Charles Maurras
La Nef me pidió desempeñar de alguna manera el papel de contra-réplica al recordar algunos de los límites del pensamiento maurrasiano. Con mucho gusto tomo el riesgo sin ignorar que este tipo de ejercicio entraña las mayores posibilidades de dejar descontento a todo mundo: a los maurrasianos, que bajo los ojos de la devoción consideran insuperable la obra de su maestro, y a los anti-maurrasianos, quienes por supuesto no dejan de ver como insuficiente cualquier crítica.
Vayamos directo a lo esencial. Maurras es tenido ante todo como el teórico de la monarquía, a quien con razón se identifica con una gran «familia» a la que él cree poder demostrar la necesidad como se demuestra un teorema. La institución monárquica, a la que él no cuestiona para no negarle sus méritos, ¿representaría, sin embargo, la mejor forma de encarar los problemas políticos de este tiempo? El espectáculo de las monarquías actuales nos conduce a dudarlo. Las que todavía existen en Europa no son más que democracias (liberales) coronadas. Y sobre todo, el estado general de la sociedad es hoy día el mismo en todos los países occidentales, sean repúblicas o monarquías. Este solo hecho nos lleva a pensar que Maurras sobrestimó los poderes de la institución. En lugar de reflexionar sobre las condiciones de formación del vínculo social, sobre la pluralidad de factores en juego en cualquier dinámica social, creyó que lo esencial de los problemas podía y debía regularse desde lo alto. Ése ya no es el caso.
Es cierto que Maurras también dijo que él no quería una monarquía parlamentaria. Pero entonces, ¿qué queda? ¿Una monarquía de derecho divino? Conocemos bien las condiciones. ¿Quién puede creer seriamente que la humanidad occidental puede volver a un régimen de heteronomía del que, para bien o para mal, ya está hoy fuera?
A partir de allí, Maurras se deja llevar por una imagen del todo maniquea. Al idealizar el Antiguo Régimen, no ve cómo la monarquía francesa, deseosa de liquidar el antiguo orden feudal, promovió constantemente a la burguesía en detrimento de la aristocracia, cómo contribuyó a edificar un vasto mercado que consagró a esta misma burguesía, ni cómo se empleó para poner en marcha un proceso de centralización política y de racionalización administrativa que la Revolución –como lo demostró Tocqueville– solamente aceleró y agravó.
Paralelamente, hace un elogio ditirámbico de los reyes de Francia, y despotrica en contra de la «barbarie alemana», olvidando que las dinastías merovingia, carolingia y capeta eran todas de origen germánico, y que el nombre mismo de Francia le viene de un conquistador alemán.
Su referencia al nacionalismo no es menos paradójica. Es en efecto con la Revolución que la nación adquiere su sentido político: el grito de «¡Viva la nación!» es en su origen un grito de guerra contra el rey. Y es también por eso que los primeros contrarrevolucionarios, como el abad Barruel, estigmatizaban el «nacionalismo» de los revolucionarios jacobinos. En Francia, el nacionalismo se formula como doctrina «de derecha» hasta el momento del affaire Dreyfus.
Cuando Barrès recuerda «la querella de los nacionalistas y los cosmopolitas» (Le Figaro, 4 de julio de 1892), él mismo no se coloca todavía entre los primeros, antes al contrario. Maurras invierte esta imagen al sostener que la Revolución fue anti-nacional y de inspiración «extranjera»: «La Revolución –escribe– procede de un esfuerzo del Extranjero y sus agentes». Sobre esta sorprendente afirmación se escritura toda una construcción intelectual donde, sobre la base de un clasicismo grandemente reivindicado, la Revolución –que sin embargo no ha dejado de reclamar para sí el ejemplo de Roma y de Esparta– es reducida a «la obra de la Reforma», mientras que el romanticismo sería la «secuela» natural de la Revolución. Maurras ve la prueba de ello en la influencia «extranjera» de Rousseau, mientras que el autor del Contrato Social, crítico implacable de la filosofía de las Luces a la que también se adherían los hombres de 1789, es muy consciente de la contradicción entre los derechos del hombre y los del ciudadano –él no identifica la voluntad general con la voluntad de todos– no vacila en escribir:
El ciudadano tiene pasión por su patria, el hombre por la humanidad; ambas pasiones son incompatibles [...] Todo patriota es duro con los extranjeros: ellos son sólo hombres, nada ante sus ojos. Este inconveniente es inevitable, pero es lábil. Lo esencial es ser bueno con la gente con quien se vive.
Respecto del romanticismo, Maurras no quiere reconocer más que a las figuras literarias francesas, seleccionadas además sólo por necesidades demostrativas (Lamartine y Musset más que Alfred de Vigny). Pone en el origen una Alemania que detesta –los alemanes, dice fríamente, solamente son «candidatos a la humanidad»– y de la que cómodamente no conoce estrictamente nada. Que el pensamiento político del romanticismo alemán, de inspiración frecuentemente católica, haya sido –con Adam Müller o Joseph Görres, por no citar más que a dos– el principal terreno donde pudo germinar, más allá del Rhin, la crítica de la modernidad liberal, no le implicó visiblemente ningún problema.
Es verdad que hizo incluso la apología de la «universalidad», aunque se cuida de afirmar el valor general de sus propios principios. En el límite, sólo Francia amerita –según el– ser puesta como monarquía, mientras que los demás países merecen más bien ser «metidos a la democracia» para debilitarlos. Maurras, en 1909, se enorgullece de no ser patriota «en favor de la patria de otro». ¿Qué es para él entonces la verdad política? ¿La «política natural» y también la naturaleza humana?
Su denuncia del morbus democraticus, de la democracia como simple ley del número, retoma un estribillo conocido pero poco convincente. Los teóricos de la democracia jamás pretendieron que la verdad podía cobrar voz. La justificación que preveían era de otra naturaleza.
Un estado de civilización donde los hombres, en tanto personas individualmente consideradas, designan por libre elección a los detentadores de la autoridad, y donde la nación controle al Estado, es de suyo un estadio más perfecto –escribe Jacques Maritain. Pues si es verdad que la autoridad política tiene por función esencial dirigir a los hombres libres hacia el bien común, es normal que los hombres libres mismos elijan a quien tiene la función de dirigirlos.
La misma obsesión antidemocrática, que lo lleva a abrigar cierto comunismo dictatorial –«Quitad la democracia; un comunismo no igualitario puede adquirir desarrollos útiles» (Mis ideas políticas)– conduce también a Maurras a decir que «el anarquismo es la forma lógica de la democracia», lo que habría sorprendido mucho a Aristóteles o a Pericles.
En fin, pone con razón a la democracia y al liberalismo como términos intercambiables. A propósito de las «divagaciones de la democracia liberal», escribe también: «Todo lo que se pregona en su honor jamás hará que el poder del hombre pequeño sea para elegir a su papá y su mamá [...] Este punto norma todo». ¡Vaya! Este punto no norma nada, comenzando por la cuestión de saber qué debe pasar cuando el «hombre pequeño» se vuelva grande.
Se podrían puntualizar otras cosas. Habría que empezar por la célebre «política por principio», palabra de orden frecuentemente mal comprendida, ya que Maurras señaló muchas veces que debía ser tomada en su acepción estrictamente cronológica, mientras que en el orden de los fines es a la economía a la que debe atribuirse el lugar más alto. La economía –escribe Maurras– «es más importante que la política. Debe llegar después de la política, igual que el fin llega después que el medio». ¿No es esto lo que enuncia precisamente la teoría liberal? ¿Y qué decir de un autor que ve, en la guerra civil, a justo título «la más atroz de todas», pero que al mismo tiempo, y frecuentemente en términos de una violencia extraordinaria, no deja de denunciar una «anti-Francia» interior?
Sus discípulos soberanistas, finalmente, parecen haber olvidado lo que también escribió en Mis ideas políticas: «Ni implícita ni explícitamente, aceptamos el principio de la soberanía nacional, pues, al contrario, hemos opuesto a este principio el principio de la soberanía de la salud pública, o del bien público, o del bien general». El historiador de las ideas se encuentra, a final de cuentas, demasiado confundido como para conceder a Maurras el lugar que se merece. Por un lado, ocupa evidentemente un lugar eminente, del que dan testimonio a la vez el considerable papel que tuvo y la perdurable influencia que ejerció. Más aún, Maurras constituye uno de los raros ejemplos de un hombre que supo ser, a la vez, pensador, jefe de una escuela de pensamiento y animador de un movimiento político que marcó profundamente su tiempo. Y al mismo tiempo –nos atrevemos a decirlo– no es un gran teórico político, un teórico como pueden ser Maquiavelo, Hobbes, Rousseau, Tocqueville o Marx. En filosofía pura, en sociología pura, en economía pura, sus conocimientos frecuentemente son débiles. Lo mejor de él, su crítica al contractualismo, al parlamentarismo y al individualismo liberal fue formulada de manera mucho más rigurosa en cantidad por otros autores.
Interrogado en 1909 acerca de la mejor manera de despertar y de cultivar entre los niños el amor a la patria, él responde: «Haciéndolos aprender muchos versos de La Fontaine». A este respecto, Maurras permanece sobre todo como un literato y un hombre de finales del siglo XIX. Es fundamentalmente un escritor –y un escritor a considerar: sus poemas son sobre todo admirables.
Esto no disminuye evidentemente ninguna de sus cualidades ni –repitámoslo– su importancia, que frecuentemente se ha subvalorado. Más allá de sus errores y de sus juicios a veces injustos, su valentía, su desinterés, su exigente pasión, su extrema sinceridad, su tenacidad y la increíble suma de esfuerzos que supo desplegar en el curso de su vida, merecen respeto. Hay en Maurras algo muy propio, más exactamente heroico. No hay muchos hombres públicos de los que se pueda decir tanto.
Alain de Benoist
Traducción de José Antonio Hernández García
(Texto publicado en la revista católica La Nef , 2003)
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