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Políticamente... conservador

Historia

Reescribir la Historia

La prosaica e idílica paz que se vivía en la II República fue tristemente truncada por un golpe violento que dieron, apoyados por los curas, un grupo de militares de ceño fruncido acompañados por dos marqueses y una baronesa que no había ido a veranear a Estoril aquel tórrido verano. Apoyados por los nazis y por los fascistas italianos derrotaron cruelmente a un pueblo, ansioso de libertad, que opuso sus manos blancas ante los tanques y fusiles que acababan con sus vidas y cercenaban sus esperanzas.


El exilio fue la única salida posible para aquellos próceres que, con sus calmados discursos, tranquilizaban al pueblo español que se aprestaba a afrontar el peor de los oscurantismos durante cuarenta años de un feroz régimen donde los paseos, las torturas, los fusilamientos en masa y el asesinato selectivo no cesarían hasta el 20 de Noviembre de 1975. Así, Carrillo, la Pasionaria, Negrín, Prieto, Largo Caballero y Martínez Barrio pudieron, muy a su pesar, huir para, desde paraísos de democracia como la URSS o el Méjico del PRI, instruir a sus cachorros sobre como gobernar cuando finalizase la oprobiosa Dictadura.

Pero hete aquí que, a la muerte del que llamaban Caudillo, los hijos de los curas y los aristócratas que apoyaron aquel genocidio decidieron reformar el infausto Régimen y evitar una ruptura que trajese la auténtica isla de libertad que había sido la República del Frente Popular. La infausta Constitución de 1978, heredera directa de las leyes Fundamentales del Reino, no era la que se merecían tantos y tantos millones de españoles que, por activa y por pasiva, se habían dejado la piel en su lucha contra el franquismo. Todo olía a traición y lo peor llegó cuando en el año 2000 alcanzaron el poder los herederos directos de aquel líder monárquico, antidemocrático y fascista que se llamó Gil Robles.

Menos mal que aún sobrevivía Carrillo para seguir guiando espiritualmente a sus discípulos entre los que destacaba, por su rigor intelectual y su talante moderado, un tal Rodríguez, nieto del heroico capitán Lozano que había dado su vida en defensa de la libertad y la democracia. Una truculenta jugada de billar a tres bandas, y nunca mejor dicho lo de bandas, propició que, por fin, el punto de partida retornase a aquel añorado Febrero de 1936. Todo lo demás, a Marx gracias, podrá ser destruido y, mediante una Ley ad hoc, la memoria será selectivamente impuesta en los cerebros de un pueblo que no se ha merecido pasar tanto calvario.

Por fin podremos rehabilitar la memoria de un buen hombre, valiente y leal como Companys, tal y como solicita Maragall o reconocer la valentía de gudaris como Txapote a imagen y semejanza de aquellos aguerridos soldados que se enfrentaron sin dudar, y hasta su último aliento, contra los italianos en Santoña. Se destruirá el Valle de los Caídos donde fallecieron, a causa del fiero sistema de trabajos forzados impuesto, cientos de miles de honrados republicanos y, una vez desposeído el ciudadano Juan Carlos de los privilegios con que le invistió Franco, la III República cerrará un círculo que nunca debió abrirse. Para los que no aceptemos esta versión, ¡que Dios nos coja confesados!

Santiago Casero

Minuto Digital, 19 de julio de 2006

18 de julio. Modos de empleo

En la vida española de todos los días han quedado algunos rastros de los hechos ocurridos el 18 de julio de 1936. Hasta hace relativamente pocos años, no era del todo inusual escuchar a alguna señora mayor decir que sus nietos le habían montado un 18 de julio en casa. Cada vez que llega el mes de julio muchos empleados siguen cobrando una mensualidad más. Es la paga del 18 de julio, decretada por el régimen de Franco. No se sabe de nadie en la izquierda que la haya devuelto nunca a su empleador, ya sea privado o público. Mucho antifranquismo, pero la paga del 18 de julio, hoy una de las dos pagas extraordinarias, no salía del bolsillo del empleado. Tampoco se conoce que Rodríguez Zapatero ni sus ministros, todos ellos, como es bien sabido, antifranquistas heroicos, luchadores que pusieron su vida en juego para traer la libertad a España durante la dictadura, hayan pensado en revocarla nunca.

Y sin embargo, es una herencia puramente franquista. Si Franco no hubiera ganado la guerra, es decir si previamente un grupo de militares no se hubieran decidido a dar el golpe de Estado el 18 de julio de 1936, no habría habido paga del 18 de julio ni habría ahora paga extraordinaria.

Ahora que el Gobierno antifranquista de Rodríguez Zapatero está tan decidido a restablecer la memoria histórica, debería atreverse a suprimir, además de las estatuas de Franco, la paga del 18 de julio, quiero decir la paga extraordinaria de julio.

Si hubieran ganado los republicanos —o, por utilizar el nombre que ellos mismos reivindican, los rojos — se habría instaurado un régimen comunista. La simple idea de dos pagas suplementarias habría sido inconcebible. Con llegar a 12 mensualidades —de una cuantía imaginable en vista de lo ocurrido en los países comunistas, como hoy mismo en Cuba— ya se habrían dado por contentos.

Eso no quiere decir que el 18 de julio no se habría conmemorado. Muy al contrario, desde el primer momento, el 18 de julio fue celebrado por el bando republicano o rojo como el principio de una revolución. Esa revolución llevaba aparejada lo que ni la Segunda República por medios legales (el trágala de la Constitución o el de la Ley de Defensa de la Segunda República), ni la Revolución del 34 por medios subversivos habían conseguido. Por citar a un contemporáneo, “era preciso [sic] e inevitable una conmoción como la presente para barrer todos los restos de un Estado decadente y anquilosado”.

El 18 de julio empezó la revolución en España y la guerra subsiguiente fue una guerra santa —literalmente— contra el fascismo y contra la España tradicional.

El 18 de julio se festejaba a lo grande en la España republicana. Había manifestaciones, mítines, verbenas populares. A Azaña, jefe del Estado de una República que ya no era tal, le ponían a pronunciar alguno de aquellos grandes discursos que habían sido la base de su carrera política. No se sabe de dónde, pero alguna vez sacó pecho.

El 18 de julio de 1938, en Barcelona, tuvo valor para hablar de “paz, piedad y perdón”, es decir exactamente lo contrario de aquello que se estaba celebrando, con su presencia como coartada. Cuando estos discursos aparecían en la prensa, los comunistas —siempre en nombre de la justicia, la igualdad y la libertad— los censuraban. Azaña, como es natural, se sentía frustrado. De hecho, estaba convencido que si su bando ganaba la guerra, el primero que tendría que salir de España sería él.

Pero eso es lo de menos. Quienes hoy gobiernan España prefieren olvidar estos pequeños detalles. Todos ellos se declaran antifranquistas. En consecuencia, es natural que un gobierno antifranquista como el de Rodríguez Zapatero siga celebrando el 18 de julio. Tal es el significado de los anuncios de medidas de alcance retrospectivo, como la Ley de la Memoria Histórica o la probable reconversión del Valle de los Caídos —monumento que requeriría, por lo que significa y lo que contiene, una prudencia infinita— en la Disneylandia del antifranquismo.

Eso sí, seguro que no aparecerá por ningún lado la efigie de Stalin ni la de Lenin, modelo del lenin —con minúscula— español que quiso ser Largo Caballero, tal vez ni siquiera la del pobre Azaña, demasiado feo para una moderna campaña de márketing. Sí que tendremos, en cambio, la misma retórica, la misma mentalidad, la misma obsesión que movía a los predecesores de este Gobierno. Los dos, republicanos; los dos revolucionarios y los dos con el mismo objetivo: acabar de una vez por todas con la España que ellos consideran anticuada.

Hemos vuelto por tanto a celebrar el 18 de julio, como en tiempos de Franco. Cabe preguntarse, sin embargo, si la perspectiva es la misma. El régimen de Franco celebraba el 18 de julio como el principio de una España nueva de la que estaban excluidos los republicanos. Ahora bien, ¿hasta qué punto Franco estaba convencido de la verosimilitud de ese proyecto? En otras palabras, ¿pensaba Franco que esa España nueva que celebraba cada 18 de julio era de verdad la futura España, o se trataba más bien de una celebración retrospectiva y retórica? En el caso del Gobierno antifranquista de Rodríguez Zapatero, caben menos dudas.

Por lo que hemos visto en estos dos años, ya se puede afirmar que al celebrar el 18 de julio como lo está haciendo, Rodríguez Zapatero cree que está en su mano fundar una España nueva de la que haya desaparecido cualquier rastro de la otra, de la que no piensa como él. Es un proyecto más ambicioso que el de Franco. Y justamente para evitarlo se dio un golpe de Estado, el 18 de julio del año 1936.

José María Marco (historiador y escritor).

La Gaceta de los Negocios, 18 de julio de 2006

La asociación Vérité pour la Vendée por el reconocimiento del Genocidio Vandeano por el Estado francés.

¿Saben que el Arco de Triunfo de París lleva los nombres de dos de los peores criminales que la humanidad haya podido generar, los de los generales TURREAU y AMEY, que estuvieron entre los principales instigadores del Genocidio Vandeano del invierno de 1794, que causó entre 150.000 y 200.000 muertes?

¿Saben que con el Genocidio Vandeano, tuvimos el único caso en la historia donde un estado (la joven República Francesa, en plena demencia revolucionaria) firmó por decreto el exterminio de una parte de su pueblo (Decreto del 1 de octubre de 1793)?

No puede tolerarse más que la llama del Sacrificio y del Recuerdo brille por estos dos verdugos de la Vandea.

Este enorme escándalo debe cesar.

- Turreau era el general en jefe de las "columnas infernales" que tenían la misión de exterminarlo todo. Hombres, mujeres, niños, y ancianos, almas del pueblo de Francia, fueron objeto de matanza despiadada por odio hacia su Fe y hacia las Tradiciones rurales de nuestro país.

- Amey era uno de los generales de estas 12 columnas que extendieron el fuego y la sangre a su paso por la Vandea. Fue un psicópata sanguinario que se divertía arrojando a las mujeres y los niños vivos en los hornos de pan. Testimonios de comisarios republicanos del 24 de marzo de 1794: "En los Epesses y en muchos otros lugares, el general Amey hace encender los hornos y cuando están bien calientes, arroja en ellos a las mujeres y los niños... A quien se atreve a reprochárselo, él responde que es así como la República quiere cocinar su pan" ¡!

Borrar estos nombres de los pilares del Arco de Triunfo aportará el mayor alivio para la memoria de todos los que han muerto defendiendo la más noble de las causas: la Libertad.

Esta verdad histórica debe por fin ser conocida. El memoricidio ha durado demasiado. Nuestra asociación "Verdad para la Vandea" necesita su apoyo para que estos nombres odiosos para los descendientes de los supervivientes de este Genocidio sean por fin borrados del Arco de Triunfo. Desde hace 15 años, numerosas personalidades, en particular el diputado vandeano Philippe de Villiers, han efectuado gestiones en este sentido, en vano. Nosotros continuamos esta noble causa.

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Association Vérité pour la Vendée. Journal Officiel du 3 novembre 2001. 112 bd de la Reine, 78000 Versailles. Francia.

Objetivo principal de la Asociación: reconocimiento del Genocidio Vandeano por el Estado francés.

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Fuente: Restauration Nationale.

La memoria histórica acorrala cada vez más a Zapatero (y a Rajoy)

Nuestra democracia no nace de la Segunda República. Buscar legitimidad donde no la había es un error histórico que se llevará por delante a Zapatero. Y a Rajoy si no reacciona.

El Parlamento Europeo ha aprobado una moción de condena del régimen de Francisco Franco, que acabó por la fuerza con un "régimen democrático" y "de libertades". Hasta ahora, esto no pasaba de ser una opinión que encontraba un apoyo menos que parcial en los hechos aunque más que notable en los historiadores. Notable, hay que decirlo, más por el desproporcionado sesgo ideológico de éstos que por la fiabilidad de sus opiniones al respecto. A partir de ahora esto viene a ser algo así como el Dogma de Fe Básico del nuevo régimen zapateril.

Esto de la "memoria" impuesta por ley tiene su gracia. La memoria es subjetiva, cada persona tiene una, cada comunidad puede tener una, y no se refiere a lo que sucedió en el pasado sino a la percepción que de ese pasado queda. Subjetivamente. Y otra cosa es la historia. En fin, un viejo debate erudito del que José Luis Rodríguez Zapatero no tiene probablemente ni la más remota idea pero en el que ha entrado como un dinosaurio en una pista de baile. Acompañado, eso sí, de tres cosas que la derecha política no tiene hoy: una ausencia total de complejos respecto al pasado y al futuro, una poderosa artillería de medios de comunicación y una aguerrida infantería de "creadores de cultura" (historiadores en este caso) bien amarrados al pesebre.

El hecho es el que es. Desde Europa Zapatero hace ratificar la luminosa legitimidad de los poderes operantes en España hasta el 18 de julio de 1936 y la ilegitimidad absoluta e inapelable del poder alzado a partir de esa fecha. Una condena que parece llevada hacia el pasado, y por eso parece ridícula. Pero que no lo es, porque la izquierda la quiere llevar al presente y más allá, sin que Mariano Rajoy se dé cuenta.

Por qué esta manía inesperada

La izquierda no perdona, nunca lo ha hecho. Pero Zapatero no es tan tonto como para llegar a esto por simple revancha. Su voluntad es construir un nuevo régimen y para lograrlo debe destruir el anterior, empezando por su legitimidad de hecho y de derecho.

No nos engañemos: el actual Estado español es el Estado nacido de la sublevación del 18 de julio de 1936. Esa nueva legalidad y nueva legitimidad evolucionaron, tras la muerte del dictador, hacia la actual democracia. Que no tiene nada que ver con la Segunda República. Hoy hay democracia porque los poderes del Estado franquista decidieron que la hubiese. Negar a esos poderes la legitimidad niega el fundamento mismo de la Constitución y sus cimientos necesariamente preconstitucionales, que no son en absoluto republicanos, desde la afirmación de la unidad indisoluble y soberana de la nación hasta muchas instituciones relevantes, Corona, Justicia, Fueros y Ejércitos entre ellas.

Así que no es un capricho de Zapatero: es un paso necesario hacia una legitimidad diferente, que excluya a la derecha y que incluya a la ETA.

Rajoy en malas compañías

Hermann Tertsch se nos escandaliza en El País porque junto al PP otros partidos se opusieron en el Parlamento Europeo a la osada, valiente y gallarda condena póstuma de Franco por Zapatero. Claro, tal vez el partido polaco Paz y Justicia de los hermanos Kaczynski no sea del agrado de Jesús de Polanco; pero es el mayoritario en Polonia y forma gobierno junto a Autodefensa y a la Liga de las Familias. Tal vez sean "revanchistas", pero al menos tienen buenas razones para serlo frente a un comunismo que han sufrido en sus carnes y que ha sido el régimen más sangriento de la historia de la humanidad. Peor es el revanchismo post mortem contra un régimen cuya principal culpa es fomentar la creación y enriquecimiento de Santillana.

¿Está Mariano Rajoy en malas compañías? Sí, pero seguramente no son las que José Borrell señala virilmente, sino la de esos democristianos que no votaron con él o lo hicieron a regañadientes, o la de esos consejeros áulicos y mediáticos que –aunque digan lo contrario- terminan azuzando sus complejos antinacionales y su monocultivo del centro liberal, que es la antesala necesaria del fracaso. Así que Rajoy puede, desde luego, hacer lo que quiera, pero su base social sabe perfectamente que en esto de la "memoria histórica" no caben deslices, porque no hay premios en un centro inexistente sino castigos probables en la sociedad real.

Hay errores por acción, y Zapatero está cometiendo uno. Rajoy cometería otro por omisión si se dejase vencer en este asunto. En torno a él se juega mucho más que la unidad, los principios y la continuidad del centro derecha en España. Rajoy debe defender un síntesis superadora de todas las divisiones, es cierto, pero sin aceptar la mentira y sin dejar que se le coloquen sambenitos por recibir el apoyo en Europa de partidos como el de Gianfranco Fini, el de Bertie Ahern o el de Pia Kjærsgaard, cuya legitimación democrática es notablemente más sólida que la de Armaldo Otegi, Gaspar Llamazares o Josep Lluís Carod-Rovira. Y menos viniendo del amigo confeso, en el pasado y en el presente, de los verdugos comunistas.

Cómo fue el "régimen democrático de libertades"

Zapatero nunca aceptará un debate cara a cara sobre esto de la "memoria republicana". Es demasiado fácil mentar Paracuellos o acordarse de Santiago Carrillo. La biografía de la Segunda República es sombría de esperanzas y roja de sangre. No se trató sólo de una persecución religiosa durante los primeros meses de la guerra civil y "explicada" por el apoyo católico a la sublevación del 18 de julio de 1936. Al revés, la Iglesia jerárquica apoyó la sublevación civil y militar, una vez que se había producido, como consecuencia de la persecución religiosa del Gobierno legal de la República.

Y la persecución no fue sólo religiosa. Contra lo que se pueda creer, fue esencialmente civil, social e ideológica, y los testimonios macabros para demostrarlo están ahí. Es difícil decir que la Segunda República fue un régimen de libertades porque, más allá de la letra de la Constitución y de las leyes –que por lo demás no eran especialmente generosas con la libertad de los no republicanos-, fue un régimen marcado por la intolerancia, por el sectarismo, por los asesinatos políticos, los golpes de estado, expropiaciones sin indemnización, censura de prensa, revoluciones marxistas y proyectos de revolución proletaria. Si fue un modelo, desde luego, no se trató del modelo adoptado en 1978. Afortunadamente.

Una vez despertada la "memoria histórica", es imposible ponerle coto. El obispo de Ciudad Real ha prohibido un homenaje al bando gubernamental de la Guerra Civil en los Dominicos de Almagro. ¿Una ofensa a la "memoria"? ¿Una muestra de la alergia "clerical y fascista" a la cultura? Tal vez, simplemente, que el vicario general del obispado de Ciudad Real, Miguel Esparza, ha recordado cómo murió en 1936 el obispo de la ciudad, y qué sucedió precisamente con los frailes de ese mismo convento. Ejemplos hay, desde luego, decenas de miles; la República de Zapatero consiguió que hasta en Olite haya hoy un beato, Juan Echarri. ¿Quieren ustedes que les cuente lo que el "régimen de esperanza" hizo en Barbastro en 1936?

Memoria tenemos todos. El gran problema es que si la memoria sesgada de unos pretende erigirse en alternativa a la verdad histórica todos tendremos que hacer memoria. Pero habrá sido una decisión del actual presidente del Gobierno. Quiere construir un cambio radical sobre la "memoria". Rajoy puede imponer el sentido común, y será mejor que se atreva a hacerlo.

Pascual TamburriEl Semanal Digital, 7 de julio de 2006

Pamplona bien vale una misa

De todos los reinos cristianos que nacieron como setas para recuperar la España perdida tras la invasión musulmana, el que peor suerte tuvo fue Navarra. Empezó bien y consolidó las posiciones, pero luego se confió, se durmió en los laureles y los vecinos, Castilla y Aragón, le birlaron la merienda. Después de tanto esfuerzo, a principios del siglo XII Navarra se había quedado encajonada en un cuadrilátero entre las Vascongadas y Aragón, entre el Ebro y los Pirineos, sin siquiera una mala salida al mar que echarse a la boca.

Durante el resto de la Edad Media mantuvo lo ganado, que ya de por sí tiene mérito, y se especializó en proporcionar princesas casaderas a todas las casas reales de Europa. Así, en diferentes épocas, Margarita de Navarra se casó con Roger de Sicilia, Berenguela de Navarra con Ricardo de Inglaterra, Inés de Navarra con Gastón de Foix... y Blanca de Navarra, la última de una saga tan numerosa que cuesta seguirla, matrimonió en España; primero con el heredero de la corona de Castilla y luego con el de la de Aragón.  

El primero se llamaba Enrique y era homosexual e impotente; el segundo, Juan, era un caballero en la cama, un lince en la corte y un hacha en la guerra. No es de extrañar que, ya viudo, volviese a casarse con una más joven y engendrase a Fernando el Católico, el gobernante más cuco y maniobrero de cuantos ha tenido España.  

Tanto casorio y tanta actividad venérea con príncipes extranjeros tenía que traer alguna consecuencia. Blanca de Navarra se enamoró perdidamente de su apuesto aragonés. A la muerte de la reina le tocaba heredar al hijo de ambos, Carlos de Viana, pero el padre se negó en redondo y se armó la gorda. El príncipe, reconciliado con el padre y con el perro mundo que le había negado hasta la legítima, murió joven, y la suya pasó a engrosar la lista de historias de la Historia de España que merecen ser contadas.  

Juan recibió la corona de Aragón a la muerte de su hermano y se olvidó de Navarra, donde colocó a una de sus hijas de un modo bastante precario; tanto, que la hija y el padre murieron casi a la vez. Fernando, el heredero de Juan, no podía prestar demasiada atención a lo que pasaba en Navarra y consintió que la corona recayese en un niño de diez años, llamado Francisco Febo, que no tardó mucho en tomar el billete para el otro barrio. Una pena: el desdichado no llegó a cumplir los quince. Su hermana Catalina recogió el relevo y, siguiendo la tradición familiar, se casó con Juan de Albret, un aristócrata del otro lado del Pirineo, muy francés, muy apegado a las costumbres galas, especialmente a las malas.

Como por allí no se llevaba que las mujeres reinasen, hizo como que no se enteraba de que la heredera era Catalina y se coronó como Juan III de Navarra. Juan y Catalina, o Catalina y Juan, fueron los dos últimos reyes de un reino tan viejo como decadente.  

El trajín dinástico era fiel reflejo de la descompuesta Navarra de entonces. Dos partidos se la tenían jurada: los beamonteses y los agramonteses. Los primeros venían del norte, de la montaña, y representaban a la Navarra pastoril y pirenaica, de verdes prados, frondosos bosques y frescos riachuelos. Se llamaban así por Carlos de Beaumont, primo del rey Carlos el Noble. Los segundos eran los hombres del sur, de la ribera del Ebro, de la interminable y feraz huerta, de los señoríos del llano, donde se cultivaba de todo. Debían su nombre a unos terratenientes de la ribera, los Agramunt. Las facciones eran tan irreconciliables que, persuadidos de que nunca se iban a entender, su principal ocupación era poner en el trono a un monarca que les favoreciese. 

El odio africano que se dispensaban hacía que éste fuese utilizado intensamente por los reinos vecinos. Si se quería intervenir en Navarra no había más que congraciarse con uno de los dos bandos.

Tal situación condenó a Navarra a vivir peligrosamente durante un siglo. A sus monarcas, que además tenían el patio revuelto, no les quedaban muchas alternativas: o con Francia o con España, que, por obra y gracia de Fernando el Católico, se habían declarado la enemistad eterna.  

Navarra, sin embargo, no era un objetivo preferente para ninguno de los dos reinos; constituía más bien un estado-tapón entre ambos. Pero los estados-tapón tienen la peculiaridad de que se convierten con relativa frecuencia en estados-pasillo, y si no que se lo digan a los belgas. Esto quitaba el sueño a Fernando y a la corte parisina.

Mientras anduvieron ocupados en las campañas italianas, la obsesión del aragonés era no encontrarse por sorpresa a sus enemigos en Pamplona, en las mismas puertas de Castilla y a un paso de Zaragoza. "He enviado a demandar a los reyes de Navarra que me den la seguridad conveniente de que estarán neutrales", decía, no sin cierta inquietud, antes de embarcarse en la guerra total contra los franceses en Nápoles. Le iba la vida en ello. A Luis XII tampoco le complacía aquel escenario. Fernando era un zorro, y bien podía distraerle por un lado y atacar por otro.

Con todos los bollos metidos en el horno italiano, una invasión española por los Pirineos podía hacerle un roto de dimensiones considerables. Si los españoles eran, además, tan bravos y resueltos como estaban siéndolo en Italia, el mismísimo trono podía bailar bajo su trasero.  

En medio se encontraban los reyes Catalina y Juan de Albret. No podían llevarse mal con ninguno de los dos, aunque el cuerpo les pedía desairar a Fernando, a quien tenían cerca, y pactar una entente más o menos cordial con Luis, de quien, por añadidura, eran vasallos. Una situación tan tensa tenía que reventar por algún lado. Lo hizo, como suelen suceder estas cosas, por el más insospechado. Catalina y Juan decidieron acordar secretamente en Blois el apoyo navarro a Francia en caso de que ésta llegase a las manos con España, cosa que era de esperar en breve, porque Fernando se había embarcado en una nueva Liga Santa con patrocinio papal.  

Uno de los diplomáticos franceses que acudieron a discutir los términos del convenio conoció a una dama navarra de la comitiva real. Se entendieron a la primera, y cuando se encontraban en plena faena el rijoso diplomático se quedó en el sitio de un infarto. La suerte, y algún avisado espía –quizá la misma mujer–, quiso que los documentos que custodiaba el finado en su habitación viajasen hasta Burgos, donde se encontraba Fernando esperando noticias.

Ya es curioso que España, que se había perdido siglos antes por la ligereza de una mujer, se recuperase del todo gracias a los buenos oficios de otra. Esta última, por desgracia, se quedó a medias. Esa era la prueba definitiva.

El Católico no precisaba más para quitarse una incómoda china del zapato. Escribió a Catalina haciéndole partícipe de sus hallazgos. Al negar la reina haber firmado tratado alguno con los franceses, Fernando le pidió tres plazas que avalasen sus palabras: San Juan Pie de Puerto, Malla y Estella. Mientras apretaba las tuercas a su sobrina, negociaba con su yerno, Enrique VIII de Inglaterra, una operación de castigo a los franceses, ofreciéndole Guipúzcoa como base. No quería dejar nada al albur: si Juan de Albret se ponía farruco, dos ejércitos, el inglés y el español, le bajarían los humos de inmediato. La decisión de invadir Navarra estaba ya tomada, pero Fernando, que no daba puntada sin hilo, se buscó la coartada definitiva. Pidió a Catalina permiso para que sus tropas atravesasen el reino camino de Francia.

Catalina dijo que no. Acto seguido, dio orden a Fadrique de Toledo, duque de Alba, que se encontraba acantonado en Salvatierra con unos 15.000 infantes, de avanzar hasta Pamplona. Todo estaba previsto. Los ingleses de Guipúzcoa disuadirían a Luis XII de aventurarse en Navarra. Alfonso de Aragón, por su parte, estaba avisado para intervenir si se presentaban complicaciones en Tudela o en Olite.  

Fue una campaña relámpago, sorprendente por su rapidez y por la escasa resistencia que los soldados, castellanos, alaveses y guipuzcoanos en su mayoría, se encontraron por el camino. Sólo duró cuatro días, los que tardan 15.000 personas en andar los cien kilómetros escasos que separan Salvatierra de Pamplona. El duque, previendo mayores contratiempos, hizo transportar artillería, pólvora y municiones para un largo asedio de la capital. Los pamploneses, sin embargo, no cerraron las puertas ni mostraron intención alguna de resistirse al cambio de los tiempos.

El 25 de julio de 1512 Fadrique hizo su entrada en la ciudad. Quiso la casualidad que fuese el mismo día de Santiago, patrón de España. Los Albret pusieron pies en polvorosa hacia la parte norte del reino, la que quedaba al otro lado de la cordillera, un pequeño apéndice conocido como la Baja Navarra. Allí solicitaron el auxilio de Luis, que armó tres ejércitos para penetrar de nuevo en el reino y arrancárselo de las manos al duque de Alba. Cruzó los Pirineos y se dirigió a Pamplona.  

Esta vez sí hubo asedio, aunque infructuoso: la llegada del invierno obligó a los franceses del mariscal Lautrec a levantar el campamento y regresar por donde habían venido. Cuentan que en los valles del Baztán y el Roncal los lugareños apedrearon al derrotado ejército galo cuando franqueaba los puertos. Aquello de "a enemigo que huye, puente de plata" no lo hemos interiorizado hasta hace bien poco tiempo. 

Para evitar nuevas tentativas, Fernando se personó en Pamplona, y desde allí ofreció una tregua a su archienemigo. Luis, falto de iniciativa y convencido de que los navarros querían compartir el destino de castellanos y aragoneses, se avino a parlamentar. En abril de 1513 ambos monarcas firmaron en Orthez el fin de las hostilidades. Esto, lógicamente, no significaba que Catalina y Juan perdiesen sus derechos sobre el trono: esos sólo podía arrebatárselos el Papa.  La clave de todo estaba ahí, en un despacho del Vaticano. Dos meses antes Julio II había expedido una bula para desposeer de la corona a los Albret. Catalina y Juan fueron, además, excomulgados.

Como lo que dice el Papa va a misa, el 23 de marzo de 1513 las Cortes de Navarra, reunidas para tan magna ocasión en Pamplona, nombraron a Fernando de Trastámara rey de Navarra, con carácter hereditario.

Desde entonces, todos los reyes de Castilla lo han sido, a un tiempo, de Navarra, del mismo modo que sus herederos toman los títulos de Príncipe de Asturias y de Viana. Dos coronas, la de Castilla y la de Navarra; un rey, el de España. Una versión medieval del lema norteamericano: Et pluribus unum 

La anexión de Navarra fue tan legal y legítima como fue posible en algo que acaeció hace casi cinco siglos. Fernando el Católico se comprometió a respetar, mejorar y "no empeorar" los fueros del viejo reino. Ninguno de sus sucesores ha faltado a la palabra dada aquel día de marzo de 1513.  

La actual Comunidad Foral es la última derivación histórica de aquel compromiso. Navarra, y los navarros, se incorporaron de este modo a la singular empresa de España, a cuya historia han contribuido con especial ahínco y convicción. Pamplona, definitivamente, bien valía aquella misa.  

Por Fernando Díaz Villanueva 

Libertad Digital, suplemento Fin de Semana, 24 de junio de 2006

El nazismo y el comunismo orquestaron la campaña de calumnias contra Pío XII

Entrevista al profesor Patrick J. Gallo, autor de «Pío XII, el holocausto y los revisionistas»

ROMA, domingo, 18 junio 2006 (ZENIT.org).- En una entrevista concedida a Zenit, el profesor Patrick J. Gallo, profesor adjunto de Ciencias Políticas de la Universidad de Nueva York, explica que el nazismo primero, y el comunismo después, inventaron y fomentaron la campaña de calumnias contra Pío XII.
El profesor Gallo, profesor para el semestre de primavera del Instituto Loyola de Roma, y autor de un reciente libro titulado «Pius XII, the Holocaust and the Revisionists» («Pío XII, el holocausto y los revisionistas»), editado por McFalland & Company, mantiene que «es odiosamente falsa la idea de que Pío XII estuviera en sintonía con los nazis y que no opusiera resistencia a sus atrocidades».

A la pregunta de si es plausible la hipótesis de algunos historiadores de que la campaña de calumnias contra el Papa Pío XII fuera instigada en los años sesenta por el régimen soviético, Gallo responde: «La campaña contra Pío XII no fue sólo instigada por la Unión Soviética. La campaña de calumnias había sido ya iniciada por los nazis y era compartida por los comunistas al comienzo de la guerra».

«Pío XII --añade-- indicó que el nazismo y el comunismo eran las mayores amenazas para la Iglesia, para las democracias, para la civilización occidental, para toda la humanidad. En los años posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial, todos pudieron constatar que los regímenes de Hitler y Stalin fueron los más sangrientos de toda la historia de la humanidad».

--Algunos autores sostienen que Pío XII fue débil y temeroso ante los nazis, mientras que otros lo llaman el Papa de Hitler...

--Gallo: Para los nazis, Pío XII era claramente uno de sus enemigos. El historiador judío Richard Breitman, que ha investigado los documentos de los «Office Strategic Services» (OSS), los servicios estratégicos estadounidenses, recientemente desclasificados, afirma que «los nazis consideraban al Papa como un enemigo». Habrían planificado arrestarlo y llevarlo al norte. La propaganda nazi no mostró escrúpulos en atacar al Papa y a la Iglesia. Berlín odiaba al Papa y al Vaticano, en parte porque sabía que escondía y protegía a los judíos.

El cardenal Eugenio Pacelli, futuro Pío XII, como secretario de Estado, habló contra el nazismo en 1935 y en 1937, y fue bastante claro en manifestar que la Iglesia no habría nunca aceptado la filosofía racista de los nazis. Fue Pacelli quien contribuyó de manera determinante a la redacción de la encíclica «Mit Brennender Sorge», que condenó de forma clara el régimen y la filosofía del nazismo.

Este siguió exponiendo sus críticas con las encíclicas «Summi Pontificus Christi» y «Mystici Corporis Christi». Los nazis no se contentaron con llevar a cabo una campaña de descrédito contra el Papa y la Iglesia sino que iniciaron una verdadera persecución contra los católicos tanto en Alemania como en los territorios ocupados. Los nazis trataron de todas las maneras de demoler la autoridad moral de Pío XII y de la Iglesia Católica.

--¿Y los comunistas cómo entran en esta historia?

--Gallo: Los ataques comunistas contra la Iglesia católica empezaron en los años veinte y aumentaron en los años treinta. En los años treinta, Pío XI y Pío XII manifestaron su oposición al comunismo de manera sumamente clara. Los comunistas antes y después de la Segunda Guerra Mundial acusaron a Pío XII de haber guardado silencio mientras los nazis cometían atrocidades. Obviamente, los comunistas no hacían ninguna mención de la brutalidad del régimen estalinista y de los horrores perpetrados no sólo contra la población rusa sino también contra la población de los países de Europa del Este sometidos a regímenes comunistas.

Tanto los nazis como los comunistas estaban empeñados en eliminar a la Iglesia católica y al cristianismo. El Papa Pío XII señaló claramente a ambas ideologías como antitéticas e irreconciliables con la doctrina católica. En la inmediata postguerra, la Unión Soviética estaba absolutamente decidida a destruir la presencia de la Iglesia católica en los países de Europa del Este. Sólo destruyendo la influencia de la cultura católica y de la enseñanza magisterial del Papa, los comunistas pensaban que podían dominar la Europa del Este y extender el comunismo por todas partes.

La propaganda comunista acusó de modo sistemático a Pío XII de diversos delitos. A mediados de los años sesenta, surgió la escuela revisionista que adoptó muchísimas de las acusaciones que los nazis hacían contra Pío XII. En este contexto, fue decisivo el trabajo de Rolf Hochhuth, que con el drama teatral «El Vicario», traducido a veinte idiomas, promovido masivamente por los medios de comunicación, difundió el lugar común de Pío XII, silencioso, cobarde, apático y antisemita.

En los años sesenta, también el movimiento de la nueva izquierda, dentro del conflicto con la Iglesia Católica, introdujo la crítica venenosa contra Pío XII, tratando de utilizarla como medio para atacar la posición de la Iglesia sobre el aborto, el divorcio y otros temas relacionados con la moral.

--¿Qué es lo que le ha impulsado a escribir este libro?

--Gallo: Pío XII se convirtió en Papa en marzo de 1939, con el mundo en el umbral de una guerra de proporciones inimaginables. Las democracias occidentales y la Iglesia tuvieron que afrontar los desafíos que suponían los regímenes totalitarios del nazismo y del comunismo. El holocausto nazi, que el mundo conoció en su monstruosa atrocidad al final de la guerra, planteó un dilema moral a naciones, iglesias, organizaciones e individuos. Durante estos años turbulentos, Pío XII representó la única luz, y esta consideración era universalmente compartida por hombres de gobierno, historiadores, diplomáticos, periodistas, y autores varios. Pío XII no sólo se empeñó a fondo para evitar la guerra sino que una vez que la masacre empezó, proporcionó ayuda y consuelo a los perseguidos. Esta inmensa obra humanitaria está sólidamente probada por documentos y testimonios.

Sin embargo, luego, a mediados de los años sesenta, a esta interpretación le dieron la vuelta los revisionistas que acusaron al Papa de no haber hablado y actuado para evitar y detener aquél horrible holocausto. A pesar de la amplia documentación histórica vieja y nueva, esta interpretación está todavía muy difundida. Más recientemente, un grupo seleccionado y radical de revisionistas salió a la palestra, relanzando una cantidad enorme de acusaciones contra Pío XII. Estos revisionistas han mantenido tesis llenas de prejuicios y fabricado acusaciones. No se han preocupado de verificar los hechos sino que han actuado con el único objetivo de hacer válidas las tesis previamente fabricadas por ellos. Los revisionistas se han comportado como acusadores y como jueces, eliminando del debate todas las voces que no estaban de acuerdo con las acusaciones. Los libros escritos por estos revisionistas han sido aceptados acríticamente y han tenido gran publicidad.

El objeto de mi libro es presentar otra perspectiva, animando una investigación histórica verdadera y un diálogo razonable, tratando de comprender las motivaciones, el comportamiento y las acciones de Pío XII en el contexto de los acontecimientos reales y no fuera de la historia. Evitando la tentación de aplicar criterios modernos a hechos acaecidos hace sesenta años. La complejidad falta totalmente en las obras de los revisionistas y mi libro es muy crítico con ellos.
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El Gran Capitán, o cómo poner una pica en Nápoles

En el otoño de 1494 un jovenzuelo y alocado monarca francés que se llamaba Carlos decidió invadir Italia y empezar a cosechar glorias desde el primer minuto de su reinado. El plan era ambicioso y arriesgado. Tenía que cruzar los Alpes, transitar por el Milanesado y la Toscana sin contratiempos, detenerse en Roma para ser coronado y terminar la gira en Nápoles, para destronar al decadente y poco motivado rey del vecchio regno, Ferrante II, a quien llamaban Ferrandino por lo apocado y falto de espíritu que era.  

Como era joven, valentón e irresponsable, no se preocupó de las consecuencias de su aventura. El emperador de Austria miraría para otro lado. El rey de Inglaterra poco podía decir, estaba muy lejos. En cuanto al de Aragón, único que podía sentirse directamente concernido, acababa de ser recompensado con la devolución del la Cerdaña y el Rosellón, dos comarcas que habían caído en manos francesas durante la guerra civil catalana, unos años antes.

Eso era, más o menos, lo que circulaba por su cabecita antes de ordenar a sus generales que cargasen las mulas y enfilasen el camino de Milán. Todo le salió como la seda, al menos al principio. En febrero del año siguiente hizo su entrada triunfal en Nápoles. Ferrandino, fiel a su carácter, salió disparado al sur, a Calabria, buscando la cercanía de Sicilia, que era parte de la Corona de Aragón. 

Mientras todo esto sucedía en Italia, Fernando de Aragón, el Católico, esperaba tranquilo. El Papa Alejandro VI, que era valenciano, le había avisado de la cabalgada francesa, de los excesos de sus tropas y de lo mal que le caía el presuntuoso niñato que, en un abrir y cerrar de ojos, se había adueñado de Italia. El rey se hizo el sueco, no movilizó al ejército de Sicilia ni envió un contingente por si Carlos, a quien aún le quedaba cuerda, tenía la ocurrencia de cruzar el estrecho de Mesina. Muy al contrario, dejó hacer al gabacho y se concentró en urdir una gran alianza internacional contra él. Decir que Carlos era muy malo y él muy bueno no colaba, así que tramó una coartada para que todos picasen el anzuelo. Propuso al Papa crear una Liga Santa para frenar el avance de los turcos en el Jónico. Todo un clásico. Eso implicaba que Francia debía abandonar Nápoles.

El Pontífice lo recibió de mil amores y cursó petición a todos los reyes de la Cristiandad, incluido el de Francia. Venecia se apuntó a la primera; le siguieron Austria, Inglaterra, Castilla y Aragón. Carlos dijo que nones, que para defender Nápoles de los sarracenos ya se bastaba el sólito. Había caído en la trampa. Rodeado Carlos por los cuatro puntos cardinales, Venecia llegó a un acuerdo con Milán para atacar a los franceses por el norte. Carlos acudió al combate sin saber que le esperaba una bochornosa derrota, de la que salió con vida de milagro. El sur, que era donde se ventilaba lo importante, se lo reservó Fernando.

Envió una flota armada hasta los dientes al mando de Garcerán de Requesens. A bordo viajaba Gonzalo Fernández de Córdoba, un capitán castellano que había servido en la guerra de Granada. Conjugaba en perfecta armonía valor, inteligencia y mano izquierda, ingredientes que, no tan casualmente, se dan en todos los grandes generales de la historia.

Gonzalo lo fue, y con letras mayúsculas. Las órdenes de Gonzalo eran restituir a la familia real, la de Ferrandino, en el trono napolitano. Para ello habría de trasladar el ejército hasta la península, liquidar a los franceses, reconquistar Nápoles y asegurarse el control de varias fortalezas. Casi nada. 

Con lo que había traído de España y el refuerzo de los napolitanos leales a Ferrandino franqueó el estrecho y, ya en Calabria, buscó el encuentro con los franceses, a quienes pensaba pasaportar de una tacada. Error fatal, porque los que le estaban esperando eran los propios franceses, que se habían anticipado al plan del cordobés. En Seminara Gonzalo cobró su primera y última derrota en Italia. El ejército de Montpensier estaba mejor preparado y había hecho un uso combinado de la artillería y la caballería que era casi imposible de replicar con las artes de la guerra que Gonzalo traía aprendidas de España. Acantonó a sus tropas en Reggio, para reponerse y reflexionar sobre el desastre.

Había una cosa buena: no habían conseguido obligarles a regresar a Sicilia, y otra mala: eran más, y mejor armados, de lo que pensaba. Tenía, además, que aprender del enemigo. Los franceses estaban muy bien organizados, sus distintas compañías funcionaban con precisión, sin estorbarse y entrando en combate en el momento adecuado. Había que inventarse de cero la milicia española, y había que hacerlo rápido: los franceses no le iban a dar otra oportunidad.  

Escribió a los reyes para que le enviasen refuerzos, soldados, cuantos más mejor, y dinero, que sin ese no hay ni guerra, ni gloria ni nada de nada. Procedió entonces a reorganizar su ejército. Restringió el uso de ballesteros, que eran una antigualla, y de los incontrolables jinetes ligeros para dar protagonismo a los arcabuceros –uno por cada cinco infantes– y a la infantería. Los primeros podrían descabalgar a distancia a los resueltos jinetes franceses; los segundos darían buena cuenta de los piqueros suizos, que Carlos utilizaba con profusión.

Para asaltar las compañías de piqueros ordenó que los infantes llevasen dos lanzas, y una espada corta para clavar en los vientres de los enemigos. Los españoles siempre hemos tenido mucho arte con las espadas cortas; de ahí a la navaja y al navajazo hay sólo un paso.  

La estrategia también tenía que cambiar. La batalla campal y otras simplezas tácticas medievales ya no valían. Creó divisiones mandadas por un coronel y dejó de lado la antigua columna de viaje, sustituyéndola por el orden de combate, de manera que los soldados siempre estaban preparados para luchar.

Con todo, su innovación más original fue la de motivar a los soldados. Les hizo sentirse parte de algo importante, no mera carne de cañón en busca de botín. No escatimó ni dinero ni tiempo para adiestrar a sus hombres, incentivó los ascensos por méritos y estimuló el sentido del honor y de servicio a una causa.  Gonzalo Fernández de Córdoba no lo sabía, pero esa reforma sería el germen de los tercios españoles, una máquina de hacer la guerra que estuvo ganando batallas ininterrumpidamente durante siglo y medio.

Los primeros en probar la medicina hispana fueron los franceses de Montpensier, y tal fue el palo que se llevaron que, tras batirse con la infantería española, aseguraron no haber peleado "contra hombres sino contra diablos". En julio de 1496 Gonzalo estaba de nuevo en marcha. Los franceses se habían retirado hacia Apulia y tenían sitiada la plaza de Atella, a medio camino entre Nápoles y Tarento. Enterado Alejandro VI del paradero de Montpensier, escribió al capitán andaluz para pedir su auxilio. Esta vez fue cosa de llegar, ver y vencer. Los franceses fueron diezmados y huyeron hacia el norte. Gonzalo se dirigió a Nápoles, donde entró días después aclamado por los napolitanos: "Por común consentimiento de todos fue juzgado ser verdadero merecedor del nombre de Gran Capitán".  

La aventura del inexperto Carlos VIII había terminado peor que mal: no sólo no había conquistado Nápoles, sino que se lo había entregado en bandeja a Fernando de Aragón, su peor enemigo. El francés apenas tuvo tiempo para recrearse en su odio: poco después murió, como consecuencia de un accidente doméstico, sin dejar descendencia. Se dio un golpe en la cabeza contra el dintel de una puerta. Y es que la precipitación termina pasando factura. 

El sucesor de Carlos, Luis XII, heredó, aparte de la corona, la apetencias de quedarse con Italia. Pero no era tan ingenuo. Antes de tirarse a la piscina se lo pensó dos veces y se buscó algunos aliados. En 1499 los franceses estaban de vuelta en Milán. Fernando, que tenía abiertos varios frentes, se avino a negociar. Invitó a Luis XII a firmar un tratado para repartirse la Bota entre los dos: el norte para Francia y el sur para España. El francés aceptó encantado y envainó el sable, en espera de mejor ocasión. Ocasión que no tardaría en presentarse porque, como es bien sabido, dos gallos no pueden compartir el mismo corral. Felipe de Habsburgo, el Hermoso, que estaba casado con Juana de Castilla, la Loca, pensó que esa era su oportunidad para ir haciéndose un capitalito al margen de lo que heredase.

Concertó un acuerdo con Luis XII en Lyon por el que reinaría en Nápoles hasta que su hijo Carlos (el futuro Carlos V) y la hija del rey de Francia, Claudia, estuviesen en edad de merecer y de heredar. El plan era tan tonto como su creador. Fernando no tragó y ordenó a las compañías españolas en Nápoles que se pusiesen en pie de guerra.  Gonzalo, que había regresado a España convertido en lo más parecido a un héroe, fue enviado de nuevo al escenario de sus triunfos pasados.

Fernando ordenó armar dos flotas: una en Barcelona y otra en Cartagena, para dejar claro que la empresa italiana era ya un asunto que concernía por igual a castellanos y aragoneses; spagnoli, tal y como eran conocidos ambos en Italia.  El Gran Capitán se dirigió a Mesina para reunirse con los regimientos de Calabria, y allí recibió el apoyo de una tercera flota, capitaneada por Luis de Portocarrero. El Católico había puesto toda la carne en el asador. Italia sería española o no sería, así de sencillo. Gonzalo, entretanto, ansioso por encontrarse de nuevo con los franceses, se internó en la península y fue a dar con ellos en un lugar muy familiar: Seminara, el mismo en que había sido derrotado años atrás. Esta vez fue diferente: machacó a la tropa gala y siguió avanzando.  

Luis XII había destacado en Italia al duque de Nemours, un joven y ambicioso general llamado a ser la horma del zapato de Gonzalo. El francés se retiró hasta la costa del Adriático para recibir ayuda de los venecianos, que se habían puesto de su lado. Puso sitio a Barletta y espero a que el andaluz corriese en su auxilio. Ese sería el cebo: una vez allí, otro ejército francés, liderado por el propio Nemours, le saltaría por la espalda. Gonzalo, como estaba previsto, acudió a liberar Barletta. Entonces todo el plan de Nemours se torció.  Gonzalo levantó el asedio en tiempo récord, y antes de que Nemours pudiese moverse salió en su búsqueda. Se lo encontró un poco más al norte, en Ceriñola.

El plan de batalla de Gonzalo fue magistral. Mandó cavar unos fosos para detener a la caballería a piquetazos. Hecho esto, descargó toda su pólvora sobre los piqueros suizos y lo que quedaba de caballería. Entonces, cuando el enemigo estaba tocado de muerte, cargó con 6.000 infantes y 1.500 caballeros. La derrota francesa fue total. En el recuento de bajas sólo había 100 españoles muertos, por 3.000 franceses, entre los que se encontraba el propio Nemours. Enterado Gonzalo de que su rival se había dejado la vida en el lance, ordenó que trajesen el cadáver ante su presencia. Ante la estupefacción de sus oficiales, le dedicó un sentido homenaje e hizo que le sepultasen con honores. Lo cortés no está reñido con lo valiente. Hasta en esto Gonzalo Fernández de Córdoba se adelantó a su tiempo.  

Con idea de evitar que el enemigo se reagrupase, la hueste española corrió hacia Nápoles, donde el Gran Capitán fue recibido como uno de los héroes de la Antigüedad. Los nobles napolitanos habían encargado un arco del triunfo para que Gonzalo lo atravesase con sus hombres. El cordobés se negó elegantemente: aquel reino no le pertenecía a él, sino a Fernando el Católico. Alardes de nobleza como éste le valieron una fama que cruzó Europa de punta a punta. El condottiero español era, amén de invencible, leal y caballeroso. Los franceses, sin embargo, no se habían rendido. Luis XII, emperrado con Nápoles como un niño pequeño, envió tropas de refuerzo a Gaeta.

Gonzalo acudió a su encuentro desplegando una estrategia tan novedosa como inteligente. En lugar de cargar directamente sobre Gaeta, dejó que los franceses se confiasen y bajasen hasta el río Garellano con toda su artillería. Diseminó sus compañías a lo largo de varios kilómetros de barrizales para desgastar al enemigo. Llegado el momento, ordenó cruzar el río, rematar a los dispersos artilleros franceses y, ya sin defensas, rendir Gaeta con pocas bajas. Una soberbia lección de cómo se gana una batalla, y de cómo se obedecen las órdenes. Fernando le había pedido por carta que no malgastase hombres ni dineros, que evitase las carnicerías; "mucho más nos serviréis en conservar eso con paz que en darnos todo el reino con guerra".  

Tras la victoria de Garellano, Luis XII entendió que de Roma para abajo todo esfuerzo era inútil. Los españoles había puesto una pica en Nápoles, y no había modo de arrancarla del suelo. La pica seguiría clavada en el soleado mezzogiorno durante dos siglos más, hasta la paz de Utrecht. Ya desvinculada de la corona española, Nápoles permanecería ligada a España por lazos dinásticos hasta que, en 1860, Garibaldi incorporó el vecchio regno a la Italia de los Saboya.  

La empresa italiana fue la más provechosa y afortunada de cuantas España ha emprendido en Europa. Un torrente de refinada cultura italiana se derramó sobre nuestro país. Nápoles se convirtió en la ciudad más próspera y poblada de corona. A cambio, los primeros tomates llegados de América en las flotas de Indias posibilitaron que algún napolitano ingenioso inventase la pizza, el plato más universal del mundo. La toponimia, los apellidos y hasta ciertas formas dialectales del sur de Italia guardan memoria de la dilatada presencia española. Nuestra lengua se llenó de italianismos que traían pintores, escultores y músicos.  Fue una fructífera simbiosis latina. El buen recuerdo por la historia compartida es mutuo.  

Por Fernando Díaz Villanueva 

www.diazvillanueva.com 

Libertad Digital, suplemento Fin de Semana, 11 de junio de 2006

Hallan en el yacimiento de Veleia (Álava) la representación más antigua del Calvario (s.III)

Cristo crucificado y los ladrones a sus lados, en una cerámica muy anterior a la legalización del cristianismo Los testigos de Jehová dicen que Jesús no murió en una cruz sino en un palo vertical. Otros grupos dicen que Jesús simplemente no murió. O que no existió. Y El Código Da Vinci dice que todo es un invento de Constantino en el año 325.  Pero la arqueología es tozuda: han hallado en unas cerámicas del yacimiento romano de Veleia (Álava) una representación de Jesús en la cruz junto a los dos ladrones. A sus pies, dos figuras, posiblemente la Virgen y San Juan. Según la prueba del carbono 14 pertenece al siglo III. En aquella época aún se crucificaba gente y los cristianos casi nunca representaban la cruz, que era una forma horrible e ignominiosa de morir. Se aludía a ella con símbolos como el arado, el mástil con la vela, el ancla... Poco después de despenalizar el cristianismo, Constantino prohibiría las ejecuciones por crucifixión en el Imperio, una de sus mejores aportaciones a la humanidad.  Lo que se han encontrado son dibujos y textos grabados sobre cerámicas que se usaban para educar a niños de buena familia. En una época sin papel y siendo carísimo el papiro y el pergamino, escribir sobre cerámicas (restos de tinajas rotas, por ejemplo) era muy común.  Se trata de una pieza de diez centímetros cuadrados. En la parte superior de la cruz de la cerámica alavesa aparece escrito RIP (requiescat in pacem-descanse en paz), un epitafio que comenzó a utilizarse justo en esa época. La datación viene por carbono 14, por acelerador de partículas y otra serie de sofisticados análisis de laboratorio al que investigadores vascos, holandeses y franceses han sometido a la cerámica. El director de las excavaciones de Iruña-Veleia, Eliseo Gil, no duda. "Cuando lo descubrimos, nos quedamos anonadados", admitió el arqueólogo en una atestada presentación de prensa.

Con la pieza había textos del tipo "pater nostrum". Son la prueba de que el cristianismo se extendió pronto por zonas del Imperio incluso lejos de las ciudades costeras, y que se se habían asentado en el País Vasco dos siglos antes de lo que se pensaba. "Son testimonios importantes de una época convulsa, cuando el mundo pagano llegaba a su fin, pero al mismo tiempo se ordenaban las últimas grandes persecuciones contra el cristianismo, que un siglo después fue declarado religión oficial del Imperio Romano", agregó.

En total hay un conjunto epigráfico de 270 grafitis sobre restos de cerámicas y huesos. Esta colección es la que realmente convierte a Veleia-Iruña en una ciudad romana capaz de codearse con las catacumbas romanas, Pompeya (Italia) y Vindolanda (Reino Unido).
 Pero sólo algunas tratan de temas religiosos; las hay también de cultura general (lecciones sobre el poema virgiliano de La Eneida, por ejemplo) o sobre aspectos de la vida cotidiana. Eran pedazos de loza utilizados como «tablillas de apuntes» por niños y adultos de una familia influyente de la época.  Hablan de sus costumbres y de sus métodos de aprendizaje. Incluso hay declaraciones de amor. La variedad de temas cotidianos hacen los restos «únicos en el mundo romano».

El equipo de 16 expertos que dirigen Eliseo Gil e Idoia Filloy se topó con la ostraka -fragmentos de cerámica- en julio de 2005, cuando ampliaban la excavación de la casa Domus Pompeia Valentina. Junto a uno de los patios hallaron una habitación de 57 metros cuadrados sellada por el derrumbe del techo de un piso superior y, por tanto, intacta. Lo que al principio pensaron que era «basura doméstica» pronto se reveló como algo sorprendente.
 Al parecer, los alumnos de la casa tenían un maestro de cultura grecolatina pero de origen egipcio, interesado en la historia antigua egipcia y en sus antiguas divinidades y la escritura jeroglífica, temas de los que algo explicó a sus alumnos en una época en que ya no se escribía en estos signos. Además, con él aprendieron a hacer retratos de sus familiares, a pintar paisajes y escenas cotidianas. ¿Sería también su maestro de cristianismo? 

A medida que se vayan analizando y contextualizando los restos encontrados sin duda serán muchos los hallazgos interesantes.  

 Forum Libertas, 9 de junio de 2006