PASAJES DE LA HISTORIA DE ESPAÑA: América no quiere ser inglesa
Por Fernando Díaz Villanueva
Libertad Digital, suplemento Fin de Semana, 3 de junio de 2006
Por Fernando Díaz Villanueva
Libertad Digital, suplemento Fin de Semana, 3 de junio de 2006
Vimos recientemente en toda su crudeza el carácter autoritario de la dictadura dirigida en Bielorrusia por Lukashenko, un residuo del bloque soviético que se ha incrustado en el poder con puño de hierro y escrúpulos de algodón. Inevitablemente lo comparamos con Castro, el dictador cubano.
Alexander Lukashenko ganó las elecciones en 1994 y ejerce de dictador desde 1996, año en el que, mediante un referéndum trufado de fraude, cambió la Constitución. Fidel Castro, como es bien sabido, no ha pasado nunca por las urnas: llegó al poder por la fuerza en 1959 y manda en Cuba desde entonces. O sea, casi medio siglo de dictadura. El Gobierno bielorruso, sin duda, discrimina y reprime a la oposición. Pero al menos ésta existe legalmente, y hay varios partidos registrados que compiten oficialmente en las elecciones, si bien éstas son fraudulentas. Pero al menos los ciudadanos tienen un variado "menú", aunque luego se amañen buena parte de los votos.
En las últimas, después de pasar el rodillo del fraude masivo, al menos quedó casi un 20% de los sufragios para la oposición. El dictador reconoce que ésta existe. Pues bien, en Cuba no ha habido elecciones donde poder elegir algo en los 47 años que dura el régimen. Ni 20%, ni 5% ni 1%. No existe legalmente ningún otro partido que no sea el comunista, y Castro se niega a admitir la mera existencia de una oposición legítima. No hay candidatos opositores en ninguna elección. Respecto a los medios de comunicación, en Bielorrusia la prensa libre sobrevive a duras penas a la represión del Gobierno, que cerró 25 medios independientes en 2005. En Cuba no hay medios independientes que cerrar, tan sólo periodistas que encarcelar, como los más de veinte que se pudren en las cárceles castristas. Todos los medios de comunicación con difusión interna legal en la isla son del Gobierno, algo que no ocurre en Bielorrusia.
Todas estas comparaciones –y otras muchas que omito– nos llevan a concluir que las dictaduras cubana y bielorrusa son semejantes, si bien la americana es, objetivamente, más autoritaria, y deja incluso menos resquicios a las libertades y derechos de sus ciudadanos que la europea. Dada esta realidad, viene la gran paradoja de contemplar cómo el trato de los gobiernos europeos a la dictadura bielorrusa y a Lukashenko es distinto que el dispensado a Castro y a su régimen. Ante el fraude bielorruso los dirigentes europeos se han llevado, con razón, las manos a la cabeza, y han abanderado resueltas sanciones contra los responsables de la dictadura, que van desde retirada del visado de entrada a la UE hasta la posible congelación de sus cuentas bancarias.
Esto no ha ocurrido con el régimen cubano. Los jerarcas de esa dictadura militar tienen entrada libre en la Unión Europea, y muchos de ellos cuentan con prósperos negocios administrados por familiares o personas de confianza. ¿Por qué estas diferencias de trato? Se deben, además de a décadas de relaciones públicas castristas y a una tupida red de intereses creados y chantajes, a varias percepciones equivocadas en la mente de muchos europeos. La primera es pensar o creer que Castro es mejor que Lukashenko.
Fidel sería "el dictador bueno", un benefactor que se dedica a hacer el bien, mientras que Lukashenko, ese calvo avergonzado de flequillo descapotable y bigote hitleriano, es claramente el malo de la película. Este error se combina con otro que lo hace creíble: el factor EEUU. Castro es el Astérix hispano que lucha contra el imperio del Norte. Y, finalmente, otro concepto reprobable, el neocolonialismo ideológico de pensar que los bielorrusos, como europeos, merecen la democracia y saben administrarla, mientras que los cubanos, pobrecitos ellos, no están preparados y más vale que estén en manos de un patriarca protector, de lo contrario corren el riesgo de caer en las redes de sus ambiciosos vecinos. Mitos y errores mezclados entre sí, que se refuerzan mutuamente. La realidad es que el Gobierno de Lukashenko es la última dictadura de Europa, y como tal una vergüenza colectiva para todos los europeos. El Gobierno de Castro es la última dictadura de la América hispana, y como tal una afrenta especial para todos los demócratas españoles.
Ambos regímenes son dictatoriales, si bien el cubano es objetivamente más despótico que el bielorruso; los cubanos merecen la democracia tanto como los bielorrusos, y los gobiernos europeos deberían tener una posición consistente en ambos casos. Y hacer todo lo posible para lograr que toda Europa y toda América gocen de la democracia.
Ricardo Carreras Lario, presidente de Solidaridad Española con Cuba.
Libertad Digital, suplementos Exteriores, 30 de mayo de 2006
El Gobierno trabaja con denuedo en la llamada Ley de la Memoria Histórica. Como tardará unos meses en materializarse, el pasado jueves Izquierda Unida se encargó de ofrecer un aperitivo, proponiendo para su votación declarar 2006 “Año de la memoria histórica”, con el fin de financiar homenajes a las víctimas de la guerra (sólo de un bando, claro) y del franquismo. El PSOE se sumó con entusiasmo a la iniciativa, que resultó finalmente aprobada con la única oposición del PP.
Ya vimos en un anterior artículo cómo una nostalgia prefabricada de la Segunda República y la Guerra Civil es para la actual generación de políticos de izquierda, que no sufrieron ni de lejos esos sucesos, un chollo electoral y económico; una grosera manera de arañar votos y dinero público. Sin embargo, el pasado jueves descubrimos en el discurso de Ramón Jáuregui (PSOE) otro motivo que asiste a la izquierda a promover con gran interés y celeridad leyes medidas de este tipo.Ignacio Santamaría
Páginas digital, 2 de mayo de 2006
Por más que se empeñe el señor Rodríguez en aclarar que lo que dijo como respuesta a la pregunta, en la sesión de control del Senado, del senador Bonet i Revés, se le olvidó hablar del laicismo más agresivo que conocieran nunca los españoles: el de la Segunda República. En su respuesta regurgitó aquello de que "fue el primer régimen político auténticamente democrático en España", amén de hacer la lista de conquistas políticas de aquel período, la igualdad, la extensión en la educación –¿nadie recuerda aquello que dijera un ministro de Instrucción Pública: "8.000 maestros sin escuela, 8.000 escuelas sin maestro"– y la figura de Azaña, los tres soles del templo republicano. ¿Quién se acuerda hoy del espíritu laicista de la Segunda República? ¿En qué se parece al del presente histórico? ¿En qué se diferencia?
Al presidente del gobierno y a sus historiadores áulicos, incluida la nueva ministra de educación para la República, Mercedes Cabrera, parece que se les ha olvidado que el éxito ideológico y político del laicismo, en la II República, fue de singular virulencia. La Constitución de la República Española, aprobada por las Cortes Constituyentes el 9 de diciembre de 1931, incluía disposiciones que limitaban agresivamente no sólo la libertad de la Iglesia católica sino el mismo derecho fundamental a la libertad religiosa. Sus artículos 26 y 27, en los que se regulaban de forma restrictiva el estatuto jurídico de las confesiones religiosas y la libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión, son la muestra más palpable de una legislación antidemocrática.
Y no digamos nada del posterior desarrollo legislativo. El 23 de enero de 1932 se decreta la disolución de la Compañía de Jesús. El 2 de junio de 1933 aparece en escena la ley de Confesiones y Asociaciones Religiosas. Un laicismo que, de forma generalizada, había llegado a la calle y a la conciencia de los ciudadanos permeables a la propaganda izquierdista que insistía, como nos recuerda entre otros Stanley G. Payne, en las maldades del clero y de la Iglesia: opresión de los pobres, posición arrogante de influencia política, perversión y abusos sexuales, sumisión de las gentes ignorantes, abusos históricos, etc.
Aunque a quienes pretender volver a escribir la historia se les olvide un dato sustancial, a nosotros no. Como recordó Juan Pablo II dirigiéndose el 14 de enero del 2005 a un numeroso grupo de obispos españoles, esa filosofía laicista "no forma parte de la tradición española más noble, pues la impronta que la fe católica ha dejado en la vida y la cultura de los españoles es muy profunda para que se ceda a la tentación de silenciarla. Un recto concepto de libertad religiosa no es compatible con esa ideología, que a veces se presenta como la única voz de la racionalidad. No se puede cercenar la libertad religiosa sin privar al hombre de algo fundamental".
No es descabellado pensar que la asignatura pendiente del espíritu democrático de la Segunda República, que ya lo ha dejado de ser, es la del laicismo. Si entonces fue determinante el modelo educativo, y la legislación consiguiente, ahora también. Muestra de ello ha sido la reciente aprobada LOE sin el más mínimo consenso y acuerdo, ni siquiera el de la patronal de los colegios de religiosos, tan esperado, que se han quedado a verlas venir. El laicismo opera particularmente en el ámbito de la educación porque sabe que ahí invierte con rendimientos de futuro. Tampoco olvida lo referido a la familia y a la vida, a la mujer y al tiempo de ocio. Tiene una especial querencia por todo lo que esté relacionado con los procesos de socialización y conformación de la conciencia personal. No debemos olvidar que el laicismo de la Segunda República tuvo la tenaz oposición del catolicismo social, que no sociológico, que le hizo frente. Es lo que ahora, sin duda, necesitamos.
Por José Francisco Serrano Oceja
Libertad Digital, suplemento Iglesia, 20 de abril de 2006.
Cabe interpretar la evolución de aquel régimen como la pugna entre esas dos concepciones, la democrático-liberal y la despótico-revolucionaria. Desde muy pronto la segunda desbordó a la primera con agresiones brutales como la quema de iglesias, bibliotecas y centros escolares, y una Constitución sectaria, no laica sino antirreligiosa. Tales abusos expulsaron del ideal republicano a una gran masa de la población, representada en la CEDA, la cual aceptó pacíficamente al nuevo régimen y sus leyes, pero no pudo identificarse con él. Ello debilitó el proyecto de una democracia moderna y pluralista, donde cupieran todos los españoles.
En 1933, luego de dos años de experiencia de gobierno de izquierdas, una amplia mayoría de la población votó al centro-derecha, que llegó al poder pacífica y legalmente. Pero la decisión popular fue rechazada por las izquierdas y los separatismos, los cuales intentaron varios golpes de estado, desestabilizaron al gobierno legítimo y, finalmente, planearon, en sus propias palabras, la guerra civil. La derecha defendió la legalidad republicana, pese a disgustarle, contra el asalto de las izquierdas, que ocasionó una guerra en octubre de 1934, con 1.400 muertos en 26 provincias, y enormes daños materiales.
Pese a este fracaso, la corriente despótico-revolucionaria, atribuyéndose con pleno fraude la legitimidad republicana, consiguió unirse y volver a la carga. En los comicios de 1936, repletos de irregularidades, ganó, en principio, en diputados, empatando en votos (si bien los supuestos vencedores nunca publicaron los datos fehacientes de las elecciones). Su victoria originó un rápido proceso de descomposición social y política, con cientos de muertes, incendios y destrucciones, culminados en el secuestro y asesinato de Calvo Sotelo, uno de los jefes de la oposición, y el intento fallido contra otros. Este crimen, perpetrado por la policía y milicianos socialistas, prueba la extrema degradación de un estado cuyos aparatos de seguridad actuaban como grupos terroristas. La legalidad había sido destruida por completo desde el gobierno y desde la calle, y ello causó la guerra civil; o, más propiamente, la reanudación de ella después de los episodios de 1934. Vale la pena recordar las invectivas de los “padres espirituales de la república” y de tantas personas sensatas, contra “los desalmados mentecatos”, “los canallas” que habían traído la ruina al régimen y la guerra a España
Hoy contemplamos con alarma cómo un presidente del gobierno se declara “rojo”, es decir, afín a la ideología más mortífera y tiránica del siglo XX, en rivalidad con la nazi; y reivindica los “valores republicanos”, entendiendo por tales los de la corriente despótico-revolucionaria. Le oímos hablar de “Paz, piedad, perdón”, pervirtiendo el lenguaje de forma inaudita. Para él, la paz se obtiene liquidando la Constitución; la piedad la dedica a los asesinos y la aparta de sus víctimas; y el perdón, grotesco perdón, consiste en la legalización del asesinato como forma de hacer política y obtener ventajas inadmisibles. El gobierno actual está destruyendo la ley, y por tanto la posibilidad de una convivencia en paz y en libertad en España. Y los ciudadanos demócratas debemos denunciar y frenar este proceso enloquecido.
Pío Moa (en Libertad Digital)
La fábrica de mitos más importante del siglo XX no ha estado en Hollywood, sino en la izquierda, o para ser precisos, en el imperio soviético. Algunas veces, y no por casualidad, colaboraron esos dos centros productores de mitologías, pero siempre con los de Santa Mónica en posición subordinada. Quienes mandaban permanecían en la sombra y sus genios creadores no firmaban sus obras. Hoy cualquiera puede saber quiénes eran y cómo lo hicieron, pero no todo el mundo desea obtener el conocimiento que se dispensa en investigaciones como la de Stephen Koch, El fin de la inocencia.
El caso es que por ignorancia de muchos y listeza de unos cuantos, las criaturas de la gran factoría mitológica han seguido rulando sin sus papás. El mito del antifascismo radical del comunismo se urdió para tapar las negociaciones secretas con Hitler y luego el Terror estalinista, y ahí lo ven, con muletas y achaques, pero en pie. Y uno de sus retoños, la visión de la Guerra Civil española y de la II República como paradigma de la lucha entre el fascismo y la democracia, ha reverdecido en nuestro suelo gracias al abono que han ido depositando los artífices del nuevo régimen.
En los años previos a la Transición, la República no era tema. Los comunistas, única oposición organizada, andaban con su Reconciliación Nacional a vueltas, que obviamente suponía el entierro del pasado, y los inmersos en grupos marxistas poco ortodoxos pretendíamos la Revolución. La República era sólo una forma más de la democracia burguesa y, por tanto, deleznable. No se lamentaba su desaparición, sino el hecho de que no condujera al triunfo revolucionario. Había sido una oportunidad perdida, sí, pero no para la democracia, sino para la dictadura del proletariado. No había añoranza.
Sin embargo, veintitantos años después, el mito republicano florece en las primaveras, y en cualquier estación, que ahora se cultiva en invernadero, como un ramillete de nomeolvides impregnado de lacrimógena nostalgia. El manifiesto que han firmado decenas de personalidades del establishment cultural bajo el título de "Con modestia, con orgullo y con gratitud", equivale a una necrológica en toda regla, con el debido panegírico del cadáver. El mito de la República se ha convertido en una variante del mito del paraíso perdido. Pero es algo más.
Para quienes impulsan el revival republicano, se trata de una operación propagandística destinada a deslegitimar la Transición y a demonizar a la derecha actual, por la vía de identificarla con la que apoyó el golpe militar del 36. La fiebre guerracivilista y republicana comenzó a extenderse tras la mayoría absoluta de Aznar en el 2000. La República ha de ser idealizada para más acentuar la maldad de sus enterradores, entre los que nunca cuentan a los propios grupos de izquierda. Y la operación tiene un público rendido entre quienes, ayunos del mito primordial, el del socialismo, encuentran un sucedáneo en el de la República.
La nostalgia de la República viene a ser la nostalgia por los sueños frustrados de una izquierda mitómana. Que son sueños fabulados a posteriori, al calor del resentimiento. Una izquierda gobernó en España entre 1982 y 1996, pero no estuvo ni a la altura de sus mitos ni, en general, a la altura. No se puede perdonar que la derecha gobernara con más éxito. Ni permitir que vuelva. La necrolatría republicana encubre el deseo de un régimen que excluya a quienes no se sometan a sus dogmas.
Cristina Losada
Libertad Digital, 13 de abril de 2006
Edmund Burke (Dublín, 1729, Beaconsfield, 1797) es el padre del pensamiento conservador moderno, especialmente en el mundo anglosajón. Líder intelectual del partido de los “old Whigs”, defensores de la libertad civil y política frente al poder arbitrario del Rey, Burke sobresalió por su entendimiento de Europa como una gran comunidad de naciones con una herencia moral y jurídica común.
Debido a su confianza en el camino de la tradición a lo largo de la historia, la filosofía política de Burke se aleja de las abstracciones racionalistas y ahistóricas propias de la Ilustración. No propone tanto un programa concreto, capaz de resolver todos los males de la sociedad, sino que defiende el ethos clásico-cristiano, fundamento de la normatividad que el pensador adivina en las tradiciones jurídicas y culturales tanto de su país como de la civilización Occidental. Influido por su conocimiento de la filosofía realista, concibe el derecho natural moral en armonía con las instituciones civiles, pues éstas constituyen un intento histórico de encarnar el primero, según una lógica que une moral personal y moral social.
Firme defensor de una política prudencial no ideológica, Burke vio en la Revolución el posible advenimiento de la barbarie y de la subversión de toda ley moral y de toda tradición civil y política, anticipándose a Tocqueville al vislumbrar los peligros del despotismo democrático. En defensa de los principios con arreglo a los cuales había vivido, se enfrentó a la destrucción del orden y la libertad en nombre de una falsa igualdad, sin que en ese combate tratara de mantener privilegio personal alguno.
“Ningún grupo puede actuar con eficacia si falta el concierto;
(http://www.fundacionburke.org/burke.html)