, no por la aplicación de una forma eficacísima de la doctrina y la praxis de Ilich. A la luz de ciertas investigaciones, Stalin no sólo aparece como paranoico, también como un hombre extraordinariamente inteligente, pero sus crímenes horrendos no aparecen en su verdadera dimensión de aplicación del leninismo. Para los aún seguidores del citado pseudocientificismo leninista tales crímenes lo son por haberse apartado del verdadero leninismo. Pero los inventores del terror científicamente desarrollado en profundidad y en extensión no fueron Stalin, ni Mao, ni Pol Pot, etc. Estos fueron perfeccionistas en su aplicación y dimensiones. A Lenin le cabe esa dudosa distinción.

Sólo unas semanas después del triunfo de la revolución bolchevique, Lenin crea el 20 de diciembre de 1917 la CHEKA, siglas de la Comisión Panrusa contra la Contrarrevolución y el Sabotaje. Encuentra en su primer director, el polaco Félix Dzerjinski -Félix de hierro en la hagiografía bolchevique- la personalidad idónea para aplicar el terror de la manera más perfecta y la mayor dimensión. Dzerjinski es el hombre ascético, cuya única meta será el triunfo de la revolución; para ello el exterminio de los enemigos de clase será fundamental. Identificación plena entre Lenin y el ejecutor entregado al oficio del terror. El pretexto: el asesinato de Uritsky, jefe de la Checa de Petrogrado -todavía no era Leningrado, pero ya había dejado de ser San Petersburgo-, y el oscuro atentado contra Lenin de la socialista revolucionaria Fanny (Dora) Kaplan. Se proclama oficialmente el «Terror Rojo».

Los sucesos citados fueron el pretexto. La idea obsesiva en Lenin era el triunfo de la revolución a toda costa. Ya tres semanas antes del atentado contra él, ordena a los comités bolcheviques de las ciudades dominadas la aplicación del terror. Ejemplo, sus instrucciones al comité revolucionario de la importante ciudad de Penza: «exhortando a los bolcheviques a proceder a ejecuciones públicas para hacer temblar a las poblaciones en cientos de kilómetros a la redonda». «Es imperativo preparar en secreto el terror y de la forma más rápida.»

Un mes antes del decreto oficial de implantación del «Terror Rojo», Lenin ordena al comisario del Pueblo para la Producción Alimentaria, A. D. Tsuriupa, la publicación de la orden según la cual, entre los campesinos más acomodados de cada distrito productor de grano, «se elegirán veinticinco rehenes para responder con sus vidas de la recolección y transporte». El 20 de agosto de 1918, escribe al comisario de Salud, N. Semashko: «Le felicito por la exterminación enérgica de los kulaks -campesinos acomodados- y los blancos del distrito...» Dirige a los bolcheviques de Petrogrado el siguiente comunicado: «Hoy, el Comité Central se ha enterado de que se quería responder al asesinato de Volparski -comisario de Prensa- con el terror masivo y que ustedes lo han contenido. Protesto firmemente. ¡...Tenemos que estimular el terror masivo y a gran escala contra los contrarrevolucionarios, en particular en Petrogrado, como un ejemplo decisivo.»

Se han asociado a Stalin los campos de concentración. Ciertamente los aumentó y desarrolló en grados elevadísimos. Pero Lenin fue su inventor creando en las orillas del mar Blanco el primero en octubre de 1918.

La dirección de la Checa da las consignas a sus agentes: «Aquel que combate por un porvenir mejor será implacable con sus enemigos.» El chekista se convierte en el modelo a seguir en el aplastamiento del adversario. «Todo buen comunista ha de ser un buen chekista.»

Djerzinski consigue realizar la praxis y las consignas leninistas. Las torturas terribles son aplicadas de forma sistemática. En Jarkov se desuella las manos de las víctimas para la fabricación de guantes hechos de piel humana. En Voronej se introduce a prisioneros desnudos en toneles erizados de clavos en su interior, y a continuación se les hace rodar. En Poltava se empala a sacerdotes ortodoxos. En Odessa, a oficiales blancos de la Marina y del Ejército, se les ata firmemente a unas planchas, antes de introducirlos vivos con cuidadosa lentitud en los hornos de las calderas. En Kiev, se une al cuerpo de los prisioneros cajas con ratas, se las calienta con un fuego intenso y las ratas huyen del fuego royendo a dentelladas las entrañas de las víctimas vivas. Si bien Lenin no aprueba semejantes actos de sadismo, se limita a dejar a Djerzinski corregir ciertos «excesos».

Dos informes modernos muy interesantes y documentados, los de Volkgonov y Mitrojín, señalan la obsesión de Lenin con la Checa. Su fijación llega a detalles nimios. Lenin da instrucciones a los chekistas de cómo efectuar los registros, descubrir escondites; escribe a Djerzinski sugiriéndole que «será útil realizar las detenciones de noche».

También desarrolla de forma paralela a la cheka, aunque con una extensión y eficacia menores, los Tribunales Rovolucionarios, copia de los de la revolución francesa. Al modo jacobino, sus sentencias eran inapelables y sin ser confirmadas, ejecutadas en veinticuatro horas.

El 20 de abril de 1921, el politburó, bajo la presidencia de Lenin, aprueba la creación de campos de concentración de mayores proporciones. Una colonia de campos con capacidad para veinte mil personas en la región de Utja en el extremo norte. Los mismos bolcheviques están aterrorizados por el «Terror Rojo», y los marineros y soldados sublevados en Kronstadt, antaño gloria de la revolución, son internados en los nuevos campos de Jilmogory, al norte.

Durante el régimen zarista, tan atacado en los medios «progresistas» por su crueldad y dureza, en 1901, 4.113 rusos fueron exiliados por delitos políticos, y 180 condenados a trabajos forzados, pena únicamente impuesta a los asesinos. Entre 1918-1920, la Cheka efectúa 260.000 ejecuciones.

Otra obsesión de Lenin es la traición y las conspiraciones. Ex oficiales zaristas, chantajeados con sus familias en rehén, son obligados a servir en el Ejército Rojo. Ante la preocupación de Lenin, Trotski le quiere tranquilizar diciendo: «Cada uno de ellos estará a las órdenes de un comisario.» Lenin le responde: «Será mejor que sean dos y que sepan usar los puños.» En plena guerra civil se da instrucciones a los oficiales superiores de «victoria o muerte». Y en caso de deserción de un miembro del Estado Mayor, el comisario político responsable será ejecutado.

Podríamos seguir citando numerosos ejemplos demostrativos de quién era en verdad Lenin. No el Lenin meramente marxista, sino su compleja personalidad; hombre culto en cuya doctrina se mezclan Marx con abiertos postulantes del asesinato cual Nechaiev, o extremistas como Kachev, o su admirado Chernichevski, etc. Elogia a Nechaiev cuando, antes de acabar sus días loco, en el último tercio del siglo XIX proponía la eliminacióin física de toda la familia imperial. El soviet de Ekaterinburgo, bajo las órdenes emanadas de Lenin, tal como está hoy plenamente demostrado, llevaría a la realidad las ideas de Nechaiev. La aquiescencia de Lenin la pone de relieve Sverlov, quien se lo confirmaría a Trotski. Este último le pregunta a Sverlov: «¿Quién tomó la decisión?» Y Sverlov contesta a Trostski: «Lo decidimos aquí -en el politburó-, Ilich pensaba que no debía dejarse a los blancos un estandarte vivo que les permitiese aglutinarse.»

En julio del 2000, en mi última visita a Rusia, al pasar por la Plaza Roja moscovita no pude menos de observar cómo la cola de visitantes para entrar en el mausoleo donde permanece aún Lenin embalsamado, debía esperar tan sólo unos veinte minutos para entrar. Las inmensas colas kilométricas que había visto antaño en otras visitas habían desaparecido. Además, de los componentes de la cola, aproximadamente un 80 por 100 eran extranjeros.

Días después, casualmente el 17 de julio, aniversario del asesinato de los Romanov, estaba en San Petersburgo, borrado ya el nombre de Leningrado. En la fortaleza de Pedro y Pablo, en su catedral y entre los solemnes ritos ortodoxos, contemplé cubiertas de flores las tumbas de la familia imperial, que, excepto el zarevich Alexis y la gran duquesa María, allí descansan. Me vino a la memoria algo que ya he relatado alguna vez; la discusión de Lenin con algunos componentes del Comité Central, y cómo éstos le objetan: «Lo que dice el camarada Lenin se opone a la realidad.» Y Lenin les contesta rotundamente con una frase en la que va implícita su peculiar personalidad: «Lo siento por la realidad.»

Pero la realidad se ha impuesto y la creación de esa figura del hombre nuevo a traves de sufrimientos sin cuento ha pasado a la historia. Historia trágica y terrible, pero ya historia.



Angel Maestro

 

Razón Española

 

 Nº107, Mayo-Junio 2001

 

La Reconquista

Por Julián Marías
Los acontecimientos de estos últimos días, un mes después del 11 de septiembre, han significado algo complejo y apasionante. Por una parte, el ejercicio
Detenido del pensamiento, el esfuerzo por entender; en suma, la paciencia con deseo de acertar. Por otra  parte, el recrudecimiento de la mentira, que en rigor no se interrumpe nunca, y es el más profundo origen de casi todos los males de este mundo.
En estos últimos días ha surgido un ataque a la Reconquista de España, una queja por la expulsión del dominio musulmán en Europa, cuando culminó esa Reconquista a fines del siglo XV. Conviene recordar lo que sucedió desde el siglo VII: los ejércitos árabes, bien adiestrados y de gran eficacia militar, iniciaron desde los territorios de la Península Arábiga una enorme expansión hacia Occidente. En breve tiempo ocuparon todo el Norte de África, desde Egipto hasta el Magreb, que había sido helenizado, romanizado y en gran parte cristianizado. No se olvide que la máxima figura intelectual de la época fue San Agustín, obispo de Hipona. Los pueblos que habitaban esta gran extensión fueron islamizados, arabizados, es decir, recibieron principios que les eran enteramente ajenos. Esta situación se ha prolongado hasta hoy, sigue vigente y no puede predecirse que cambie en el futuro.
Las invasiones islámicas se extendieron a comienzos del siglo VIII a España; cruzaron el Estrecho; destruyeron fácilmente el poder del Reino visigodo; solo se detuvieron en la franja Norte de la Península Ibérica. Lo probable es que España hubiese seguido el destino de todo el Norte de África, y hoy sería un país islámico y arabizado. No fue así. Los escasos españoles que conservaron su independencia iniciaron inmediatamente el esfuerzo por la Reconquista. ¿De qué? Del Reino visigodo, que había sido hasta entonces la mayor y más extensa realidad junto con Bizancio. No aceptaron la imposición que había dominado a tantos pueblos y a la mayor parte de la Península Ibérica. Los españoles que pudieron hacerlo no aceptaron la invasión: en un largo esfuerzo fueron avanzando, alcanzaron la línea del Duero, después la del Tajo, luego el Guadiana y el
Guadalquivir, en el siglo XIII reconquistaron la mayor parte de Andalucía, y la Reconquista quedó terminada en 1492.
La España arabizada, cuya población era sumamente parecida a la de la España cristiana -la invasión se hizo desde el año 711 con pequeños ejércitos que apenas alteraron la población real- se vio alterada por las invasiones de almohades y almorávides, procedentes del Norte de África, que alteraron profundamente la composición y la civilización de Al Andalus.
Se trató de una reconquista, de la recuperación de territorios invadidos por una fuerza militar; del intento de restauración de la Monarquía visigoda, de la condición cristiana, del carácter europeo y occidental. Es curioso que se critique ahora la recuperación de lo propio, la resistencia a una violenta imposición de lo ajeno. Las consecuencias de esto han perdurado hasta hoy en la enorme extensión del África septentrional, para no hablar de otros enormes territorios en Asia y hasta más allá de ella. La falsificación ha sido siempre compañera inseparable de la violencia. Creo que ésta se ha nutrido a lo largo de la historia de la mentira interesada, casi siempre comprobable, a veces evidente. Cuando se enfrenta uno con las consecuencias de todo tipo de violencia, sería aconsejable buscar sus orígenes, que no son a veces melodramáticos, sino que se fundan en la falsificación o el ocultamiento de la verdad.
Es menester, naturalmente, ser escrupulosos y no permitir que se deslicen mentiras en la exposición de lo que en conjunto es verdad. El Islam es una religión
Fundada por Mahoma para combatir el politeísmo de los árabes. Su punto de partida fue el Judaísmo y el Cristianismo. No se olvide la consideración como profetas de personas de la tradición judaica y hasta de Jesús. Pero fue polémico desde su principio: «no hay más Dios que Alá, no es hijo ni padre ni tiene semejante», formulación que engloba en forma discrepante el politeísmo y las religiones monoteístas judía y cristiana.
El Cristianismo ha tenido una larga historia de dos mil años con luces y sombras, que se han ido reconociendo cada vez más; muy especialmente en el último siglo.
Ha tenido cambios considerables en sus planteamientos, al hilo de la historia general de los pueblos que se llamaban cristianos y ya no pueden denominarse así, porque en ellos hay minorías que resueltamente se oponen. Pero el Cristianismo ha estado ligado a las transformaciones históricas de los pueblos originariamente cristianos y de los muchos incorporados a esta religión en la Edad Moderna, especialmente en los hispánicos.
El Islam ha tenido una historia muy distinta, menos ligada a la historia general de los pueblos que se llamaron y siguen llamándose islámicos, porque nadie se atreve a negarles esta condición, a pesar de que no se sabe qué grado y qué formas ha ido conservando esta fe. Ha existido un considerable inmovilismo de los pueblos islámicos, que han sido valiosos y creadores en contacto con otras culturas: Grecia, la España medieval, la India, para recaer en ese inmovilismo y
Frecuentemente en la extremosidad cuando han quedado en situación de aislamiento. La comparación de Al Andalus, especialmente antes de las invasiones norteafricanas, con su historia ulterior después de terminar la Reconquista española, es bastante elocuente.
¿Se tiene esto presente para entender lo que está pasando, lo que podrá pasar y sobre todo lo que debería pasar? La falta de claridad no solo es dolorosa, sino además peligrosa. Se habla y se escribe con extremada irresponsabilidad.
Hace falta una acumulación de pensamiento para no caer en errores que pueden ser irreparables. Se ha llegado a una situación inaceptable, angustiosa, que reclama acciones inteligentes y meditadas. Confío en que la actitud inicial continúe y se complete, pero es menester tener en claro la situación en que se está.
La condición capital es la insobornable veracidad para tratar estos delicados asuntos. Cada vez que se deslizan las mentiras o se ocultan las verdades, se aumenta el riesgo de que el mundo vaya mal. En su conjunto va bastante bien; si se hace una evaluación cuantitativa de bienes y males, se ve que los primeros son predominantes; pero la inseguridad es la condición inexorable de la vida humana.
11 de octubre de 2001

¿Desde cuando existe conciencia de España?

Los Reyes Católicos, reyes de España (1)

Tradicionalmente se ha visto en la toma de Granada por los Reyes Católicos en 1492, así como en la posterior incorporación del Reino de Navarra en 1512 a la nueva monarquía fundada por ellos, la culminación de la reunión de los distintos territorios hispanos bajo estos gobernantes y, por lo tanto, el logro de la unidad nacional española. Sin embargo, esta valoración, que era prácticamente aceptada sin plantear problemas ni dudas tanto por los historiadores como por el resto de la sociedad, ha venido siendo puesta en entredicho desde hace unos veinticinco años a partir de ciertas posturas.

Por eso mismo también, los miembros de mi generación hemos escuchado muchas veces, de la boca de diversos políticos y periodistas, así como de bastantes profesores de Historia tanto de Enseñanza Media como Universitaria, que «hasta el siglo XVIII y los Borbones, y más concretamente hasta Carlos III, no se puede hablar de Reyes de España», y no pocas veces se añadía a esto que «tampoco puede hablarse de España». Afirmaban que «los Reyes Católicos no eran Reyes de España». Incluso un eminente hispanista y buen conocedor del período y la obra de Isabel y Fernando, como Joseph Perez, después de haber titulado su estudio sobre estos monarcas Isabelle et Ferdinand. Rois Catholiques d’Espagne, cambia este nombre en su edición española, dándole ahora el de Isabel y Fernando. Los Reyes Católicos, y nos sorprende nada más comenzar la introducción con estas palabras: «He titubeado mucho antes de dar a este libro el título de Fernando e Isabel, Reyes Católicos de España. Para empezar, España no es, a fines del siglo XV, más que una expresión geográfica, como ocurrirá con Italia hasta el siglo XIX. [. . .] Fernando e Isabel no fueron jamás reyes de España, sino reyes de Castilla y de Aragón, por así decirlo. Para ser totalmente exactos, habría que escribir, por lo menos: Reyes de Castilla, de Aragón, de Valencia, Condes de Barcelona...» (2)

Por supuesto, resulta evidente que los Reyes Católicos nunca usaron en su intitulación la forma «Reyes de España», sino que siempre emplearon la de «Rey e Reyna de Castilla, de Leon, de Aragon, de Siçilia, de Toledo...» Sin embargo, también es innegable que numerosos autores contemporáneos, tanto extranjeros como aún más hispanos, les denominaban «Reyes de España».

Así pues, ¿cómo pueden conjugarse estos aspectos al menos en apariencia contradictorios? ¿Se les puede llamar «Reyes de España», tal como se lo llamaban sus contemporáneos, o es incorrecto, tal como nos dicen algunos historiadores, políticos y periodistas que aseveran, rotundamente y dejando constancia de su autoridad, que no es apropiado? Trataremos de responder aquí a estas cuestiones, acercándonos a los textos de la época y ofreciendo asimismo un marco más amplio.

1. LA EXPRESION «REYES DE ESPANA» EN EL MEDIEVO HISPANICO

Acerca del problema de si se puede hablar de España en la Edad Media y, en general, antes del siglo XVIII, se debe recordar la existencia de algunas obras bien documentadas y trabajadas como la ya clásica, pero no por ello falta de un gran valor actual, de José Antonio Maravall acerca de El concepto de España en la Edad Media (3). Ciertamente, se trata de un libro bastante largo y denso, y por ello puede resultar algo pesada a veces su lectura. Por eso es probable que no haya sido tan leído como merece. Por otra parte, recientemente se han editado unas muy interesantes reflexiones de destacados académicos de la Historia sobre el ser de España (4), que aportan luz de nuevo sobre la hoy tan debatida cuestión de qué es España y cómo se ha concebido a lo largo de su Historia.

Maravall se acerca de manera profunda a la realidad de los diversos reinos cristianos de la Península Ibérica en el Medievo, y analiza la razón de las expresiones «Regnum Hispaniae», «Reges Hispanici», «Reges Hispaniae», etc., que tantas veces aparecen en textos medievales (5). No vamos a tratar aquí con detalle ni a resumir ampliamente estos asuntos, pero sí diremos que, propiamente, el autor deja claro que en la Edad Media se habla de España y que este vocablo no se reduce a un simple valor geográfico, ya que «¿cuál es en tal caso, la extraña condición de una entidad geográfica capaz de dar origen a un hecho tan singular (la realidad de las expresiones "Regnum Hispaniae" o "Reges Hispanici")?» Después de estudiar la cuestión, Maravall viene a concluir que la idea medieval de España hace referencia a una comunidad de identidad histórica, religiosa y cultural, que en un pasado (la época visigótica) había estado unida también políticamente, pero que luego perdió este último aspecto y no se aspira a recuperarlo de una manera plenamente intencionada. Es decir, los distintos reyes hispanos o españoles y sus reinos, son legítimos y no se piensa en acabar con ellos, pero sí existe entre ellos una solidaridad asentada sobre esa unidad histórico-religioso-cultural que hemos señalado. Y esto les confiere una identidad frente al Islam y dentro de la Europa cristiana. En palabras suyas, «la "divisio regnorum" es un sistema, si no querido, por lo menos aceptado y que se mantiene de tal forma que se da, a la vez, una variedad de reinos y pluralidad de reyes con la conservación de una conciencia de unidad del que concomitantemente se llama "Regnum Hispaniae’" [...] Durante siglos, nadie piensa, o tal vez muy pocos, en reunir los reinos hispánicos, en restablecer efectivamente la "Monarquía hispánica"; pero esta situación de división de reinos no resulta incompatible con el sentimiento de comunidad de los hispanos y con el concepto de Hispania -con todo el contenido histórico y, por consiguiente, político, que ese concepto lleva en sí».

Así, por lo tanto, estos reyes «forman un grupo claramente definido y fijo: los reyes de España. Y cabe decir, incluso, que la expresión se va estabilizando y generalizando a medida que el tiempo avanza». Hay que señalar que Maravall no afirma todas estas cosas a la ligera, sino que, como ya hemos dicho, el suyo es un trabajo muy documentado y fruto de un notable esfuerzo. De este modo, indica cómo la expresión de la que se ocupa aparece en diplomas reales, crónicas y textos literarios, tanto pontificios y del extranjero, como de toda España: Castilla, Cataluña, Navarra... y la expresión es conocida por los mismos reyes. Y «unidad fundamental es aquella en la que descansa la expresión "Reges vel principes Hispaniae", no de mera circunstancia geográfica, ni aún histórica». Muntaner la reduce a términos de absoluto, porque no dice siquiera que "son de una carne y de una sangre", sino que "son una carne y una sangre"». Exactamente, Muntaner dice en su Crónica que «si aquest quatre reis que ell nomena, d’Espanya, qui son una carn e una sang, se tenguessen ensems, poc dubtaren e prearen tot l’altre poder del mon».

Por otra parte, se debe recordar cómo al final del Poema de Mio Cid, el matrimonio definitivo de las hijas de Rodrigo Díaz de Vivar emparenta a éste con los linajes regios hispanos, de tal modo que el autor afirma: «Oy los reyes d’España sos parientes son; / a todos alcança onrra por el que en buena ora naçio» (6). Menéndez Pidal ya vio un «valor nacional» en esta expresión y en todo el Poema, y no deja de tener interés el hecho de que viene a mostrarse así al Cid como un vínculo entre las casas reales hispanas, con lo cual incluso podemos considerar que, de ser un héroe castellano, pasa a convertirse en un héroe español.

En la obra editada por la Real Academia de la Historia, a la que ya nos hemos referido, uno de sus autores resalta cómo, «ciñéndonos a la época medieval, no parece que pueda haber muchas dudas sobre la presencia de España como realidad histórica, de la que sus propios habitantes, integrados en la Europa medieval, tomaron conciencia creciente a partir de los siglos XI al XIII, a través de ideas que, como suele suceder, fueron expresadas por los grupos dominantes pero que alcanzarían amplia aceptación social» (7). En otro trabajo, este mismo autor afirma que «el concepto de España es, ante todo, un concepto histórico y cultural, más allá de lo geográfico y más allá de lo político, que son dos de sus elementos componentes, relativamente fijo el primero, cambiante en el tiempo el segundo.» (8)

En línea con Maravall, se refiere igualmente a la situación de «los cinco reinos», a la realidad de la pluralidad de entidades políticas en la Península, pero indicando que «no hay motivo para ignorar o negar que existió una España medieval», independientemente del grado de cohesión o disgregación política que existiera en ella. Hacia el año 1300, en el que concluye su estudio, «la hipótesis de traducir la realidad histórica española, que era sentida conscientemente por los dirigentes, en una entidad política común que favoreciera la concentración de poder en manos de una sola monarquía, era eso: una hipótesis». También matiza la idea de Maravall de que los «reyes de España» regían el ámbito hispano solidariamente, pues recuerda que en realidad fueron frecuentes los enfrentamientos entre ellos, si bien esto no significa que no existiese ese sentimiento de comunidad. Y, por otro lado se ocupa del neogoticismo y de la «Reconquista» como elementos característicos de las cuestiones tratadas. Y en este sentido, debemos recordar cómo Sánchez Albornoz insistió siempre en el papel de la Reconquista en la configuración de España.

Así, pues, hacia el 1300 «existía, en fin, un concepto ya muy elaborado sobre la existencia histórico-cultural de España que permitiría en el futuro, entre otras cosas, imaginar y justificar proyectos de convergencia política».

Por eso, no debe extrañarnos que los reyes de Castilla se acogieran a la protección del Apóstol Santiago, a quien se referían habitualmente en los preámbulos de los documentos que otorgaban como «el bienaventurado Apóstol Señor Santiago, Luz e Espejo [o Patrón] de las Españas, caudillo e guiador de los reyes de Castilla e de León». Y cabe recordar que el arzobispo de Toledo era el «primado de las Españas», y «cardenal de España» cuando se le concedía el capelo cardenalicio.

Tampoco debe sorprendernos que en documentos elaborados en el ámbito vasco se aludiera en muchas ocasiones a su integración en la Corona de Castilla y a la idea de España, como se puede observar, por ejemplo, en la fundación del mayorazgo del solar de Muñatones, en Somorrostro (Vizcaya), por Juana de Butrón y Múgica, esposa de Lope García de Salazar, en 1469, en virtud de la facultad real dada por Juan II de Castilla, y en la que se indica que se da preeminencia a los hijos mayores sobre los otros, «lo qual guarda y comúnmente es guardado, y se acostumbra a guardar en todo el mundo, y especialmente en España, y aún singularmente en estas montañas y costa de la mar». El mencionado Lope García se definía en 1471 como «morador en Somorrostro, vassallo del muy alto y esclarecido Príncipe y muy poderoso Rey y Señor nuestro, el Rey don Enrique [IV], Rey de Castilla e de León, a quien Dios mantenga» (9).

Y que España era algo más que un simple concepto geográfico y se sentía muy hondo, lo reflejan frases como la recogida en el preámbulo de la fundación de mayorazgo que hizo Juan Ramírez de Guzmán, señor de Teba y Ardales (Málaga), mariscal de Castilla, previa facultad del citado rey Enrique IV, en 1460, al referirse a «los reyes de nuestra España de gloriosa memoria, ya los pasados y los que viben» (10). Esto es lo que puede explicar también que los embajadores del rey Alfonso V de Aragón, Juan de Hijar y mosén Berenguer Mercader, exhorten a Juan II de Castilla a trabajar por la unidad de la Iglesia, esfuerzo para el que deben llegar a un acuerdo entre ambos monarcas y, asimismo, con los de Navarra y Portugal, para que «axi unida tota Spanya o pur la major part», otros príncipes cristianos se adhieran y les sigan, y de esta concordia obtendrán «gran merit davant Deu, gran gloria en tot lo mon, e sería gran honor de tota la naçió de Spanya» (11). Ya en el concilio de Constanza de 1414, los cuatro reinos habían actuado con un voto único como «nación»: entonces, este término se entendía básicamente como lugar de nacimiento, pero ha-bían tenido la conciencia de ser una entidad que, en su comunidad, era distinta de las otras cuatro «naciones» con voto, a saber, Italia, Alemania, Francia e Inglaterra. Y, más aún, Italia y España eran las que habían mantenido el nombre romano, mientras que las otras habían adoptado el de los pueblos «bárbaros» que se habían asentando en ellas (12).

Por lo tanto, habiendo visto brevemente que en el Medievo hispano se emplean con frecuencia las expresiones referentes a España y a los reyes de España, y habiéndonos acercado a la manera en que se conciben, pasemos ahora a tratar el punto tocante a la denominación de «Reyes de España» que varios autores de la época de los Reyes Católicos dieron a éstos.

2. LOS AUTORES DE LA EPOCA DE LOS REYES CATOLICOS.

Uno de los autores que más emplea el término es el franciscano Fray Ambrosio Montesino, perteneciente al círculo de Cisneros y poeta y predicador de los Reyes Católicos, que cuenta en su obra poética con dos piezas dedicadas a San Juan Evangelista, compuestas a petición de la Reina Isabel la Católica, quien, como sabemos, era muy devota de este Apóstol. Incluso el escudo de los Reyes Católicos, como también es de sobra conocido, nos muestra el águila de San Juan acogiendo y protegiendo bajo sus alas las armas de todos los territorios englobados en la unión dinástica. En las Coplas escritas hacia 1485 ya encontramos uno de los más antiguos poemas del fraile franciscano: las coplas In honore Sancti Johannis Evangelista (13), realizadas «por mandado de la reyna de españa nuestra señora». Y en ellas, las últimas cuatro estrofas adquieren un interés especial. En la primera de estas cuatro dice el autor:

«Todo el çielo te acompaña

y te honora,

y la reina te es despaña

servidora [. . . ]»

Fray Ambrosio denomina a Isabel «Reina de España» y en los siguientes versos alude a la construcción en Toledo del magnífico monasterio franciscano de San Juan de los Reyes, levantado por los monarcas para conmemorar la batalla de Toro y el triunfo en la Guerra de Sucesión de Castilla, y a la vez para impulsar la reforma observante. No hay que olvidar que en este edificio, asimismo, se plasma de forma constante la simbología política de Isabel y Fernando. La siguiente estrofa es una «Suplicación a sant Juan por la reina nuestra señora», y lo que pide especialmente es la asistencia en la Guerra de Granada. Por fin, las dos últimas estrofas se dirigen a la propia Reina Católica, de la que hace varios elogios y dice creer ser su capitán «vuestro dulçe evangelista / que es sant Juan». Y en las otras Coplas de San Juan Evangelista, igualmente compuestas «por mandado de la cristianísima reina doñaÊIsabel», también denomina a ésta «reina de las Españas», en el sexto verso.

Asimismo, este autor llama «Reyes de España» a los Reyes Católicos en el romance heroico sobre la muerte del príncipe don Alfonso de Portugal en 1491, hecho a petición de la infanta viuda doña Isabel, y que alcanzó una divulgación muy amplia, incluso en Francia. Cuando llega el caballero con la fatídica noticia, se le pregunta así: «decid, ¿qué nuevas son estas / de tan triste lamentar?, / los grandes reyes d’España / son vivos o váles mal?, / que tienen cerco en Granada / con triunfo imperial».

En cuanto a las traducciones hechas por él, la «Epístola Prohemial» de la revisión del libro de las Epistolas y Evangelios (1512) la dedica «al Rey de España don Fernando nuestro Señor», y ahí dice ser «su mas leal y antiguo predicador y siervo» (14).

De un modo singular destaca el «Prohemio epistolar» de Montesino a la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia, «el Cartujano» (Alcalá de Henares, 1502-03) (15). La traducción de esta extensa obra al castellano fue un encargo de los Reyes Católicos e interesó de manera especial también a Cisneros, pues veía en ella un elemento importante para la reforma de los seglares, sin por eso dejar de suponerlo igualmente para la de los religiosos y eclesiásticos en general. El proemio está «endereçado a los christianissimos e muy poderosos principes el rey don Fernando e la reyna doña Isabel, reyes de España e de Sicilia, etc., inuictissimos e muy excelentes, por cuyo mandamiento lo interpreto (la Vita Christi)». Y lo comienza así Fray Ambrosio: «Cristianissimos principes rey e reyna, reyes clementissimos de España, rey don Fernando e reyna doña Isabel muy poderosos; fray Ambrosio Montesino, el menor de los frayles menores de observancia, e el mas desseoso del servicio de vuestras altezas, implora e suplica a Dios por la salud e prospero estado de vuestra celsitud muy esclarescida, en lugar de la reverencial e acostumbrada salutacion que a la magestad real se debe.»

El proemio se puede dividir en tres partes. La primera es una digresión teológico política sobre el gobierno y los reyes, y en la cual Fray Ambrosio se convierte en un exponente del «máximo religioso». La segunda es un elogio de toda la labor desarrollada por los Reyes Católicos. Y la tercera trata del profundo valor de la obra traducida. En cierta manera, la división entre las partes segunda y tercera no resulta del todo clara, ya que el franciscano considera el mandato de traducir la Vita Christi del Cartujano como una más de las grandes tareas emprendidas por Isabel y Fernando. La verdad es que este proemio no tiene desperdicio alguno, y para el asunto que estamos tratando es de gran interés su segunda parte. Dentro de la primera, destacan las siguientes palabras: «Ansi que serenissimos principes: en este prohemio epistolar, no entiendo explicar por extenso la particularidad de vuestros excelentes e muy esclarescidos hechos, porque assaz basta ver por experiencia, que son de tal calidad e tantos, que ponen en olvido las victoriales hazañas de los reyes passados, e dan admiracion e espanto a los presentes, e son imagen de bivo original para los tiempos advenideros, en que miren vuestros successores, e aun los reyes de toda la cristiandad, para no errar en las costumbres de sus personas, e para ser siempre notables e diestros en las administraciones de sus reynos». Aún hace alguna alabanza más a continuación, en esta primera parte.

Pero es realmente en la segunda parte del proemio donde Fray Ambrosio realiza un gran elogio de Isabel y Fernando y de su obra.

Digamos sólamente que un poco más tarde, Fray Ambrosio Montesino se declara ser «su pobrezillo e muy leal seruidor» (de los monarcas), y que la portada de los volúmenes de la edición alcalaína nos muestra un dibujo en el cual Fray Ambrosio, arrodillado, está entregando un volumen a los Reyes Católicos, quienes se hallan sentados en el trono. A la izquierda aparece otro fraile franciscano, que tal vez pudiera ser Cisneros, como me ha sugerido la investigadora estadounidense Bethany Aram. Debajo del dibujo aparece el escudo de armas de Isabel y Fernando, evidentemente ya con la granada, y una leyenda que dice: «Vita christi cartuxano romançado por fray Ambrosio». La edición de Alcalá de Henares de 1502-03 es sin duda una auténtica joya tipográfica, igual que lo son las ediciones portuguesa y valenciana de la misma obra.

Ciertamente, la segunda parte del proemio tiene un alto contenido de propaganda política, como buena parte de los elogios de la época a la labor y las personas de los Reyes Católicos. Pero ello no quiere decir que no haya sinceridad de sentimiento en el autor, ni tampoco significa que no sea verdad lo que dice, pues el conocimiento de la Historia nos hace ver que todo lo que se ensalza fue verídico. Y es lógico que los contemporáneos alabasen una época de tantos éxitos reunidos y a aquéllos que los habían hecho posibles.

Cabe pensar en el modo en que este texto pudo calar en los lectores, y no sólo en los del momento, sino también en los posteriores. Habría que considerar incluso el efecto que pudo tener en quienes lo leyeron no muchos años después de salir a la luz, cuando a España volvieron unos tiempos más dificiles, como dificiles habían sido los precedentes al gobierno de los Reyes Católicos. Así, por ejemplo, el propio San Ignacio cuenta en su Autobiografía que leyó la obra durante su convalecencia en la casa-torre de Loyola en 1521, cuando se recuperaba de la herida sufrida en el asedio de Pamplona (16). Y el P. Leturia, buen conocedor del vasco Iñigo de Loyola, dice que, al encontrarse con el panegírico que Fray Ambrosio Montesino hace de los Reyes Católicos, «había de leerlo el enfermo con gusto, pues le llevaba a recordar sucesos por él mismo vividos en su pubertad, y que ofrecían afilado contraste con los disturbios y marejadas que habían seguido en todos los órdenes desde la muerte de la Reina Católica» (17).

Por otra parte, podemos resaltar el interés de los Reyes Católicos por ésta y otras vidas de Cristo difundidas por toda España y que tanto éxito tenían en esa época aquí y en toda Europa. Así, por ejemplo, fijándonos en Valencia, cabe señalar que Fernando el Católico escribió en marzo de 1496 al batlle general de aquel Reino, Diego de Torres, solicitándole la edición de la traducción de la misma Vita Christi del Cartujano, que Joan Roís de Corella hizo al catalán valenciano y que fue publicándose entre 1495 y 1500 (18). Por otro lado, la Reina Isabel pidió una copia de la Vita Christi que había escrito en un precioso catalán valenciano Sor Isabel de Villena, abadesa del monasterio de clarisas de la Trinidad de Valencia. Y gracias a esta petición, la obra fue enviada a la imprenta, ya que la sucesora de Sor Isabel en el cargo, Sor Aldonca de Montsoriu consideró que así cumpliría mejor el encargo de la Reina, y a ella, a la «molt alta, molt poderosa, christianissima Reyna e Senyora», le dedicó la obra en el prólogo que le puso y que firma como su «humil serventa e oradora Sor Aldonça de Montsoriu, indigna abbadessa del monestir de la Sancta Trinitat» (19).

Pero también otras personas e instituciones del momento hablaron de España y de los Reyes Católicos como Reyes de España con total naturalidad, como varios historiadores han observado. Así, los predicadores se dirigían a los monarcas en sus sermones como al «Rey y Reina de las Españas» o de «España», y un poeta valenciano les reconocía como «Reys d’Espanya», mientras que en 1493 el gobierno municipal de Barcelona se refirió a don Fernando como el «rey de Spanya, nostre senyor» y en 1511 el concejo de Murcia le indicó que «toda la nación [de] España» le rogaba que no se arriesgase personalmente en una expedición a Africa (20). Cabría añadir algunos ejemplos más, como son los que se recogen en la pluma de Diego de Valera y en la de Pedro Mártir de Anglería, entre otros (21), o por supuesto, el caso de Antonio de Nebrija, del que más adelante recogeremos una cita de gran valor, pero del que ahora podemos recordar que en su Historia de la guerra de Navarra, escrita en lengua latina, habla del enfrentamiento entre «hispani» (españoles, bien es cierto que a veces los identifica en especial con los castellanos, pero no sólo) y «galli» (galos, franceses) y presenta a Isabel la Católica como «Regina Hispaniarum» y a su hijo el príncipe don Juan como «Princeps Hispaniarum», a la vez que exalta toda la labor de Fernando el Católico y del duque de Alba en la incorporación del Reino y expone que éste era parte de España: «At Navariam, quis aequus rerum aestimator iudicet, ab Hispania posse disiungi?» (22)

Incluso el propio Fernando el Católico, satisfecho y orgulloso de su labor, decía en 1514 que «Ha mas de setecientos años que nunca la Corona de España estuvo tan acrecentada ni tan grande como agora, asi en Poniente como en Levante, y todo, despues de Dios, por mi obra y trabajo.» (23)

Sin duda alguna adquieren una relevancia destacable los textos referidos al hijo mayor y heredero de los Reyes Católicos, el príncipe don Juan, y en especial los que lamentan la muerte de aquella joven «esperanza de España» (24).

Luis Ramírez de Lucena dedicó su Arte del ajedrez (Salamanca, 1494-95) al «sereníssimo e muy sclarescido don Johan el tercero, Príncipe de las Spañas», y lo mismo hizo Juan del Encina con su Arte de poesía castellana (Salamanca, 1496), en cuyo proemio aludía a la labor del «dottísimo maestro Antonio de Lebrixa [o Nebrija], aquel que desterró de nuestra España los barbarismos que en la lengua latina se avían criado»; y también le dedicó su traducción de las Bucólicas de Virgilio (Salamanca, 1496), saludándole en el prólogo como «¡O bienaventurado príncipe, esperança de las Españas, espejo y claridad de tantos reinos, y de muchos más merecedor!» Por su parte, de un modo semejante a como denominaba Fray Ambrosio Montesino a Isabel y Fernando, Lucio Marineo Sículo llamó en latín «Princeps Hispaniae et Siciliae» a don Juan.

Ahora bien, según hemos indicado, la muerte de este personaje suscitó un tremendo dolor no sólo en sus padres, los monarcas, sino en toda España, pues se había puesto en él toda la esperanza de la continuación de la época de paz y esplendor de Isabel y Fernando y la definitiva consolidación de la unión de Coronas y Reinos bajo un mismo cetro. Así la lloró el mismo Juan del Encina, en un poema A la dolorosa muerte del príncipe don Juan, de gloriosa memoria, hijo de los muy católicos Reyes de España, donde recuerda cómo éstos habían logrado restaurar el orden en la Corona de Castilla: «dionos Dios reyes de tal perfeción / que fueron remedio de mal tan entero [dicho desorden], / dioles Dios hijo varón, heredero, juntando a Castilla, Sicilia, Aragón. / ¡O, quántos plazeres España sintió / en todos lugares haziendo alegrías, / fiestas las noches y fiestas los días / quando el gran Príncipe ya nos nació! / [...] Él era de España la flor y esperança», y en su boda con «la gran Margarita, la flor de Alemaña, / juntónosla Dios con la flor de España / [...] ¿Quién dirá el gozo que España mostró, / sintiendo gran gloria destos casamientos?» El mismo poeta, en un romance, comienza lamentándose así: «Triste España sin ventura, / todos te deven llorar, / despoblada de alegría / [. . . ] / pierdes Príncipe tan alto, / hijo de reyes sin par.»

Hacia 1498, el comendador Román, criado de los Reyes Católicos, publicó unas Coplas sobre el fallecimiento del hijo de éstos, en las cuales aparece en cierto momento «una señora, la qual dezía ser España, haziendo grandísimo planto por el Príncipe», afirmando que «Yo soy la que más perdió / en este Príncipe santo / que la muerte nos llevó», pues había puesto en él gran esperanza de que fuera la garantía de continuidad del buen gobierno de sus padres. Y también Garci Sánchez de Badajoz compuso unas Coplas con el mismo tema, donde decía: «Y cantemos sobre Spaña, / con triste voz y sonido / de ronco pecho salido, / la desventura tamaña / que a todos nos ha venido»; en este mismo poema denomina a Isabel «Reina de los afligidos, / leona brava de Spaña» y refiere que el dolor por la muerte del Príncipe «por toda Spaña puebla».

De manera semejante, Pedro Mártir de Anglería elaboró un poema en latín titulado De obitu catholici Principis hispaniarum, y Diego Ramírez de Villaesclusa se refirió a Fernando el Católico, también en la lengua de los romanos, como rey de las Españas y de Sicilia. En castellano, Alfonso Ortiz redactó un Tratado del fallecimiento del príncipe don Juan, a quien designa igualmente como «príncipe de las Españas», «don Juan de las Españas» y «heredero primogénito de las Españas». A todo esto cabe añadir unos romances populares que recogen similares ideas y sentimientos, como el que comienza «Nueva triste, nueva triste que sona por toda España».

Por lo tanto, el príncipe don Juan fue ampliamente considerado «príncipe de las Españas» y futuro continuador de la época de paz, esplendor y unión hispánica lograda por sus padres, y su muerte supuso un tremendo dolor que afectó, y esto está documentado, a todas las capas de la sociedad y en todos los reinos, como lo reflejaron los funerales celebrados por su alma y el sentimiento de tristeza general que se observó en todos los lugares.

3. LOS REYES CATOLICOS, ¿REYES DE ESPANA O NO?

Hemos visto con claridad que en la Edad Media hispana se habla de España y que ésta no se concibe como una entidad meramente geográfica, sino como una comunidad histórica y religioso-cultural, que confiere a sus miembros unos vínculos de solidaridad y de identidad. En principio, aunque se recuerda y en cierta manera se añora la antigua unidad política habida en la época visigótica y rota con la invasión islámica (es la idea de la «pérdida de España» desarrollada ya en la Crónica mozárabe del 754), no se aspira a recuperarla de un modo plenamente intencionado, al menos hasta fechas bastante tardías, pues se afirma la legitimidad jurídica de los distintos reinos y entidades políticas de la España medieval. Eso sí, éstos se ven interrelacionados entre sí por ese sentimiento realmente existente de comunidad hispánica y que les proporciona una identidad especial ante el Islam y en el seno de la Europa cristiana. Para la época de los Reyes Católicos, sin embargo, sí nos encontramos con unos deseos, en ocasiones muy marcados, de anhelo y búsqueda de la unión política, y las directrices del gobierno de los monarcas apuntan a ese fin. Esto, sin embargo, no procede de la nada, sino que se ha ido fraguando a lo largo de siglos, en especial desde el XIII. Según hemos indicado ya, en la propia centuria del 1400 toda una serie de textos fue preparando el terreno para la realización de la unidad hispánica bajo una sola Corona (25).

Por otro lado, los contemporáneos extranjeros e hispanos denominaron con cierta frecuencia «Reyes de España» a los Reyes Católicos, y además usaban el término con naturalidad. Sin embargo, es cierto que los monarcas nunca emplearon tal designación en su intitulación, sino que conservaron la larga lista de títulos que ya conocemos y que estaba abierta a añadir otros nuevos; y, efectivamente, ellos la agrandaron de forma sobresaliente.

Respecto de esta segunda cuestión, Fernando del Pulgar, en su Crónica de los Reyes Católicos refiere que en el Consejo Real se debatió qué intitulación debían emplear, y que, a pesar de que los votos de algunos consejeros se inclinaron porque se denominasen «reyes e señores de España, pues subçediendo en aquellos reynos del rey de Aragón eran señores de toda la mayor parte della, pero determinaron de no lo hacer e yntitularonse en todas sus cartas en esta manera» (es decir, la de la lista de reinos y señoríos).

Por lo tanto, hubo una negación por parte de Isabel y Fernando a la idea de autodenominarse de forma oficial «Reyes de España». Y, sin embargo, es evidente que no sólo les llamaron así numerosas personas e instituciones, sino que los monarcas no pusieron impedimento alguno a que lo siguieran haciendo. Más aún, lo permitieron e incluso ordenaron que se imprimieran libros en los que aparecía tal término. El caso del propio Fray Ambrosio Montesino es bien claro y significativo: se dirige a Isabel como «Reina de España», al menos ya desde las coplas que por encargo suyo compone hacia 1485; a ella y a Fernando les denomina «Reyes de España» en la Vita Christi en 1502; y finalmente dedica al segundo, como «Rey de España», las Epistolas y Evangelios en 1512.

Esto último lleva a reflexionar sobre otro aspecto: el calificativo se aplica tanto a Isabel sola, como únicamente a Fernando, y a los dos juntos. Es decir, cabe afirmar que hay una conciencia clara de que los dos son los Reyes de España, y que el «Tanto monta» funciona al menos en la teoría.

Así pues, ¿podemos considerar y llamar «Reyes de España» a los Reyes Católicos?

En primer lugar, queda fuera de duda que España es una realidad en la Edad Media y que existe un concepto de ella que no se limita a mera geografía, sino que, si bien ésta puede ser y es la base, hay bastante más: hay una conciencia de identidad y de comunidad. Por lo tanto, en caso de considerar a Isabel y Fernando «Reyes de España», lo serán de algo que no se restringe a lo geográfico.

En segundo lugar, ya se ha visto cómo se habla con frecuencia de los «Reyes de España» en el Medievo hispánico, así que tampoco es del todo novedoso que se aplique el término a Isabel y Fernando, sino que tiene una larga tradición. Pero lo que sí es novedoso es que se les considera como reyes de la unión recuperada de España, gracias a su matrimonio y a toda su labor, en la que cuentan como elementos muy importantes la incorporación de Granada, Canarias, Navarra... La expansión norteafricana, el descubrimiento de América... y, desde luego, la política matrimonial de los monarcas. Todo esto, sin olvidar lo que desarrollan en lo que toca a la hacienda y la moneda, la justicia, el ejército, la reforma y unidad religiosas, etc.

En tercer lugar, no sólo otras personas e instituciones denominan a Isabel y Fernando «Reyes de España», sino que ellos mismos tienen conciencia de serlo, aun cuando no quieran usar de manera oficial esta designación. Si no fuera así, no se comprendería que permitieran que se les llamase de este modo una y otra vez a lo largo de todo su reinado, y tanto por separado como en conjunto.

¿Por qué entonces no aceptaron el uso oficial del título «Reyes de España»? Como apunta Suárez (26), se pueden encontrar varias posibles respuestas a tal cuestión.

La primera de ellas puede ser la tradición: a lo largo de la Edad Media, los monarcas hicieron uso de un sistema de titulación plural, que fue plenamente heredado por los Reyes Católicos. Este factor ya lo señala Maravall (27), y hay que recordar que Isabel y Fernando eran tenidos, y ellos a sí mismos se tenían, más como «restauradores» que como «fundadores" (28).

La segunda razón es que pudo deberse a que la unión política de España aún no estaba acabada del todo: no eran todavía reyes de toda España, sino de una parte, aunque fuera la mayor, lo que creaba en ellos el deber de completarla (29).

En relación con esto hay que poner la cuestión de Portugal: ya sabemos que, a través de su política matrimonial, uno de los fines de los Reyes Católicos era la armonización política con este reino. Pero el uso del título »Reyes de España» de forma oficial podía molestar al vecino lusitano, que también se consideraba parte de España. Maravall ya indica este aspecto, y realiza un comentario acerca de que el rey don Manuel de Portugal hizo una reclamación a Fernando el Católico porque éste se hacía llamar «rey de España» (30). De todas formas, el hecho de que, en cambio, Isabel y Fernando aceptaran que personas e instituciones les denominasen así, podía constituir un elemento de propaganda de cara también a Portugal.

Y, hablando de propaganda, una cuarta razón la podemos ver en la fuerza que podía tener una larga intitulación, la cual, además, estaba abierta a nuevos añadidos. Ladero matiza que la efectividad y la fuerza de cada título era diversa: los había honoríficos (Atenas y Neopatria, por ejemplo), reivindicativos (Rosellón y Cerdaña hasta 1493) y efectivos (31). Como decimos, la lista podía ir aumentándose mediante la incorporación de nuevos reinos o señoríos y esto confería un evidente prestigio al monarca o monarcas (32). Y, como igualmente hemos dicho, los Reyes Católicos hicieron crecer en su época el número de títulos de forma considerable.

En fin, la última razón es quizá la más importante: la unidad estaba construida sobre la base de la diversidad territorial. Suárez también opina que éste fue el motivo principal de la cuestión y concretamente recalca que la unión se estaba edificando según el modelo de la Corona de Aragón (33). Ladero, por su parte, da importancia igualmente a la realidad de que la monarquía tenía dominios y componentes variados (34). Y Hillgarth, recordando que en la intitulación de los Reyes Católicos los reinos de la Corona de Castilla y los de la de Aragón se enumeran uno tras otro en rigurosa alternancia, cita a Gómez Mampaso en la idea de que esto parece reflejar «la concepción pluralista del Estado, yuxtaponiendo los reinos sin fundirlos» (35). Sin duda alguna, el corporativismo u organicismo cristiano medieval pudo jugar un papel muy destacado en la configuración de la unión dinástica. Cepeda Adán tiene en cuenta este factor al referirse a la concepción del reino, del Estado, en los Reyes Católicos (36). Son muy esclarecedoras, por otra parte, estas palabras de Antonio de Nebrija en el prólogo que dedica a Isabel la Católica, «Reina i señora natural de españa e las islas de nuestro mar», en su Gramatica de la lengua castellana de 1492: «I assi crecio [la lengua castellana] hasta la monarchia e paz de que gozamos, primeramente por la bondad e prouidencia diuina, despues por la industria e trabajo e diligencia de vuestra real majestad. En la fortuna e buena dicha de la cual los miembros e pedaços de España que estauan por muchas partes derramados, se reduxeron e aiuntaron en un cuerpo e unidad de reino. La forma e travazon del cual assi esta ordenada que muchos siglos, iniuria e tiempos no la podran romper ni desatar.» (37)

Nebrija ve con claridad que se ha alcanzado la unidad que llevaba esperando siglos y que ya es irrompible. Pero, además de esto, habla de «miembros» y «cuerpo», y cualquier entendido en textos políticos medievales sabe que no son palabras dichas al azar o sin significado. El reino se concibe orgánicamente en lo social y en lo territorial, y los territorios que lo componen son los miembros que forman el cuerpo del reino. Este no puede existir sin aquéllos, y aquéllos, a su vez, no tienen sentido y finalidad fuera del reino. Y, sin duda alguna, ésta era la visión de los Reyes Católicos. Ellos fundamentaron la unidad sobre la diversidad, bebiendo doctrinalmente para ello en buena medida del pensamiento corporativo del Medievo cristiano, que se fue perpetuando y renovando posteriormente y que en España tiene una de sus expresiones más recientes y bastante fiel heredera de él en el tradicionalismo carlista; en Portugal podemos verlo en el miguelismo y el integralismo. El foralismo carlista se explica bien desde esa perspectiva y trata de conjugar la unidad nacional con la diversidad regional, de una manera no muy lejana al modelo de los Reyes Católicos. Los cuales, aunque sin duda dieron muchos y muy importantes pasos en la construcción del «Estado moderno», seguían vinculados a las doctrinas de la Edad Media cristiana.

Otro reflejo claro de tal concepción es el escudo de armas de Isabel y Fernando, en el cual se integran los distintos territorios y la personalidad de cada uno de ellos queda tan patente como la unidad alcanzada, al mismo tiempo que todo queda consagrado y protegido por el águila de San Juan Evangelista, por la fe católica (38).

Y esta diversidad en la unidad es la que también explica que muchas veces se hable de España en plural: «las Españas». También Felipe II utilizó, además de la larga lista de territorios en su intitulación, esa otra de «Philippus Hispaniarum Princeps» o «Philippus, Dei gratia Rex Hispaniarum...». Y esto ya lo había hecho su padre Carlos I, como se observa en varios sellos (39). Es decir, que después de los Reyes Católicos y antes de Carlos III, también otros monarcas fueron denominados (en los casos de Carlos I y Felipe II que aquí se refieren, se autodenominaron) «Reyes de España» o «de las Españas».

Los historiadores de la Edad Moderna, acogiéndose a veces a textos de autores de los siglos XVI y XVII, por ejemplo del P. Mariana, han propuesto, quizá como términos menos conflictivos, los de «Monarquía Católica» y «Monarquía Hispánica», para hablar de los reyes que gobernaron España desde Isabel y Fernando hasta la centuria del 1700. En realidad, son términos ciertamente bastante adecuados y que hacen referencia sobre todo a dos aspectos: la fe sobre la que se asienta la Monarquía y la universalidad. Porque, en realidad, tanto catolicidad como Hispanidad son conceptos que expresan universalidad, y la España de la Epoca Moderna muestra sin duda esta vertiente. Pero ello no quita el que, después de haber tratado toda esta cuestión, podamos sin temor hablar también de «Reyes de España» antes de Carlos III y que podamos aplicar tal calificativo igualmente sin miedo a los Reyes Católicos. Del mismo modo, no hay por qué evitar hablar de España antes del siglo XVIII, ni hay razones verdaderas para afirmar que España no existe ni ha existido en la Historia. Como bien dice el profesor Eloy Benito Ruano: «¿Negación actual de España? Síntoma de incultura histórica.» (40)

Santiago Cantera Montenegro

1 Resumen de la conferencia pronunciada en la Universidad San Pablo-CEU de Madrid el 4 de mayo de 2001, dentro de las Jornadas sobre La creación del Estado moderno español: una transición política a finales del siglo XV. En buena medida, habíamos abordado el tema en el artículo "Fray Ambrosio Montesino y los Reyes Católicos como Reyes de España", en Fundación, revista de la Fundación para la Historia de España (Argentina), II (1999-2000), pp. 261-282.

2 Tanto la edición francesa (París) como la española (Madrid, Nerea), son de 1988. La cita, p. 9.

3 Maravall Casesnoves, J. A.: El concepto de España en la Edad Media. Manejamos la 4a edicio~ilMadrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1997); la la es de 1954.

4 Espana. Reflexiones sobre el ser de Espana. Madrid, Real Acadernia de la Historia, 1997.

5 Op. cit., 2a parte. A continuación, recogemos algunas citas de las pp. 342, 345, 388-390 y 398.

6 Versos 3724-3725. Manejamos la 4a edición de Ramón Menéndez Pidal (Madrid, Espasa-Calpe, 1940, p. 298) y la de Colin Smith (Madrid, Cátedra, lg9l, p. 267).

7 Ladero Quesada, M. A.: ~España: Reinos y señoríos medievales (Siglos XI a XIV)", en España. ReJlexiones sobre..., pp. 95-129; p. 95.

8 Ladero Quesada, M. A.: "Ideas e imágenes sobre España en la Edad Media", en Sobre la realidad de España. Madrid, Universidad Carlos III de Madrid - Boletín Oficial del Estado, 1994, pp. 35-53; p, 38. Recogemos a continuación algunas citas de este trabajo y del mencionado antes.

9 Real Academia de la Historia (RAH), Col. Salazar y Castro, 9/356 (antiguo E-18), fols. 119 r. - 122 v.

10 RAH, Col. Salazar y Castro, 9/832 (antiguo M-25), fols. 180 r. - 188 r.

11 RAH, Col. Salazar y Castro, 9/706, (antiguo K-81), fols. 21 r. - 22 r.

12 En esta idea incide habitualmente el profesor Luis Suárez.

13 Para este autor, usamos principalmente la edición de la BAE (Biblioteca de Autores Españoles), vol. 35 (Madrid, Rivadeneyra, 1855), pp. 401-466; aquí, pp. 441-444. Y Rodríguez Puértolas, Cancionero de Fray Ambrosio Montesino, Cuenca, Diputación Provincial, 1987; pp. 253-260 y 260-268.

14 De la primera edición de Toledo, 1512, solo se conoce un ejemplar en el British Museum.

15 Por ejemplo, en la Biblioteca Nacional de Madrid (BN), R-4 a R-7. El proemio, en vol. I, fols. II-IV.

16 San Ignacio de Loyola: Obras Completas, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos (E3AC), 1977 (3a ed. revisada); p. 94.

17 Leturia, P. de S.I.: El gentilhombre íñigo López de Loyola en su Patria y en su siglo, Barcelona, Labor (Colección "Pro Ecclesia et Patria"), 1949 (2a ed. corregida); p. 152.

18 Riquer, M. de; Comas, A.; Molas, J.: Historia de la Literatura Catalana, vol. IV (Part Antiga, per Martí de Riquer. Barcelona, Ariel. 1985, 4a ed.); p. 117.

19 Existe ed. crítica reciente de la obra completa, realizada por Josep Almiñana i Vallés, 2 vols. Valencia, Ajuntament de Valencia, Regidoría d’Acció Cultural, 1992. El prólogo en vol. I, p. 204.

20 Hillgarth, J. N.: Los Reyes Católicos. 1474-]516, Barcelona, Grijalbo, 1984; p. 282.

21 Maravall, op. cit., p. 467. LADERO, "Ideas e imágenes...", pp. 46-48.

22 Nebrija, E. A.: Historia de la guerra de Navarra, Madrid, 1953.

23 Ladero, "Ideas e imágenes...", p. 48.

24 Para esta cuestión, es interesante Pérez Priego, M. A.: El Príncipe Don Juan, heredero de los Reyes Católicos, y la literatura de Stl época, Madrid, UNED, 1997; antología de textos literarios en pp. 55-101.

25 Ladero Quesada, M. A.: Los Reyes C~atólicos: la Corona y la Unidad de España Valencla, Asociación Francisco López de Gomara, 1989; pp. 88-90.

26 Suárez Fernández, L.: Los Reyes Católicos. Fundamentos de la monarquía, Madrid, Rialp, 1989, p. 14.

27 Maravall, op. cit., pp. 352-353.

28 Suárez, Los Reyes (~atólicos. Fundamentos..., capítulo I, 1 (pp. 9-14). De este autor, cabe recordar también "España. Primera forma de Estado", en España. Rellexiones sobre..., pp. 131-150.

29 Esta razón la apuntan también los profesores Maravall, Suárez (quien no cree que sea la más importante) y Ladero.

30 Maravall, op. cit., p. 470.

31 Ladero, Los Reyes Católicos ., p. 94.

32 Así lo veía Maravall, op. cit., p. 353.

33 Aparte de trabajos mencionados, es de gran interés el primer capítulo de su obra Claves históricas en el reinado de Fernando e Isabel, Madrid, Real Academia de la Historia, 1998.

34 Ladero, Los Reyes Católicos , pp. 93-94. En su obra España en 1492, Madrid, Hernando, 1978, p. 112, señala: "La Inonarqllía de ambos esposos es a la vez unión dinástica y ejercicio unido del poder en su cúspide. No supone un cambio en la constitución interna de los reinos y, tal vez por eso, Isabel y Fernando no se titularon oficialmente reyes de España, aunque como tales se considerasen, sino que mantuvieron las titulaciones tradicionales, incluso las honoríficas, unificadas en una larga relación donde cada reino -castellano o aragonés- tiene su puesto y a la que se incorporan las conquistas y anexiones efectuadas por ellos. Los monarcas de la Casa de Austria conservarían este procedimiento de titulación: [. ]".

35 Hillgarth, op. cit., p. 283.

36 Cepeda Adán, J.: En torno al concepto de Estado en los Reyes Católicos. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Escuela de Historia Moderna. 1956; pp. 74-75.

37 Nebnrija, A. de: Gramatica de la lengua castellana, Salamanca, 1492. Hay edición facsímil de Valencia, Librerías París-Valencia, 1992. La cita, pp. 5-6.

38 Es muy interesante el estudio de Menéndez Pidal de Navascués, F.: "Los emblemas de España", en Espaiia. Ref.’exiones sobre .., pp. 429-473.

39 Por ejemplo, en un sello de 1526 aparece la fórmula "Carolus Dei Gracia Rex Hispaniarum" (Archivo Histórico Nacional de Madrid [AHN], Sigilografía-Sellos, Caja 17, n° 63). Y en otro de 1541, "loana, Carlos su hiio, Reis de Spanna" (AHN, Sigilograffa-Sellos, Caja 47, n° 19).

40 Benito Ruano, E.¨"Reflexiones sobre el ser de España", en España. Reflexiones sobre..., pp. 583-587; p. 587.

Santiago Cantera Montenegro, OSB

Rusia: el rojo y el negro. Genealogía de las derechas rusas según Walter Laqueur

Por Robert Steuckers

El impacto de los fascismos del oeste europeo en general y del nacional-socialismo alemán en particular, se dejó sentir de una manera notable en los círculos de la emigración de los rusos blancos en el período de entreguerras. Los fascismos atraían porque ofrecían soluciones rápidas a los problemas, mientras que a los parlamentos democráticos, que lo sometían todo a interminables discusiones, se les acusaba de dejar "pudrir las situaciones". Este culto a las "decisiones rápidas", tan en boga en los debates de la Alemania de la época y en los tempestuosos discursos de Mussolini, sedujeron tanto a los pequeños círculos fascistas rusos puros y duros, como a conservadores del talante de P.B. Struve, y a moderados como N. Timashev.

LOS "JÓVENES RUSOS"
A la difusión de este doble culto a la autoridad y a la celeridad en las decisiones, contribuyó el surgimiento de varias organizaciones políticas en la década de los años veinte, repletas todas ellas de una militancia joven y entusiasta. El más pequeño de estos grupos fue el movimiento de los Jóvenes Rusos (Mladorossiti), dirigido por Alexander Kazem Bek. Kazem Bek procedía de una familia aristocrática de origen iraní que se rusificó en el siglo XIX. A los 21 años emigró a París, donde encabezó una asociación de estudiantes blancos que reclamaba la instauración de una monarquía totalitaria de nuevo cuño. Adaptaron por su cuenta y riesgo todos los elementos de la parafernalia y disciplina fascistas, al tiempo que, como explica Walter Laqueur, su ideario político consideraba que el antiguo régimen no podía ser restaurado, ya que había sido minado en sus cimientos por la decadencia reinante, por la ideología burguesa y el filisteismo. Desde este punto de vista, el hundimiento del régimen a manos de los bolcheviques, no habría sido otra cosa que un merecido castigo. El apocalipsis de 1917 y el horror de la guerra tendrían así, según los partidarios de Kazem Bek, el valor de una purga. Estas opiniones, lejos de lo que pueda pensarse, no molestaban en absoluto a conservadores como Struve —quien, por cierto, abrió las columnas de su publicación a los Jóvenes Rusos— ni a personajes como Kyril, el pretendiente al trono de los Romanov. Dos grandes duques se adhirieron al movimiento.
Al culto a Mussolini y a Hitler añadían, curiosamente, el de Stalin. El dictador ruso, según Kazem Bek y sus seguidores, había puesto límite a la anarquía revolucionaria, había reestablecido la autoridad del ejecutivo y, en definitiva, había puesto freno al internacionalismo. Kazem Bek apostaba por una simbiosis entre antiguo régimen y orden nuevo: una monarquía encarnada por el Gran Príncipe Kyril, vertebrada por las nuevas instituciones soviéticas. Dicho de otra forma: una monarquía soviética.
Tras un intento de colaboración con los nacionalsocialistas alemanes, quienes teledirigían al ROND —un partido nazi ruso operativo sólo en Berlín, todos los contactos acabaron por romperse: los alemanes acusaron a los rusos de "nacional—bolcheviques" y de no ser auténticos nacionalsocialistas. Xenófobos —en sus declaraciones públicas oficiales se cuidaban de no hacer profesión de fe antisemita, aunque en la práctica lo eran—, los Jóvenes Rusos adaptaron el discurso de los intelectuales euroasiáticos; esto es, la idea de que la misión real de Rusia estaba en Asia, y que Moscú debía constituir un bastión de la raza blanca frente al "peligro amarillo".
Kazem Bek no se fiaba de los proyectos elaborados por los alemanes para la Europa oriental. En 1939, pidió a los Jóvenes Rusos que apoyarán la causa de los aliados y abandonó Europa para fijar su residencia en los Estados Unidos. En 1956 regresó a Moscú para convertirse en secretario del Pariarca ortodoxo. Murió en 1977. Se cree que, a lo largo de toda su trayectoria política, no dejó de ser un agente soviético. Laqueur alude en su libro a la habilidad de la diplomacia soviética a la hora de captar agentes en todos los ambientes políticos del exilio ruso, incluidos los mencheviques. Sin embargo, únicamente los rusos blancos fueron autorizados a regresar a su país (pp. 103-106).

LA MONARQUÍA BOLCHEVIQUE DE SOLONEVICH
Entre los ideólogos autoritarios monárquico-bolcheviques sobresale la figura de Iván Lukianovich Solonevich (1891-1953). Inició su trayectoria política en la prensa radical de derechas prerrevolucionaria. Se exilió de la URSS en 1934, atravesando de manera clandestina la frontera ruso-finesa, experiencia que le dará para una novela que se convirtió en un auténtico éxito de ventas en Occidente. Solonevich se convirtió en uno de los columnistas de mayor prestigio en la prensa liberal y moderada de la emigración. Con posterioridad, dió un giro a la derecha y se acercó a los cenáculos de conspiradores de la antigua oficilidad zarista. Falleció en Argentina. Su más importante aportación teórica, Narodnaïa Monarkhiia (La Monarquía popular), fue reeditada en Moscú, en 1991, y sirve en la actualidad de guía a algunos círculos opositores de carácter neomonárquico.

FASCISMO RUSO EN MANCHURIA
Los partidos fascistas rusos conocieron en la década de los treinta una breve existencia en Alemania, Manchuria y Estados Unidos. El grupo más significativo fue el de Manchuria. Surgió en los ambientes patrióticos de la facultad de Derecho de la universidad local, entre los jóvenes blancos allí refugiados. Encontraron apoyo en el general zarista Kozmin y se agruparon, en un primer momento, en la llamada Organización Fascista Rusa (OFR) —más tarde Partido Fascista Ruso (PFR)—. Durante la vida de la organización publicaron dos revistas: Nache Potue (Nuestra vía) y Natsia (Nación). De 1931 a 1945 —año en que el ejército rojo entró en Kharbine, capital de Manchuria— fue Konstantín Rodzaievski el verdadero motor del partido: un fogoso líder no exento de una buena dosis de ingenuidad política. Adoptó febrilmente la parafernalia de los nacional-socialistas alemanes, dando a su formación un aspecto un tanto carnavalesco. Se sabe que dependió de buena gana del dinero japonés y que, hasta última hora, esperó una victoria del eje Berlín-Tokio, cuyos ejércitos ocuparían la Unión Soviética y colocarían a la cabeza de la nueva Rusia desbolchevizada un "gobierno nacional" dirigido... por él, naturalmente.
Paralelamente a Rodzaievski, un militar conservador, Semionov, lejos de encandilarse por el floklore nazi, apostó por una organización de carácter solidarista que agrupó a los cosacos refugiados en el extremo oriente. En 1945, Rodzaievski y Semionov fueron condenados a muerte por las autoridades soviéticas en un expeditivo proceso. El activista del PFR pidió entrar al servicio de Stalin en calidad de "líder fascista ruso" con el objeto de vertebrar una quinta columna al servicio de Moscú. Su demanda no fue atendida.
En los Estados Unidos —concretamente en Windham County, Connecticut—, un tal Anastás Vosniatski fundó en 1933 un grupúsculo denominado Organización Fascista Toda Rusia (VFO), gracias a las rentas de su esposa, perteneciente a una acaudalada familia de comerciantes de cereales. Pese al dinero, no tuvo éxito en su empeño. La crónica de su movimiento no revela nada de original o extraordinario.

EL SOLIDARISMO DE LA NTS
Durante los veinte primeros años de exilio ruso blanco y de los antibolcheviques de toda laya, el movimiento que, incontestablemente, tuvo una mayor repercusión fue la Unión Obrera Nacional de la Nueva Generación, más conocido por sus siglas NTS. Este movimiento, de inspiración solidarista y cristiano-ortodoxo, tuvo su primer congreso en 1930, donde fue elegido presidente V.M. Baidalakov, un cosaco del Don. Objetivo: proseguir el combate por la "idea blanca" bajo nuevas estrategias acordes con la mentalidad de las nuevas generaciones. La NTS trabajaba, a diferencia de los Jóvenes Rusos y los grupúsculos fascistas de Manchuria, con un gran rigor. Cada dos años, la organización celebraba un congreso donde se fijaban las nuevas orientaciones y se redactaban los programas a seguir. Su ideología social se basaba en el solidarismo, pero un solidarismo que difería sensiblemente del propugando por las escuelas políticas católicas de Europa occidental. El solidarismo de la NTS se apoyaba en tres pilares básicos: el idealismo, el nacionalismo y el activismo. El carácter idealista subrayaba la importancia de las ideas nobles y la primacía de los valores superiores, al tiempo que se apostaba por formas políticas permanentes en las que no hiciera mella la efervescencia de la política cotidiana. Su nacionalismo advertía que dichos valores debían inscribirse, en todo caso, en un contexto concreto y que este contexto no podía ser otro que la nación rusa. El activismo, por último, era la forma de adecuar la teoría y la práctica, en un sentido que nos recuerda la praxis marxista.
Este solidarismo era, en cualquier caso, una ideología de corte conservador. Propugnaba el consenso entre las clases, lo que conducía a la NTS a rechazar el "excesivo individualismo liberal" y a imponer límites a la libertad individual. El solidarismo de la NTS negaba igualmente la democracia pluripartidista y las industrias-clave debían estar bajo la órbita del Estado. La NTS retomaba una idea central del pensamiento eslavófilo: la idea de Sobornost (unidad nacional y cooperación), elaborada por el politólogo Jomiakov.
La NTS no se alineó ideológicamente con los fascismos europeos o el nacionalsocialismo, ya que su dimensión religiosa le acercaba más al corporativismo católico austriaco o al salazarismo portugués, que a ideologías consideradas en realidad como modernas e industrialistas. Algunos de sus militantes, sin embargo, colaboraron con las autoridades alemanas durante la segunda guerra mundial. Esta cooperación tuvo lugar en los territorios rusos ocupados por el ejército alemán y el movimiento del general Vlasov [1]. El órgano de prensa de esta facción proalemana de la NTS fue el rotativo Novoïé Slovo.
Tras la guerra, la NTS adoptó una ideología de "tercera posición", en un intento de distanciarse tanto del capitalismo como del marxismo. Las potencias occidentales pasaron por alto el colaboracionismo ruso (Redich, Poremski, Tenserov, Vergun y Kazantsev) y los americanos, en el contexto y la lógica de la guerra fría, sostuvieron el movimiento y financiaron su propaganda en el interior de la URSS. Esta doble colaboración con los enemigos de Rusia —primero Alemania, y más tarde Estados Unidos— no sirvió precisamente para dar una buena imagen de la NTS en Rusia, a pesar de la pulcritud de sus ideales, en teoría muy arraigados en la tradición y el sentimiento del pueblo. El ciudadano soviético, por contra, se desinteresó totalmente de aquella iniciativa.
Para Laqueur, el principal ideólogo de la NTS fue el profesor Iván Il’in (1881-1954), profesor de filosofía en la Universidad de Moscú. Este profundo conocedor del pensamiento de Hegel fue expulsado de la URSS en 1922 al mismo tiempo que Nicolai Berdiáiev. Publicaba sus trabajos en la revista Russkii kolokol, próxima a la NTS a pesar de no compartir su línea editorial. En efecto, Il’in era monárquico, mientras que los militantes de la NTS no se pronunciaban sobre tal cuestión e incluso no descartaban la eventualidad de una república no soviética. Il’in propugnaba una suerte de "democracia orgánica", bien lejos del formalismo y el mecanicismo occidentales. En su libro Pout’k otchevidnosti (El camino hacia la evidencia), Il’in definía la "verdadera política" como "servicio", concepto diametralmente opuesto al de la política como "carrera". Servicio equivalía a entrega a los intereses del pueblo de forma total, no como categoría social o como trama de intereses. Esta voluntad de servicio a un ente colectivo de vastas dimensiones hace de la política un "arte de voluntad", una disposición que contempla el instinto de elección, en la cadena ininterrumpida de los hechos y los acontecimientos, siempre en pro de lo que es bueno para el pueblo en su conjunto y para el porvenir nacional. Esta voluntad debe depurarse en el crisol de los ideales, sin olvidar en ningún caso las virtudes, que otorgan fuerza y cordura a la potencialidad creadora del político [2].

LOS ESCRITORES DEL PERÍODO DEL TERROR
Laqueur continúa su ensayo con un análisis pormenorizado de las fuentes del neonacionalismo ruso contemporáneo. Lo que podríamos denominar genéricamente como "partido ruso", surge de la obra de los neoeslavófilos y de los escritores de la "etapa del terror". Pioneros durante el estalinismo de este estilo, ruralista, fueron Vladímir Ovéchkin y Efim Dorosh, quienes sin duda prepararon el terreno de una nueva escuela literaria de carácter populista y nacionalista que en los años sesenta y setenta, encontró en los escritores de la Rusia septentrional y Siberia —entre ellos Fiódor Abramov, Vasili Shukshin y Valentín Rasputín— unos fieles continuadores. Esta literatura, subraya Laqueur, está lejos de todo lo que pueda sonarnos a idílico. Las condiciones de vida en las aldeas del norte y de Siberia son terribles y los campesinos descritos por Abramov viven en un clima de odio y en absoluto conforman una comunidad sólida y solidaria. Vasili Belov, por su parte, es menos pesimista: sus personajes viven de un mundo sencillo y puro, a la sombra de las iglesias ortodoxas, al calor del tintineo dulce y alegre de sus campanas, donde se dan cita los místicos y los idiotas sublimes que alcanzan la santidad. Solouyin, considerado como discípulo del escritor noruego Knut Hamsun, también describió a esos raros personajes que andaban muy lejos de haber sido pervertidos por la civilización moderna [3]. Astafiev y Rasputín evocaron a los descendientes de los pioneros, dispersos en la inmensidad siberiana. En aquellos villorrios, sus habitantes carecen de referentes morales: no tienen raíces ni sentido del deber. Sueñan con enriquecerse rápidamente a costa de saquear el entorno natural. Tal depravación, según estos escritores, no sería otra cosa que un fruto más del poder comunista. Solouyin, por ejemplo, nunca se escondió a la hora de criticar la perversión del régimen comunista; es más, sus actitudes no le privaron de recibir en su momento el Premio Lenin. El tono general de esta literatura es escéptico con respecto al progreso técnico y económico, a la producción intelectual de las grandes ciudades, y con respecto a la contemporánea cultura de masas importada del oeste.

LA TESIS DE LA "CORRIENTE ÚNICA"
Entre el gran público, fueron las revistas literarias conservadoras —formalmente fieles al régimen comunista— las que tomaron el relevo de aquella literatura ruralista, de culto a las raíces y rechazo del desarraigo. Entre las más influyentes cabe citar Nache Sovremenik y Molodaïa Gvardiya. Novi Mir, por su parte, defendía las tesis progresistas clásicas propias de la ideología marxista. Esta pasión por el incólume pasado de una Rusia ideal ha conducido, desde finales de la década de los setenta, a un redescubrimiento del eslavismo del siglo XIX. Desde esta perspectiva, no es de extrañar que escritores como Shalmaiev, Lobanov y Kozhinov llegaran a la conclusión de que Rusia se había convertido en un país descerebrado y americanizado, en una nación que había perdido su "dimensión interior", sus raíces, y todo ello a pesar de de su poderío militar. Rusia, en definitiva, no era otra cosa ya que un cascarón vacío.
Esta simbiosis de ruralismo, neoeslavofilia, culto a las raíces y antiamericanismo, no podía conducir sino a una crítica de profundo calado de la ideología marxista dominante. Los nacionalistas se hicieron eco, en efecto, de la tesis de la "corriente única" de la historia rusa, tesis en absoluta contradicción con la teoría leninista de la historia. Para los leninistas, la historia de Rusia enfrentaba a dos grandes corrientes: una progresista —Pedro el Grande, Alexander Herzen, Nicolai Chernichevski y Máximo Gorki—, y otra oscurantista, compuesta por reaccionarios, fanáticos religiosos y explotadores del pueblo. A este dualismo oficialista, los ruralistas opusieron, sin negar lo que de positivo había en el marxismo, la rehabilitación de las fuerzas políticas y espirituales que habían conformado Rusia a lo largo de los siglos y que fueron impermeables a la filosofía de la modernidad, progresista y occidentalista. La historia de Rusia, desde esta óptica eslavófila y nacional, habría impulsado en una única dirección el conjunto de elementos positivos, tanto los marcados por la impronta progresista, como aquellos otros impregnados por la tradición.
El PCUS no aceptó estas posiciones, ya que ello le hubiera hecho asumir riesgos sin precedentes. Entre otras cosas, sin duda, hubiera implicado la revalorización del papel de la monarquía y de la Iglesia en la historia del país. Hubiera significado, asimismo, la evidencia de que tanto el ejercito rojo como el ejército blanco tenían, en todo o en parte, razones dignas de tener en consideración. Si tanto Nicolás II como Lenin tenían razón, la revolución no habría sido otra cosa que pura inutilidad, y el ideal político habría de ser necesariamente un régimen a medio camino entre el bolchevismo y la monarquía, tal y como fue perfilado por Solonevich. Pese a todas las dificultades, lentamente, la tesis de la "corriente única" iba abriéndose paso hasta acabar por imponerse, estructurando metafísicamente la actual convergencia entre nacionalistas y comunistas. Más allá de la "corriente única" tan sólo quedan los liberales fieles al progresismo, un progresismo que —dicho sea de paso— ha caído en el más absoluto desprestigio, como consecuencia de la salvaje inflación que, con la liberalización de precios de 1992 provocó Gaidar y su equipo de tecnócratas. En la actualidad, el liberalismo es un paupérrimo argumento electoral, al tiempo que ha perdido legitimidad democrática [4].
Durante los últimos años del gobierno de Leonid Breznev, la casa editora Roman Gazetta, que publicaba libros de bolsillo a un precio muy asequible, dedicó buena parte de sus esfuerzos a editar a los autores populistas, eslavófilos o nacionalistas (p. 124). Signo de este irresistible avance: cuando Alexander Yakovlev, jefe del departamento ideológico del Comité Central del PCUS, pronunció en 1972 un discurso contra el "antihistoricismo" de los rusófilos y criticó el culto de la religión ortodoxa, al tiempo que defendía a los "demócratas" revolucionarios del siglo XIX, no tardó en ser nombrado embajador en Canadá, donde permaneció un buen puñado de años [5]. Se trataba, sin duda, de una evicción encubierta. Este incidente marcó el triunfo de de las revistas Nache Sovremenik y Molodaïa Gvardiya. Novi Mir, revista de la que, por cierto, habían sido apartados en los años setenta sus colaboradores liberales, trató durante el período de gobierno de Gorbachov de retomar sin éxito aquella "corriente progresista", subiéndose al carro de la perestroika.

LA SÍNTESIS DE SOLYENITSIN
En los comienzos de su carrera de escritor, Alexander Solyenitsin mantenía posiciones abiertamente liberales. Poco a poco fue penetrando en las grandes líneas de "conservadurismo" populista y eslavófilo, aunque al margen del conservadurismo puro y duro que defienden los nacionalistas y de los paleocomunistas actuales. En un principio fueron los liberales de Novii Mir quienes prestaron su apoyo a Solyenitsin, al tiempo que conservadores y nacionalistas criticaban sus posiciones. Ello no impidió, empero, que Solyenitsin considerara que los liberales no amparaban a los disidentes. Su giro hacia el conservadurismo populista y eslavófilo ya no dejaba lugar a dudas en su Carta abierta a los dirigentes soviéticos, en la que, tras su exilio en Zurich, criticó abiertamente a aquella "intelligentzia" liberal que se empeñaba en "superar la locura nacional y mesiánica de los rusos". Empresa imposible, según Solyenitsin, para quien, tras estas tareas de acoso y derribo, la idiosincrasia rusa sería reducida a la nada. En aquella carta exhortaba a los dirigentes soviéticos a abandonar el marxismo-leninismo, una ideología que no cesaba de crear conflictos en el extranjero, empobrecía a Rusia e instauraba un sistema de "mentira permanente". También pedía la abolición del sistema militar obligatorio, lo que sin duda molestó a los nacionalistas. Su pensamiento, en el fondo, no era otra cosa que una síntesis entre liberalismo nacional y popular, y un nacionalismo maduro: el régimen que le convenía a Rusia sería a la vez dúctil y autoritario, y se apoyaría en los Soviets, pues la instauración en Rusia de una democracia de corte occidental, sin un largo proceso de transición, conduciría inevitablemente a la catástrofe.—
Esta síntesis, pese a un cierto tono antimilitarista o, si se prefiere, pese a su hostilidad hacia el reclutamiento generalizado, le distanció definitivamente de los liberales. Andrei Sájarov, por ejemplo, juzgaba el nacionalismo de Solyenitsin "exagerado", un tanto "xenófobo", y deploraba que el autor de El Archipiélago Gulag no entonara una sola alabanza a la democracia occidental. La zanja abierta se ensanchaba día a día. No había reconciliación posible entre quienes denunciaban que las ideas occidentales —incluido el marxismo— pervertían el alma rusa, y quienes afirmaban que eran los vicios de la mentalidad rusa los que precipitarían al país al desastre.
En la actualidad, la nueva derecha rusa o, para ser exactos, las nuevas derechas rusas, sitúan sus ideas sobre síntesis más modernas y en autores de mayor actualidad entre los que Solyenitsin aún conserva una nada desdeñable influencia —más evidente entre nacional-liberales y conservadores menos radicales, que entre los activistas nacional-bolcheviques [6]—. Los rusos de hoy tratan asimismo de descubrir a autores occidentales a los que no habían podido acceder durante el período de la censura. La revolución conservadora alemana y la nueva derecha franco-italiana, así como cualesquiera síntesis nacional-revolucionarias, tienen un gran ascendiente entre los conservadores más radicales y los nacional-bolcheviques, mientras que los ensayos de Max Weber u Ortega y Gasset llaman la atención de los sectores nacional-liberales. La pasión por Nietzsche es, sin embargo, general, y va desde las visiones más pueriles a los más finos análisis. Dentro de esta efervescencia, cabe subrayar la presencia de un un pensador tan original como Lev Gumiliov —fallecido en 1992—, llamado el "Spengler ruso". Gumiliov elaboró una teoría de la "etnogénesis" de los pueblos según la cual aquellos pueblos que en un principio irrumpieron en la escena de la historia, animados por una passionarnost —pasión, instinto, pulsión—, han visto cómo, con el inexorable paso del tiempo, aquélla se agota, forzando a los pueblos carentes de sus primitivos impulsos a retirarse de la historia y a ocupar los espacios reservados a la insignificancia. Gumiliov era un pensador próximo a la escuela "euroasiática" y, obviamente, fue blanco de las críticas de quienes reivindican una Rusia europeísta.
Pero las nuevas síntesis del pensamiento ruso no son meramente intelectuales, sino que se forjan en la lucha cotidiana, en una fuerte oposición al brutal proceso de occidentalización del que el pueblo es víctima. Imaginativos y tomando mucho más en serio sus ideas que los occidentales, los rusos están elaborando en la actualidad los ideales movilizadores más originales. Provocando, sin duda, el asombro de quienes quieren medirlo todo a golpe de estadísticas y de guarismos, de balances y tasas de beneficio...

Notas
[1] Andrei Andreievich Vlasov (1900-1946) hizo carrera militar en el Ejército Rojo. Afiliado al Partido Comunista desde 1930, consejero militar de Chang Kai-Schek (1938-40), dirigió la defensa de Kiev en 1942. Preso de los alemanes, se sublevó contra Moscú: presidió un Comité Nacional Ruso y formó el Ejército de Liberación contra los comunistas. Pidió de Alemania el control político sobre la Rusia ocupada, pero Hitler se negó. Al final de la guerra fue detenido por los americanos y entregado a los soviéticos, quienes le ahorcaron (N. del T.).
[2] Para una mayor conocimiento de las ideas de Il’in, cf. Helmut Dahm, Grandzüge russischen Denkens. Persönlichkeiten und Zeugnisse des 19. und 20. Jahrhunderts, Joannes Berchmans, Munich, 1979.
[3] Solouyin declaraba a principios 1967 a la prensa occidental especializada: "Durante toda la historia rusa los escritores se han puesto siempre al lado de los que sufren. Compréndanme bien. En nuestro país, en el que reina un frío intenso, se hiela la mano sin que esto se note. Cuando se empieza a calentar es terrible. Durante los últimos diez años se produjo el deshielo. Nuestra mano, nuestra alma, nos producen dolor. Pero yo soy un gran optimista. Nuestro dolor es la base de nuestro arte. En definitiva, cada acontecimiento provoca una reacción que después de cierto tiempo trae un fruto positivo" (Le Figaro Littéraire, 13-I-1967, cit. por Luka Brajnovic, Literatura de la revolución bolchevique, Ed. Universidad de Navarra, col. Cultura de Bolsillo, 2, Pamplona, 1975). (N. del T.)
[4] Las elecciones a la Duma del 17 de diciembre de 1995 no dejaron lugar a dudas: un 4,8% de sufragios para Opción Democrática de Rusia del ex primer ministro Gaidar (por detrás del yeltsinista Chernomirdin [9,6%] y de Yavlinski [8,4%]), muy lejos del 21,9% del Partido Comunista y del 11,1% del Partido Liberal Democrático (extrema derecha), primera y segunda opciones más votadas (El País, 19-XII-1995). Buena prueba del alto grado de cinismo de personajes como Gaidar, a los que los media occidentales califican pomposamente de nuevos rusos, son las advertencias que, días después de su descalabro electoral, lanzaba a través diario Izvestia con respecto al triunfo de Ziuganov, calificándolo de "preludio de nuevas conmociones para Rusia", "derrota de la democracia rusa" y "riesgo de la repetición de nuevos experimentos peligrosos" (Las Provincias, 27-XII-1995). (N. del T.)
[5] Alexander Yakovlev, formado en el KGB, fue recuperado después por Andropov y Gorbachov. En 1994 pasó a dirigir la primera televisión pública, lo cual fue interpretado como un triunfo de los "cosmopolitas" en el interior del poder ruso. (N. del T.)
[6] Para una visión más amplia sobre el fenómeno del neonacionalismo ruso y la síntesis nacional-comunista, es imprescindible la lectura del dossier dedicado a esta cuestión editado por la revista belga Vouloir, nº 105/108, VII/IX-1993. (N. del T.)
[Artículo publicado con autorización de la revista Hespérides, 10, Madrid, verano de 1996. En la edición original Steuckers comenta la versión francesa del libro de Walter Laqueur, La Centuria Negra. Los orígenes y el retorno de la extrema derecha rusa, publicado en español por Anaya & Mario Muchnik (Madrid, 1995). Traducción de Juan C. García]