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Historia

PASAJES DE LA HISTORIA DE ESPAÑA: América no quiere ser inglesa

 (A los marinos y marineros de la fragata Blas de Lezo, la mejor del mundo). Los españoles tuvimos la inmensa fortuna de ser los primeros en llegar a América y volver para contarlo. A pesar de la distancia y de las limitaciones tecnológicas de la época, en menos de un siglo buena parte del continente americano se convirtió en el jardín trasero de la Península Ibérica.  Un jardín fabuloso, lleno de riquezas, oro, plata, tabaco y especias, pero casi imposible de defender. Miles de kilómetros de costa en dos océanos, mares interiores, golfos, bahías, atolones, archipiélagos, islas de todas las formas y tamaños, altas cordilleras, volcanes, selvas impenetrables, desolados desiertos, altiplanos que tocan el cielo, bosques infinitos, glaciares, ríos anchos y caudalosos, intransitables senderos...  América era algo más que el Nuevo Mundo, era un mundo en sí mismo. Desconocido, fascinante y peligroso. Poblado de norte a sur por millones de personas, con civilizaciones avanzadas como la azteca o la inca, indígenas pacíficos y guerreros, caníbales abominables y tribus primitivas que vivían en el paraíso terrenal emulando al mismo Adán. En apenas cien años unos pocos miles de españoles se derramaron sobre aquella tierra, haciéndola suya. Unos, los más, para enriquecerse; otros, para evangelizar almas y ganarse con ello un puesto de privilegio en el cielo, algunos, para conquistar la gloria y una minoría ilustrada, enferma de curiosidad y humanismo renacentista, para escarbar en las maravillas que se ofrecían, gratuitas, ante sus ojos. La bicoca que le había caído en suerte a nuestros antepasados no pasó inadvertida a este lado del Atlántico. Todos los reinos de la vieja, quisquillosa y mal avenida Europa querían su parte de la tarta, porque ¿dónde estaba escrito que al rey de España le perteneciese la mitad de la Creación?  Los primeros en lanzarse a degüello sobre la joya ultramarina española fueron los ingleses. Al emporio americano le salió un parásito, la piratería, que se cebó con él durante siglos. América ya no era un remoto e inalcanzable confín. El Atlántico se transformó en una concurrida autopista de ida y vuelta para los codiciosos corsarios franceses, británicos y holandeses. Esto obligó a la Corona a fortificar los principales puertos de América y a organizar un sistema de flotas para que el tesoro americano llegase a Sevilla intacto, con todo su oro y su plata, sus piedras preciosas y sus especias.  Las flotas partían de Sevilla una vez al año, fuertemente escoltadas por navíos de la Armada. Al llegar a América se dividían: una, la de Nueva España, se dirigía a Veracruz; la otra, la de Tierra Firme –o también llamada de los Galeones– ponía rumbo a Portobelo, en el istmo de Panamá. Unos meses más tarde las dos flotas, cargadas hasta arriba de riquezas, se encontraban en La Habana y enfilaban el camino de vuelta a España deslizándose por el azaroso canal de la Bahama, donde los piratas esperaban con la daga entre los dientes. La flota atlántica tenía su complemento en el Pacífico. Desde Panamá partía la llamada Armada del Sur, que recalaba en los puertos de Perú, Ecuador y Chile. Más al norte, Acapulco servía de base para el Galeón de Manila, que era la prolongación de la flota de Nueva España en el Pacífico. Durante siglos, esta intrincada telaraña de rutas comerciales organizadas mantuvo en contacto todos los dominios de la Corona española. Parece increíble que en el país de la improvisación y del tente mientras cobro hayamos sido capaces de montar y hacer funcionar semejante trama comercial. Los odiadores profesionales de España prefieren no decirlo muy alto, no vaya a ser que se les caiga el mito de la ineficiencia española. En el siglo XVIII los ingleses, ya jubilados de la piratería y convertidos en una respetada potencia marítima, decidieron cortar la yugular del sistema de flotas atacando Panamá. Su plan era partir la América española en dos y luego lanzarse como rateros sobre sus prósperas ciudades.  Para que la rapiña tuviese visos de honorabilidad se buscaron una excusa: la oreja del capitán Jenkins, cortada por un español por comerciar ilegalmente en Florida. "Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve", le dijo el capitán Juan Fandiño a Jenkins, mientras le devolvía el apéndice auditivo. Jenkins volvió a Londres y la armó en la Cámara de los Comunes, mostrando su amojamada oreja como prueba del delito. La batalla estaba servida. Se la conoció como la Guerra de la Oreja, probablemente el nombre más curioso de cuantos se han puesto a los conflictos que han tenido lugar en América.  En diciembre de 1739 el almirante Andrew Vernon se presentó ante Portobelo con la idea de borrarlo del mapa, cosa que hizo sin demasiada dificultad. El gobernador español se lo esperaba, hasta tal punto que pidió que la plata de la Armada del Sur no fuese trasladada a Portobelo. Una victoria pírrica que interrumpió la flota de Los Galeones y poco más. América era muy grande, y los españoles estaban por todas partes.  El Almirantazgo británico, que, para variar, había subestimado a su enemigo, planeó asestar el golpe definitivo al imperio español en Cartagena de Indias, el puerto más importante del virreinato de Nueva Granada. Cartagena era por aquel entonces un abigarrado cruce de caminos. Cosmopolita y floreciente. Sus calles estaban jalonadas por palacetes barrocos e iglesias. Tenía catedral, y hasta tribunal de la Inquisición propio.  Lo mejor de la ciudad eran, sin embargo, sus defensas. Era la plaza mejor fortificada de América. La bahía que servía de antesala al puerto era una peligrosa cazuela flanqueada de fortalezas artilladas y listas para achicharrar vivo al que se internase de matute en aquel desventurado brazo de mar. Los bastiones de San Felipe y San Luis o el fuerte de El Manzanillo son el testimonio en piedra de una larga historia de abordajes fallidos con olor a pólvora. Dieciocho veces intentaron ingleses y franceses hacerse con Cartagena. Nunca lo consiguieron.  Los ingleses habían planeado el asalto con sumo cuidado. Vernon no quería dar un paso en falso, de modo que no escatimó medios ni hombres para rendir la ciudad. Reunió en Jamaica una asombrosa flota, la más grande desde la Gran Armada española, que se había estrellado contra Inglaterra dos siglos antes. La componían 186 navíos, 23.600 hombres y 3.000 piezas de artillería.  Nada en el mundo podría oponerse a semejante alarde de fuerza bruta. No existía puerto ni flota que pudiese siquiera soñar con repeler el ataque de tal mastodonte flotante. Lo que Dios había dado a los españoles por las buenas, Vernon se lo iba a quitar por las malas.  En Cartagena sólo había seis barcos de la Armada, y apenas 3.000 hombres para defender la plaza. Sebastián Eslava, virrey de Nueva Granada, nervioso e intranquilo al ver lo que se le venía encima, pidió socorro a La Habana, donde paraba la Real Armada del almirante Torres. El aviso nunca llegó, probablemente porque los ingleses capturaron el navío que lo llevaba. Estaba solo. Él y su opulento virreinato. Cuando llegase a Madrid la noticia de la derrota ya sería demasiado tarde: Cartagena de Indias habría pasado a ser un inexpugnable puerto inglés.  Solo, lo que se dice solo, no estaba. Tenía a Blas de Lezo, un marino de leyenda cuyo nombre causaba terror entre los británicos. Había nacido en Pasajes, un pueblo de Guipúzcoa, y era la viva expresión del héroe guerrero. Había perdido una pierna en Gibraltar, un ojo izquierdo en Tolón y un brazo en Barcelona; todo, luchando contra los ingleses, a quienes había apresado 11 navíos militares y otros tantos piratas. Le llamaban, con cierta sorna no exenta de admiración, "medio hombre".  Vernon, enterado de que Blas de Lezo se encontraba entre los sitiados, le envió un mensaje desafiante, recordándole lo de Portobelo y haciéndole saber que sus días de gloria tocaban a su fin. El guipuzcoano, vacunado contra la altanería británica, le suministró una dosis de bravata española:  "Si hubiera estado yo en Portobelo, no hubiera Usted insultado impunemente las plazas del Rey mi Señor, porque el ánimo que faltó a los de Portobelo me hubiera sobrado para contener su cobardía".  Ese fue el fin de la correspondencia, al menos con Lezo. Seguro de la victoria, despachó a Inglaterra un barco con la noticia del triunfo y el encargo de acuñar medallas conmemorativas. Tal fijación tenía Vernon por su oponente español que especificó que, en las medallas, apareciese la escena de Blas de Lezo arrodillado entregándole las llaves de la ciudad. Se quedó con las ganas, y todo por vender la piel de oso antes de cazarlo.  El 20 de marzo de 1741 la imponente flota de Vernon apareció en Bocachica, la entrada a la bahía de Cartagena. Los baluartes costeros no daban abasto. Para rendirlos, el almirante inglés ordenó un cañoneo intensivo, día y noche sin dar pausa a los artilleros. La fortaleza de San Luis cayó después de haber recibido 6.068 bombas y 18.000 cañonazos, según apuntó Lezo diligentemente en su diario. No había nada que hacer: el fuego era de tal intensidad que los defensores se replegaron hacia el recinto amurallado.  Eslava ordenó hundir los buques de la Armada que quedaban a flote para dificultar el avance inglés. Vernon se abrió camino y desembarcó. El 13 de abril comenzó el asedio de la ciudad. La situación era desesperada: faltaban alimentos y el enemigo no daba tregua. El 17 de abril la infantería británica estaba ya a sólo un kilómetro del castillo de San Felipe. A esas alturas Blas de Lezo había decidido luchar hasta el final, hasta su último suspiro. Muerto antes que derrotado, como en Numancia.  Convencido de que la victoria era posible, trazó un ingenioso plan. Hizo excavar un foso en torno al castillo para que las escalas inglesas se quedasen cortas al intentar tomarlo. Aprovechando que tenía a los mandados con el pico en la mano, les ordenó cavar una trinchera en zigzag, así evitaría que los cañones ingleses se acercasen demasiado y podría soltarles a la temida infantería española en cuanto reculasen. Su última artimaña fue enviar a dos de los suyos al lado inglés. Se fingirían desertores y llevarían a la tropa enemiga hasta un flanco de la muralla bien protegido, donde serían masacrados sin piedad. El plan del general funcionó a la perfección. Los soldados británicos fueron cayendo en todas las trampas. Las escalas se demostraron insuficientes y hubieron de abandonarlas; al replegarse les esperaban los infantes en las trincheras, con la bayoneta oxidada y sedienta de sangre. El descalabro ante el castillo de San Felipe desmoralizó a los ingleses, que, además, se habían abierto muchos más frentes de los que podían permitirse. Vernon, el engreído Sir Andrew Vernon, se había revelado como un incompetente incapaz de vencer a 850 españoles harapientos y famélicos capitaneados por un anciano tuerto, manco y cojo.  El pánico se apoderó de los casacas rojas, que huyeron despavoridos tras la última carga española. Los artilleros abandonaron sus cañones y cargaron a bayoneta, al grito de: "¡A por ellos, matad a los herejes!". Mano de santo. Los ingleses salieron en estampida hacia la costa.  La batalla había dado la vuelta. Los cadáveres no sepultados que se pudrían al inclemente sol del Caribe hicieron aflorar la peste, que se cebaría a gusto con los ingleses en los días siguientes. Incapaz de mantener las posiciones, Vernon ordenó la retirada. Había fracasado estrepitosamente. Tan sólo acertó a pronunciar, entre dientes, una frase: "God damn you, Lezo!". Para calmar su mala conciencia, le envió la última carta: "Hemos decidido retirarnos, pero para volver pronto a esta plaza, después de reforzarnos en Jamaica". A lo que Lezo respondió con ironía: "Para venir a Cartagena es necesario que el rey de Inglaterra construya otra escuadra mayor, porque esta sólo ha quedado para conducir carbón de Irlanda a Londres".  Los ingleses nunca volvieron, ni a Cartagena ni a importunar los puertos del Caribe, que siguieron siendo hispanos hasta que decidieron ser hispanoamericanos. La factura, simplemente, no se la podían permitir.  Pasarían dos siglos hasta que se reuniese una flota mayor sobre el océano. Sería en el Canal de la Mancha, durante el Desembarco de Normandía.  La humillación fue tal que el rey Jorge II prohibió hablar de la batalla y que se escribiesen relatos sobre ella. A Vernon no se le pidieron responsabilidades, y a su muerte fue enterrado con honores en la abadía de Westminster. Blas de Lezo corrió una suerte muy diferente. Su país le olvidó y murió solo, de peste, en Cartagena de Indias. Nadie sabe dónde fue enterrado. España es así de ingrata con los hombres que mejor la han servido. Cartagena y los colombianos le siguen recordando, y mantienen viva la memoria del día en que un español de acero asombró al mundo propinando un sonoro bofetón a la arrogancia británica en la cara de su general más prestigioso.

Por Fernando Díaz Villanueva

 

Libertad Digital, suplemento Fin de Semana, 3 de junio de 2006

CUBA Y BIELORRUSIA: Las últimas dictaduras de Occidente

Vimos recientemente en toda su crudeza el carácter autoritario de la dictadura dirigida en Bielorrusia por Lukashenko, un residuo del bloque soviético que se ha incrustado en el poder con puño de hierro y escrúpulos de algodón. Inevitablemente lo comparamos con Castro, el dictador cubano.

Alexander Lukashenko ganó las elecciones en 1994 y ejerce de dictador desde 1996, año en el que, mediante un referéndum trufado de fraude, cambió la Constitución. Fidel Castro, como es bien sabido, no ha pasado nunca por las urnas: llegó al poder por la fuerza en 1959 y manda en Cuba desde entonces. O sea, casi medio siglo de dictadura.  El Gobierno bielorruso, sin duda, discrimina y reprime a la oposición. Pero al menos ésta existe legalmente, y hay varios partidos registrados que compiten oficialmente en las elecciones, si bien éstas son fraudulentas. Pero al menos los ciudadanos tienen un variado "menú", aunque luego se amañen buena parte de los votos.

En las últimas, después de pasar el rodillo del fraude masivo, al menos quedó casi un 20% de los sufragios para la oposición. El dictador reconoce que ésta existe.  Pues bien, en Cuba no ha habido elecciones donde poder elegir algo en los 47 años que dura el régimen. Ni 20%, ni 5% ni 1%. No existe legalmente ningún otro partido que no sea el comunista, y Castro se niega a admitir la mera existencia de una oposición legítima. No hay candidatos opositores en ninguna elección.  Respecto a los medios de comunicación, en Bielorrusia la prensa libre sobrevive a duras penas a la represión del Gobierno, que cerró 25 medios independientes en 2005. En Cuba no hay medios independientes que cerrar, tan sólo periodistas que encarcelar, como los más de veinte que se pudren en las cárceles castristas. Todos los medios de comunicación con difusión interna legal en la isla son del Gobierno, algo que no ocurre en Bielorrusia.

Todas estas comparaciones –y otras muchas que omito– nos llevan a concluir que las dictaduras cubana y bielorrusa son semejantes, si bien la americana es, objetivamente, más autoritaria, y deja incluso menos resquicios a las libertades y derechos de sus ciudadanos que la europea.  Dada esta realidad, viene la gran paradoja de contemplar cómo el trato de los gobiernos europeos a la dictadura bielorrusa y a Lukashenko es distinto que el dispensado a Castro y a su régimen. Ante el fraude bielorruso los dirigentes europeos se han llevado, con razón, las manos a la cabeza, y han abanderado resueltas sanciones contra los responsables de la dictadura, que van desde retirada del visado de entrada a la UE hasta la posible congelación de sus cuentas bancarias.

Esto no ha ocurrido con el régimen cubano. Los jerarcas de esa dictadura militar tienen entrada libre en la Unión Europea, y muchos de ellos cuentan con prósperos negocios administrados por familiares o personas de confianza.  ¿Por qué estas diferencias de trato? Se deben, además de a décadas de relaciones públicas castristas y a una tupida red de intereses creados y chantajes, a varias percepciones equivocadas en la mente de muchos europeos. La primera es pensar o creer que Castro es mejor que Lukashenko.

Fidel sería "el dictador bueno", un benefactor que se dedica a hacer el bien, mientras que Lukashenko, ese calvo avergonzado de flequillo descapotable y bigote hitleriano, es claramente el malo de la película.  Este error se combina con otro que lo hace creíble: el factor EEUU. Castro es el Astérix hispano que lucha contra el imperio del Norte. Y, finalmente, otro concepto reprobable, el neocolonialismo ideológico de pensar que los bielorrusos, como europeos, merecen la democracia y saben administrarla, mientras que los cubanos, pobrecitos ellos, no están preparados y más vale que estén en manos de un patriarca protector, de lo contrario corren el riesgo de caer en las redes de sus ambiciosos vecinos. Mitos y errores mezclados entre sí, que se refuerzan mutuamente.  La realidad es que el Gobierno de Lukashenko es la última dictadura de Europa, y como tal una vergüenza colectiva para todos los europeos. El Gobierno de Castro es la última dictadura de la América hispana, y como tal una afrenta especial para todos los demócratas españoles.

Ambos regímenes son dictatoriales, si bien el cubano es objetivamente más despótico que el bielorruso; los cubanos merecen la democracia tanto como los bielorrusos, y los gobiernos europeos deberían tener una posición consistente en ambos casos. Y hacer todo lo posible para lograr que toda Europa y toda América gocen de la democracia. 

Ricardo Carreras Lario, presidente de Solidaridad Española con Cuba.  

Libertad Digital, suplementos Exteriores, 30 de mayo de 2006 

2006: Año de la “censura” histórica

El Gobierno trabaja con denuedo en la llamada Ley de la Memoria Histórica. Como tardará unos meses en materializarse, el pasado jueves Izquierda Unida se encargó de ofrecer un aperitivo, proponiendo para su votación declarar 2006 “Año de la memoria histórica”, con el fin de financiar homenajes a las víctimas de la guerra (sólo de un bando, claro) y del franquismo. El PSOE se sumó con entusiasmo a la iniciativa, que resultó finalmente aprobada con la única oposición del PP.

Ya vimos en un anterior artículo cómo una nostalgia prefabricada de la Segunda República y la Guerra Civil es para la actual generación de políticos de izquierda, que no sufrieron ni de lejos esos sucesos, un chollo electoral y económico; una grosera manera de arañar votos y dinero público. Sin embargo, el pasado jueves descubrimos en el discurso de Ramón Jáuregui (PSOE) otro motivo que asiste a la izquierda a promover con gran interés y celeridad leyes medidas de este tipo.
“No estamos dispuestos a que nos manipulen la historia cuatro revisionistas de pacotilla”, exclamaba Jáuregui desde la tribuna de oradores. Se refería el diputado vasco a varios historiadores que desde hace unos años han presentado en sus libros una versión del final de la República y el inicio de la guerra muy distinta a la que nos ha vendido la izquierda. Algunos de estos autores como Stanley G. Payne o Pío Moa han cosechado un gran éxito de lectores a fuerza, no tanto de interpretar y comentar los hechos sucedidos, sino de sacar a la luz papeles reales (como actas de reunión de los partidos o artículos de la prensa de la época) que dejan en muy mal lugar la imagen del PSOE, la Esquerra Republicana o la UGT, poniendo de manifiesto que estas fuerzas actuaron decididamente en contra del marco legal de la II República, con el ánimo decidido de instaurar una “dictadura del proletariado” a imagen de la soviética.
En 1934, el salón de fiestas del Teatro Metropolitano acogía el congreso de las Juventudes Socialistas. El encargado de clausurarlo era Francisco Largo Caballero, ex ministro de Trabajo, quien arengaba así a la concurrencia: “En esta República los trabajadores estamos peor que con la dictadura y con la monarquía. (...). Defiendo la necesidad del frente único para apoderarse del poder y establecer el comunismo después de una etapa socialista. Esa conquista del poder la realizaremos con las milicias socialistas, organizadas militarmente. Cuando gobernemos, desaparecerá el ejército y armaremos al pueblo”.
Cientos de documentos atestiguan cómo el PSOE fue cediendo terreno a esta violencia ciega. No eran amigos de la II República, sino que se fueron convirtiendo en sus principales enemigos. Esta verdad elimina de un plumazo el dogma aireado por la izquierda española según el cual son los únicos que pueden presumir de legitimidad y vocación democrática frente a la derecha. Es una verdad a la que el Gobierno quiere poner sordina cuanto antes. ¿Es esto “memoria histórica” o es “censura histórica”?

Ignacio Santamaría

Páginas digital, 2 de mayo de 2006

El movimiento de la “Revolución Conservadora” (según Robert Steuckers).

Pregunta: Por favor, explíquenos qué entiende por el término "Revolución Conservadora" y, si es posible, indíquenos algunas de sus claves ideológicas y de sus figuras fundamentales.
Respuesta: Cuando el compuesto "Revolución Conservadora" fue usado en Europa, fue mayormente en el sentido que le dio Armin Mohler en su famoso libro "Die Konservative Revolution in Deutschland 1918-1932". Mohler dictó una larga lista de autores que rechazaban los pseudo-valores de 1789 (despreciados por Edmund Burke como meros "blue prints"), ensalzaban el rol de la germanidad en la evolución del pensamiento europeo y recogían la influencia de Nietzsche. Mohler evitó las instancias puramente religiosas "conservadoras", fuesen católicas o protestantes. Para Mohler, el punto esencial de contacto de la "Revolución Conservadora" era una visión no-lineal de la historia, pero no recogió simplemente otra vez la visión cíclica del tradicionalismo. Después de Nietzsche, Mohler creyó en una concepción esférica de la historia. ¿Qué significa esto? Esto significa que la historia no es una simple repetición de los mismos sucesos a intervalos regulares, ni un camino recto que conduzca a la bienaventuranza, al fin de la historia, al Paraíso en la Tierra, a la felicidad, etc., sino que se asemeja a una esfera que puede rodar (mejor dicho, ser empujada) en todas direcciones, acorde con los impulsos que reciba de las personalidades carismáticas, fuertes. Tales personalidades carismáticas dirigen el curso de la historia hacia algunas vías muy particulares, vías que de ningún modo están previamente fijadas por la mano de la providencia. Mohler, en este sentido, nunca creyó en las doctrinas políticas universalistas, sino en las personalidades que las encarnaban. Al igual que Jünger, creía que lo "general" (en su sentido histórico) es residuo de lo "particular". Mohler expresó su visión de las dinámicas particulares usando el muy problemático término de "nominalismo". Para él, "nominalismo" era la expresión certera que quería indicar cómo las fuertes personalidades y sus seguidores eran capaces de abrir nuevas y originales vías en la jungla de la existencia.

Las principales figuras del movimiento fueron Spengler, Moeller van den Bruck y Ernst Jünger (y su hermano Friedrich-Georg). Podemos añadir a este triunvirato los nombres de Ludwig Klages y Ernst Niekisch. Carl Smitt, como abogado católico y constitucionalista, representa otro aspecto importante de la llamada "Revolución Conservadora".
Spengler quedará como el autor de un brillante fresco de las civilizaciones mundiales que inspiró al filósofo británico Arnold Toynbee. Spengler habló de Europa como civilización faústica, cuya mejor expresión fue las catedrales góticas, la interacción de la luz y los colores de las vidrieras, las tormentas de nieve con nubes blancas y grises de muchas pinturas holandesas, inglesas y alemanas. Esta civilización es una aspiración del alma humana hacia la luz y hacia el autocompromiso. Otra importante idea de Spengler es la idea de "pseudo-morfosis": una civilización nunca desaparece completamente tras una decadencia o una conquista violenta. Sus elementos pasan a la nueva civilización que asume su sucesión y reemprende las vías originales.

Moeller van den Bruck fue el primer traductor alemán de Dostoievski. Se dejó influir profundamente por los diarios de Dostoievski, tan llenos de severas críticas al Occidente. En el contexto alemán después de 1918, Moeller van den Bruck abogaba, con argumentos de Dostoievski, por una alianza Rusogermana contra el Oeste. ¿Cómo podían los respetables caballeros alemanes, con una inmensa cultura artística, mostrarse a favor de una alianza con los bolcheviques? Sus argumentos fueron los siguientes: durante toda la tradición diplomática del siglo XIX, Rusia fue considerada el escudo de la reacción contra todas las repercusiones de la Revolución Francesa y contra la mentalidad y los modos revolucionarios. Dostoievski, un antiguo revolucionario ruso que más tarde admitió que su opción revolucionaria fue un error, consideraba más o menos que la misión de Rusia en el mundo era borrar en Europa los rastros de las ideas de 1789. Para Moeller van den Bruck, la Revolución de Octubre de 1917 solo fue un cambio de ropajes ideológicos: Rusia continuaba siendo, a despecho del discurso bolchevique, el antídoto a la mentalidad liberal de Occidente. Derrotada, Alemania debiera aliarse a esta fortaleza antirrevolucionaria para oponerse al Occidente, que a los ojos de Moeller van den Bruck es la encarnación del liberalismo. El liberalismo, expresa Moeller van den Bruck, es siempre la enfermedad terminal de los pueblos. Tras unas décadas de liberalismo, un pueblo entrará inexorablemente en una fase de decadencia final.
El camino seguido por Ernst Jünger es suficientemente conocido. Empezó como un ardiente soldado y joven galante en la Primera Guerra Mundial, formando en las trincheras parte de los cuerpos de asalto que manejaban la granada de mano con la misma elegancia que los oficiales británicos usaban la fusta. Para Jünger, la Primera Guerra Mundial fue el fin del mundo pequeño burgués del XIX y de la "Belle Epoque", donde todo había de ser "como debía ser", por ejemplo, obrar acorde a los ejemplos ofrecidos por profesores y sacerdotes, como hoy se obra de acuerdo a las autoproclamadas reglas de la "corrección política". Bajo las "tempestades de acero", el soldado se veía reducido a la nada, a su mero y frágil ser biológico, pero esta visión no significó a los ojos de Jünger una excusa para un pesimismo inepto, de miedo y desesperación. Habiendo experimentado el más cruel de los destinos en las trincheras, bajo el bombardeo de miles de piezas de artillería que sacuden la tierra, viendo todo reducido a lo "elemental", el soldado de infantería conoció mejor que otros el cruel destino humano sobre la faz de la tierra. Toda la artificialidad de la vida civilizada urbana apareció de repente como pura impostura. En la posguerra, Ernst Jünger y su hermano Friedrich-Georg fueron los mejores escritores y periodistas nacional-revolucionarios. Ernst se armó de una buena dosis de cinismo, ironía y serenidad a la hora de observar la vida y los actos humanos. Durante un bombardeo sobre un suburbio parisino, donde las fábricas estaban produciendo material de guerra para el ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial, Jünger se aterrorizó ante la innatural ruta aérea, recta, tomada por las fortalezas aéreas norteamericanas. La linealidad de las rutas aéreas hacia París era la negación de todas las curvas y sinuosidades de la vida orgánica. En la guerra moderna está implícita la destrucción de los devaneos y las serpentinas que caracterizan lo orgánico. Ernst Jünger empezó su carrera como un escritor apologista de la guerra. Después de haber observado las irresistibles arremetidas de los B-17 americanos, se desengañó completamente de los antivalores desplegados en la guerra por la pura técnica. Después de la Segunda Guerra Mundial, su hermano Friedrich-Georg escribió el primer trabajo teórico crítico al desarrollo de la nueva Alemania en clave ecologista, "Die Perfektion der Technik" (La Perfección de la Técnica). La idea principal de este libro, a mi entender, es la crítica de la "conexión". El mundo moderno es un proceso de intento de conexión de las comunidades humanas y los individuos a grandes estructuras. Este proceso de conexión destruye el principio de libertad. Eres un pobre proletario encadenado si estás "conectado" a una gran estructura, aunque ganes 3000 libras al mes, o más. Eres un hombre libre cuando estás completamente desconectado de esos enormes tacones de acero. En cierto sentido, Friedrich-Georg escribió la teoría que Kerouac experimentó de forma no teórica mediante la elección de la "caída" y del "viaje", convirtiéndose en un cantante vagabundo.
Ludwig Klaes fue otro filósofo de la vida orgánica contra el pensamiento abstracto. Para él, la dicotomía principal se daba entre la Vida y el Espíritu ("Leben und Geist"). La vida se encuentra aplastada por el espíritu abstracto. Klages nació en la Alemania del Norte, pero emigró, como estudiante, a Munich, donde gastó su tiempo libre en las tabernas de Schwabing, el distrito donde se reunían los artistas y los poetas (y donde todavía se reúnen). Fue amigo del poeta Stephan Georg y un estudioso de las más originales figuras de Schwabing, como el filósofo Alfred Schuler, quien creía ser la reencarnación de un colono romano en la Germania de las orillas del Rhin. Schuler tenía un genuino sentido del teatro. Solía disfrazarse con la toga de los emperadores romanos, admiraba a Nerón y montaba representaciones recordando la audiencia del antiguo mundo grecorromano. Pero más allá de su vida de fantasía, Schuler adquirió una importancia cardinal en filosofía por su hincapié en la idea de "Entlichtung", es decir, la desaparición gradual de la Luz desde los tiempos de la antigua Ciudad-Estado griega y la Italia romana. No hay progreso en la historia, sino todo lo contrario, la Luz se va desvaneciendo, al igual que la libertad del ciudadano libre a la hora de elegir su propio destino. Hannah Arendt y Walter Benjamin, desde la izquierda de la postura conservadora-liberal, se inspiraron en esta idea y la adaptaron a diferentes audiencias. El mundo moderno es el mundo de la completa oscuridad, donde existen pocas esperanzas de encontrar de nuevo períodos donde "ser-iluminados", a menos de dar con personalidades carismáticas, como Nerón, dedicado al arte y a los modos dionisíacos de la vida, que nos introduzcan en una nueva era de esplendor, la cual habría de durar sólo como la bendita estación de la primavera. Klages desarrolló las ideas de Schuler, quien nunca escribió un libro completo, después de su muerte en 1923, debido a una operación mal preparada. Klages, justo antes de la Primera Guerra Mundial, pronunció un famoso discurso en la colina de Hoher Meissner, en la Alemania central, frente a la asamblea de los "Wandervogel", el movimiento de la juventud. Este discurso tenía en título de "El Hombre y la Tierra", y puede ser visto como el primer manifiesto orgánico-ecologista, claro y compresible, no obstante sus sólidos fondos filosóficos.
Carl Schmitt empezó su carrera como profesor de derecho en 1921, aun cuando vivió hasta la respetable edad de 97 años, escribiendo su último ensayo a los 91 años. No puedo enumerar todos los puntos importantes de la obra de Carl Schmitt en el curso de esta modesta entrevista. Resumámoslos diciendo que Schmitt desarrolló dos ideas fundamentales: la idea de la decisión en la vida política y la idea del "Gran Espacio". El arte de dar forma a la política, el arte de una buena figura política, reside en la decisión, no en la discusión. El líder ha de tomar decisiones en orden a guiar, proteger y desarrollar la comunidad política. La decisión no es dictatorial, como dicen ahora muchos liberales en estos tiempos de la corrección política. Al contrario: una personalización del poder es algo más democrático, en el sentido de que un rey, un emperador o un líder carismático es siempre una persona mortal. El sistema que impone eventualmente no es eterno, terminará muriendo como todo ser humano. Un sistema nomocrático, al contrario, trata de permanecer eterno, incluso cuando los eventos e innovaciones contradigan sus normas o principios. El segundo gran tema de los trabajos de Schmitt es la idea del "Grossraum", el Gran Espacio Europeo. Los poderes "fuera-del-espacio" estarían impedidos para intervenir en el cuerpo de este Gran Espacio. Schmitt quería aplicar en Europa el mismo principio que animó el presidente Monroe de los Estados Unidos: "América para los americanos". Schmitt podría compararse a los "continentalistas" norteamericanos, críticos con las intervenciones de Roosevelt en Europa y Asia. Los iberoamericanos también desarrollaron similares ideas continentalistas, y los imperialistas japoneses que hablaban del Gran Área del Pacífico. Schmitt dotó a esta idea del "Gran Espacio" de una fuerte base jurídica.
Niekisch es una figura fascinante en el sentido en que su debut público lo ejerció como líder comunista del "Soviet" de la República Bábara de 1918-19, que fue aplastado por los Freikorps de von Epp, von Lettow-Vorbeck, etc. Obviamente, Niekisch se desilusionó por la ausencia de una visión histórica en el trío bolchevique de la revolución muniquesa (Lewin, Keviné, Axelrod). Niekisch desarrolló una visión eurasiática, basada en la alianza entre la Unión Soviética, Alemania y China. La figura ideal que habría de ejercer como motor humano de esta alianza era el campesino, el adversario de la burguesía occidental. Aquí es obvio un cierto paralelismo con Mao-Tse-Tung. En las revistas que editó Niekisch descubrimos continuamente tentativas germanas de apoyo a todos los movimientos antibritánicos o antifranceses en sus imperios coloniales o en Europa (Irlanda contra Inglaterra, Flandes contra la Bélgica afrancesada, el nacionalismo Indio contra la Gran Bretaña, etc.).
Espero haber explicado en pocas palabras las principales tendencias de la llamada Revolución Conservadora en Alemania entre 1918 y 1933. También espero que quienes conozcan este movimiento pluridimensional puedan perdonar mi introducción esquemática.
(De la entrevista Sobre política, revolución-conservadora, espiritualidad y "Synergies")
 Synergies europeas, 30 de marzo de 2001.

El espíritu laicista de la Segunda República

Ya pueden empeñarse algunos próceres del socialismo que nos desgobierna, incluido el presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. La anunciada ley de la memoria histórica, con el runrún anticipatorio del 75 aniversario de la Segunda República, no hará que la amnesia y el olvido intencionado de aspectos esenciales de nuestro pasado colectivo –como les gusta decir– pase, ahora sí, de verdad, a la historia. Un caso de libro ha sido el reciente bombardeo del que podríamos denominar, por llevar la contraria a la Transición, "espíritu de la Segunda República".

 

Por más que se empeñe el señor Rodríguez en aclarar que lo que dijo como respuesta a la pregunta, en la sesión de control del Senado, del senador Bonet i Revés, se le olvidó hablar del laicismo más agresivo que conocieran nunca los españoles: el de la Segunda República. En su respuesta regurgitó aquello de que "fue el primer régimen político auténticamente democrático en España", amén de hacer la lista de conquistas políticas de aquel período, la igualdad, la extensión en la educación –¿nadie recuerda aquello que dijera un ministro de Instrucción Pública: "8.000 maestros sin escuela, 8.000 escuelas sin maestro"– y la figura de Azaña, los tres soles del templo republicano. ¿Quién se acuerda hoy del espíritu laicista de la Segunda República? ¿En qué se parece al del presente histórico? ¿En qué se diferencia?

 

Al presidente del gobierno y a sus historiadores áulicos, incluida la nueva ministra de educación para la República, Mercedes Cabrera, parece que se les ha olvidado que el éxito ideológico y político del laicismo, en la II República, fue de singular virulencia. La Constitución de la República Española, aprobada por las Cortes Constituyentes el 9 de diciembre de 1931, incluía disposiciones que limitaban agresivamente no sólo la libertad de la Iglesia católica sino el mismo derecho fundamental a la libertad religiosa. Sus artículos 26 y 27, en los que se regulaban de forma restrictiva el estatuto jurídico de las confesiones religiosas y la libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión, son la muestra más palpable de una legislación antidemocrática.

 

Y no digamos nada del posterior desarrollo legislativo. El 23 de enero de 1932 se decreta la disolución de la Compañía de Jesús. El 2 de junio de 1933 aparece en escena la ley de Confesiones y Asociaciones Religiosas. Un laicismo que, de forma generalizada, había llegado a la calle y a la conciencia de los ciudadanos permeables a la propaganda izquierdista que insistía, como nos recuerda entre otros Stanley G. Payne, en las maldades del clero y de la Iglesia: opresión de los pobres, posición arrogante de influencia política, perversión y abusos sexuales, sumisión de las gentes ignorantes, abusos históricos, etc.

 

Aunque a quienes pretender volver a escribir la historia se les olvide un dato sustancial, a nosotros no. Como recordó Juan Pablo II dirigiéndose el 14 de enero del 2005 a un numeroso grupo de obispos españoles, esa filosofía laicista "no forma parte de la tradición española más noble, pues la impronta que la fe católica ha dejado en la vida y la cultura de los españoles es muy profunda para que se ceda a la tentación de silenciarla. Un recto concepto de libertad religiosa no es compatible con esa ideología, que a veces se presenta como la única voz de la racionalidad. No se puede cercenar la libertad religiosa sin privar al hombre de algo fundamental".

 

No es descabellado pensar que la asignatura pendiente del espíritu democrático de la Segunda República, que ya lo ha dejado de ser, es la del laicismo. Si entonces fue determinante el modelo educativo, y la legislación consiguiente, ahora también. Muestra de ello ha sido la reciente aprobada LOE sin el más mínimo consenso y acuerdo, ni siquiera el de la patronal de los colegios de religiosos, tan esperado, que se han quedado a verlas venir. El laicismo opera particularmente en el ámbito de la educación porque sabe que ahí invierte con rendimientos de futuro. Tampoco olvida lo referido a la familia y a la vida, a la mujer y al tiempo de ocio. Tiene una especial querencia por todo lo que esté relacionado con los procesos de socialización y conformación de la conciencia personal. No debemos olvidar que el laicismo de la Segunda República tuvo la tenaz oposición del catolicismo social, que no sociológico, que le hizo frente. Es lo que ahora, sin duda, necesitamos.

 

 

Por José Francisco Serrano Oceja

 

 

Libertad Digital, suplemento Iglesia, 20 de abril de 2006.

La tragedia de la II República (manifiesto)

En la república de 1931 hubo dos tendencias principales. Una aspiraba a una democracia liberal, y la otra venía impregnada de mesianismo revolucionario y, por tanto, de demagogia. La primera la auspiciaron los llamados “Padres espirituales de la República”, Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, así como los organizadores del movimiento republicano,  Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura.  La tendencia mesiánica dominaba en la izquierda, desde Azaña, que tenía una concepción despótica (un régimen para todos los españoles, pero gobernado forzosamente  por los autoproclamados republicanos, es decir, los afines al propio Azaña), hasta el Partido Socialista, que tras haber colaborado con la dictadura de Primo de Rivera pasó a exigir la dictadura del proletariado, es decir, del propio PSOE; pasando por los separatistas vascos y catalanes,  o los anarquistas, sistemáticamente violentos.

 

Cabe interpretar la evolución de aquel régimen como la pugna entre esas dos concepciones, la democrático-liberal y la despótico-revolucionaria. Desde muy pronto la segunda desbordó a la primera con agresiones brutales como la quema de  iglesias, bibliotecas y centros escolares,  y una Constitución sectaria, no laica sino antirreligiosa. Tales abusos expulsaron del ideal republicano a una gran masa de la población, representada en la CEDA,  la cual aceptó pacíficamente al nuevo régimen y sus leyes, pero no pudo identificarse con él. Ello debilitó el proyecto de una democracia moderna y pluralista,  donde cupieran todos los españoles.

 

En 1933, luego de dos años de experiencia de gobierno de izquierdas, una amplia mayoría de la población votó al centro-derecha, que llegó al poder pacífica y legalmente. Pero la decisión popular fue rechazada por las izquierdas y los separatismos, los cuales intentaron varios golpes de estado, desestabilizaron al gobierno legítimo y, finalmente, planearon, en sus propias palabras,  la guerra civil. La derecha defendió la legalidad republicana, pese a disgustarle, contra el asalto de las izquierdas, que ocasionó una guerra en octubre de 1934,  con 1.400 muertos en 26 provincias, y enormes daños materiales.

 

Pese a este fracaso, la corriente despótico-revolucionaria, atribuyéndose con pleno fraude la legitimidad republicana, consiguió unirse y volver a la carga. En los comicios de 1936,  repletos de irregularidades, ganó, en principio, en diputados, empatando en votos (si bien los supuestos vencedores nunca publicaron los datos fehacientes de las elecciones). Su victoria originó  un rápido proceso de descomposición social y política, con cientos de muertes, incendios y destrucciones, culminados en el secuestro y asesinato de Calvo Sotelo, uno de los jefes de la oposición, y el intento fallido contra otros. Este crimen, perpetrado por la policía y milicianos socialistas, prueba la extrema degradación de un estado cuyos aparatos de seguridad actuaban como grupos terroristas. La legalidad había sido destruida por completo desde el gobierno y desde la calle, y ello causó la guerra civil; o, más propiamente, la reanudación de ella  después de los episodios de 1934. Vale la pena recordar las invectivas de los “padres espirituales de la república” y de tantas personas sensatas, contra “los desalmados mentecatos”, “los canallas” que habían traído la ruina al régimen y la guerra a España

 

Hoy contemplamos con alarma cómo un presidente del gobierno se declara “rojo”, es decir, afín a la ideología más mortífera y tiránica del siglo XX, en rivalidad con la nazi; y  reivindica los “valores republicanos”,  entendiendo por tales los de la corriente despótico-revolucionaria. Le oímos hablar de “Paz, piedad, perdón”,  pervirtiendo el lenguaje de forma inaudita. Para él, la paz se obtiene liquidando la Constitución; la piedad la dedica a los asesinos y la aparta de sus víctimas;  y el perdón, grotesco perdón, consiste en la legalización del asesinato como forma de hacer política y obtener ventajas inadmisibles. El gobierno actual  está  destruyendo la ley, y por tanto la posibilidad de una convivencia en paz y en libertad en España. Y los ciudadanos demócratas debemos denunciar y frenar este proceso enloquecido.  

 

Pío Moa (en Libertad Digital)

Necrolatría republicana

La fábrica de mitos más importante del siglo XX no ha estado en Hollywood, sino en la izquierda, o para ser precisos, en el imperio soviético. Algunas veces, y no por casualidad, colaboraron esos dos centros productores de mitologías, pero siempre con los de Santa Mónica en posición subordinada. Quienes mandaban permanecían en la sombra y sus genios creadores no firmaban sus obras. Hoy cualquiera puede saber quiénes eran y cómo lo hicieron, pero no todo el mundo desea obtener el conocimiento que se dispensa en investigaciones como la de Stephen Koch, El fin de la inocencia.

 

 El caso es que por ignorancia de muchos y listeza de unos cuantos, las criaturas de la gran factoría mitológica han seguido rulando sin sus papás. El mito del antifascismo radical del comunismo se urdió para tapar las negociaciones secretas con Hitler y luego el Terror estalinista, y ahí lo ven, con muletas y achaques, pero en pie. Y uno de sus retoños, la visión de la Guerra Civil española y de la II República como paradigma de la lucha entre el fascismo y la democracia, ha reverdecido en nuestro suelo gracias al abono que han ido depositando los artífices del nuevo régimen.

 

En los años previos a la Transición, la República no era tema. Los comunistas, única oposición organizada, andaban con su Reconciliación Nacional a vueltas, que obviamente suponía el entierro del pasado, y los inmersos en grupos marxistas poco ortodoxos pretendíamos la Revolución. La República era sólo una forma más de la democracia burguesa y, por tanto, deleznable. No se lamentaba su desaparición, sino el hecho de que no condujera al triunfo revolucionario. Había sido una oportunidad perdida, sí, pero no para la democracia, sino para la dictadura del proletariado. No había añoranza.

 

Sin embargo, veintitantos años después, el mito republicano florece en las primaveras, y en cualquier estación, que ahora se cultiva en invernadero, como un ramillete de nomeolvides impregnado de lacrimógena nostalgia. El manifiesto que han firmado decenas de personalidades del establishment cultural bajo el título de "Con modestia, con orgullo y con gratitud", equivale a una necrológica en toda regla, con el debido panegírico del cadáver. El mito de la República se ha convertido en una variante del mito del paraíso perdido. Pero es algo más.

 

Para quienes impulsan el revival republicano, se trata de una operación propagandística destinada a deslegitimar la Transición y a demonizar a la derecha actual, por la vía de identificarla con la que apoyó el golpe militar del 36. La fiebre guerracivilista y republicana comenzó a extenderse tras la mayoría absoluta de Aznar en el 2000. La República ha de ser idealizada para más acentuar la maldad de sus enterradores, entre los que nunca cuentan a los propios grupos de izquierda. Y la operación tiene un público rendido entre quienes, ayunos del mito primordial, el del socialismo, encuentran un sucedáneo en el de la República.

 

La nostalgia de la República viene a ser la nostalgia por los sueños frustrados de una izquierda mitómana. Que son sueños fabulados a posteriori, al calor del resentimiento. Una izquierda gobernó en España entre 1982 y 1996, pero no estuvo ni a la altura de sus mitos ni, en general, a la altura. No se puede perdonar que la derecha gobernara con más éxito. Ni permitir que vuelva. La necrolatría republicana encubre el deseo de un régimen que excluya a quienes no se sometan a sus dogmas.

 

 

Cristina Losada

 

 

Libertad Digital, 13 de abril de 2006

Edmund Burke

Edmund Burke (Dublín, 1729, Beaconsfield, 1797) es el padre del pensamiento conservador moderno, especialmente en el mundo anglosajón. Líder intelectual del partido de los “old Whigs”, defensores de la libertad civil y política frente al poder arbitrario del Rey, Burke sobresalió por su entendimiento de Europa como una gran comunidad de naciones con una herencia moral y jurídica común.

 

 Debido a su confianza en el camino de la tradición a lo largo de la historia, la filosofía política de Burke se aleja de las abstracciones racionalistas y ahistóricas propias de la Ilustración. No propone tanto un programa concreto, capaz de resolver todos los males de la sociedad, sino que defiende el ethos clásico-cristiano, fundamento de la normatividad que el pensador adivina en las tradiciones jurídicas y culturales tanto de su país como de la civilización Occidental. Influido por su conocimiento de la filosofía realista, concibe el derecho natural moral en armonía con las instituciones civiles, pues éstas constituyen un intento histórico de encarnar el primero, según una lógica que une moral personal y moral social.

 

Firme defensor de una política prudencial no ideológica, Burke vio en la Revolución el posible advenimiento de la barbarie y de la subversión de toda ley moral y de toda tradición civil y política, anticipándose a Tocqueville al vislumbrar los peligros del despotismo democrático. En defensa de los principios con arreglo a los cuales había vivido, se enfrentó a la destrucción del orden y la libertad en nombre de una falsa igualdad, sin que en ese combate tratara de mantener privilegio personal alguno.

 

 

“Ningún grupo puede actuar con eficacia si falta el concierto;
ningún grupo puede actuar en concierto si falta la confianza;
ningún grupo puede actuar con confianza si no se halla ligado
por opiniones comunes, afectos comunes, intereses comunes”.
Edmund Burke

 

 

(http://www.fundacionburke.org/burke.html)