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Políticamente... conservador

Pamplona bien vale una misa

De todos los reinos cristianos que nacieron como setas para recuperar la España perdida tras la invasión musulmana, el que peor suerte tuvo fue Navarra. Empezó bien y consolidó las posiciones, pero luego se confió, se durmió en los laureles y los vecinos, Castilla y Aragón, le birlaron la merienda. Después de tanto esfuerzo, a principios del siglo XII Navarra se había quedado encajonada en un cuadrilátero entre las Vascongadas y Aragón, entre el Ebro y los Pirineos, sin siquiera una mala salida al mar que echarse a la boca.

Durante el resto de la Edad Media mantuvo lo ganado, que ya de por sí tiene mérito, y se especializó en proporcionar princesas casaderas a todas las casas reales de Europa. Así, en diferentes épocas, Margarita de Navarra se casó con Roger de Sicilia, Berenguela de Navarra con Ricardo de Inglaterra, Inés de Navarra con Gastón de Foix... y Blanca de Navarra, la última de una saga tan numerosa que cuesta seguirla, matrimonió en España; primero con el heredero de la corona de Castilla y luego con el de la de Aragón.  

El primero se llamaba Enrique y era homosexual e impotente; el segundo, Juan, era un caballero en la cama, un lince en la corte y un hacha en la guerra. No es de extrañar que, ya viudo, volviese a casarse con una más joven y engendrase a Fernando el Católico, el gobernante más cuco y maniobrero de cuantos ha tenido España.  

Tanto casorio y tanta actividad venérea con príncipes extranjeros tenía que traer alguna consecuencia. Blanca de Navarra se enamoró perdidamente de su apuesto aragonés. A la muerte de la reina le tocaba heredar al hijo de ambos, Carlos de Viana, pero el padre se negó en redondo y se armó la gorda. El príncipe, reconciliado con el padre y con el perro mundo que le había negado hasta la legítima, murió joven, y la suya pasó a engrosar la lista de historias de la Historia de España que merecen ser contadas.  

Juan recibió la corona de Aragón a la muerte de su hermano y se olvidó de Navarra, donde colocó a una de sus hijas de un modo bastante precario; tanto, que la hija y el padre murieron casi a la vez. Fernando, el heredero de Juan, no podía prestar demasiada atención a lo que pasaba en Navarra y consintió que la corona recayese en un niño de diez años, llamado Francisco Febo, que no tardó mucho en tomar el billete para el otro barrio. Una pena: el desdichado no llegó a cumplir los quince. Su hermana Catalina recogió el relevo y, siguiendo la tradición familiar, se casó con Juan de Albret, un aristócrata del otro lado del Pirineo, muy francés, muy apegado a las costumbres galas, especialmente a las malas.

Como por allí no se llevaba que las mujeres reinasen, hizo como que no se enteraba de que la heredera era Catalina y se coronó como Juan III de Navarra. Juan y Catalina, o Catalina y Juan, fueron los dos últimos reyes de un reino tan viejo como decadente.  

El trajín dinástico era fiel reflejo de la descompuesta Navarra de entonces. Dos partidos se la tenían jurada: los beamonteses y los agramonteses. Los primeros venían del norte, de la montaña, y representaban a la Navarra pastoril y pirenaica, de verdes prados, frondosos bosques y frescos riachuelos. Se llamaban así por Carlos de Beaumont, primo del rey Carlos el Noble. Los segundos eran los hombres del sur, de la ribera del Ebro, de la interminable y feraz huerta, de los señoríos del llano, donde se cultivaba de todo. Debían su nombre a unos terratenientes de la ribera, los Agramunt. Las facciones eran tan irreconciliables que, persuadidos de que nunca se iban a entender, su principal ocupación era poner en el trono a un monarca que les favoreciese. 

El odio africano que se dispensaban hacía que éste fuese utilizado intensamente por los reinos vecinos. Si se quería intervenir en Navarra no había más que congraciarse con uno de los dos bandos.

Tal situación condenó a Navarra a vivir peligrosamente durante un siglo. A sus monarcas, que además tenían el patio revuelto, no les quedaban muchas alternativas: o con Francia o con España, que, por obra y gracia de Fernando el Católico, se habían declarado la enemistad eterna.  

Navarra, sin embargo, no era un objetivo preferente para ninguno de los dos reinos; constituía más bien un estado-tapón entre ambos. Pero los estados-tapón tienen la peculiaridad de que se convierten con relativa frecuencia en estados-pasillo, y si no que se lo digan a los belgas. Esto quitaba el sueño a Fernando y a la corte parisina.

Mientras anduvieron ocupados en las campañas italianas, la obsesión del aragonés era no encontrarse por sorpresa a sus enemigos en Pamplona, en las mismas puertas de Castilla y a un paso de Zaragoza. "He enviado a demandar a los reyes de Navarra que me den la seguridad conveniente de que estarán neutrales", decía, no sin cierta inquietud, antes de embarcarse en la guerra total contra los franceses en Nápoles. Le iba la vida en ello. A Luis XII tampoco le complacía aquel escenario. Fernando era un zorro, y bien podía distraerle por un lado y atacar por otro.

Con todos los bollos metidos en el horno italiano, una invasión española por los Pirineos podía hacerle un roto de dimensiones considerables. Si los españoles eran, además, tan bravos y resueltos como estaban siéndolo en Italia, el mismísimo trono podía bailar bajo su trasero.  

En medio se encontraban los reyes Catalina y Juan de Albret. No podían llevarse mal con ninguno de los dos, aunque el cuerpo les pedía desairar a Fernando, a quien tenían cerca, y pactar una entente más o menos cordial con Luis, de quien, por añadidura, eran vasallos. Una situación tan tensa tenía que reventar por algún lado. Lo hizo, como suelen suceder estas cosas, por el más insospechado. Catalina y Juan decidieron acordar secretamente en Blois el apoyo navarro a Francia en caso de que ésta llegase a las manos con España, cosa que era de esperar en breve, porque Fernando se había embarcado en una nueva Liga Santa con patrocinio papal.  

Uno de los diplomáticos franceses que acudieron a discutir los términos del convenio conoció a una dama navarra de la comitiva real. Se entendieron a la primera, y cuando se encontraban en plena faena el rijoso diplomático se quedó en el sitio de un infarto. La suerte, y algún avisado espía –quizá la misma mujer–, quiso que los documentos que custodiaba el finado en su habitación viajasen hasta Burgos, donde se encontraba Fernando esperando noticias.

Ya es curioso que España, que se había perdido siglos antes por la ligereza de una mujer, se recuperase del todo gracias a los buenos oficios de otra. Esta última, por desgracia, se quedó a medias. Esa era la prueba definitiva.

El Católico no precisaba más para quitarse una incómoda china del zapato. Escribió a Catalina haciéndole partícipe de sus hallazgos. Al negar la reina haber firmado tratado alguno con los franceses, Fernando le pidió tres plazas que avalasen sus palabras: San Juan Pie de Puerto, Malla y Estella. Mientras apretaba las tuercas a su sobrina, negociaba con su yerno, Enrique VIII de Inglaterra, una operación de castigo a los franceses, ofreciéndole Guipúzcoa como base. No quería dejar nada al albur: si Juan de Albret se ponía farruco, dos ejércitos, el inglés y el español, le bajarían los humos de inmediato. La decisión de invadir Navarra estaba ya tomada, pero Fernando, que no daba puntada sin hilo, se buscó la coartada definitiva. Pidió a Catalina permiso para que sus tropas atravesasen el reino camino de Francia.

Catalina dijo que no. Acto seguido, dio orden a Fadrique de Toledo, duque de Alba, que se encontraba acantonado en Salvatierra con unos 15.000 infantes, de avanzar hasta Pamplona. Todo estaba previsto. Los ingleses de Guipúzcoa disuadirían a Luis XII de aventurarse en Navarra. Alfonso de Aragón, por su parte, estaba avisado para intervenir si se presentaban complicaciones en Tudela o en Olite.  

Fue una campaña relámpago, sorprendente por su rapidez y por la escasa resistencia que los soldados, castellanos, alaveses y guipuzcoanos en su mayoría, se encontraron por el camino. Sólo duró cuatro días, los que tardan 15.000 personas en andar los cien kilómetros escasos que separan Salvatierra de Pamplona. El duque, previendo mayores contratiempos, hizo transportar artillería, pólvora y municiones para un largo asedio de la capital. Los pamploneses, sin embargo, no cerraron las puertas ni mostraron intención alguna de resistirse al cambio de los tiempos.

El 25 de julio de 1512 Fadrique hizo su entrada en la ciudad. Quiso la casualidad que fuese el mismo día de Santiago, patrón de España. Los Albret pusieron pies en polvorosa hacia la parte norte del reino, la que quedaba al otro lado de la cordillera, un pequeño apéndice conocido como la Baja Navarra. Allí solicitaron el auxilio de Luis, que armó tres ejércitos para penetrar de nuevo en el reino y arrancárselo de las manos al duque de Alba. Cruzó los Pirineos y se dirigió a Pamplona.  

Esta vez sí hubo asedio, aunque infructuoso: la llegada del invierno obligó a los franceses del mariscal Lautrec a levantar el campamento y regresar por donde habían venido. Cuentan que en los valles del Baztán y el Roncal los lugareños apedrearon al derrotado ejército galo cuando franqueaba los puertos. Aquello de "a enemigo que huye, puente de plata" no lo hemos interiorizado hasta hace bien poco tiempo. 

Para evitar nuevas tentativas, Fernando se personó en Pamplona, y desde allí ofreció una tregua a su archienemigo. Luis, falto de iniciativa y convencido de que los navarros querían compartir el destino de castellanos y aragoneses, se avino a parlamentar. En abril de 1513 ambos monarcas firmaron en Orthez el fin de las hostilidades. Esto, lógicamente, no significaba que Catalina y Juan perdiesen sus derechos sobre el trono: esos sólo podía arrebatárselos el Papa.  La clave de todo estaba ahí, en un despacho del Vaticano. Dos meses antes Julio II había expedido una bula para desposeer de la corona a los Albret. Catalina y Juan fueron, además, excomulgados.

Como lo que dice el Papa va a misa, el 23 de marzo de 1513 las Cortes de Navarra, reunidas para tan magna ocasión en Pamplona, nombraron a Fernando de Trastámara rey de Navarra, con carácter hereditario.

Desde entonces, todos los reyes de Castilla lo han sido, a un tiempo, de Navarra, del mismo modo que sus herederos toman los títulos de Príncipe de Asturias y de Viana. Dos coronas, la de Castilla y la de Navarra; un rey, el de España. Una versión medieval del lema norteamericano: Et pluribus unum 

La anexión de Navarra fue tan legal y legítima como fue posible en algo que acaeció hace casi cinco siglos. Fernando el Católico se comprometió a respetar, mejorar y "no empeorar" los fueros del viejo reino. Ninguno de sus sucesores ha faltado a la palabra dada aquel día de marzo de 1513.  

La actual Comunidad Foral es la última derivación histórica de aquel compromiso. Navarra, y los navarros, se incorporaron de este modo a la singular empresa de España, a cuya historia han contribuido con especial ahínco y convicción. Pamplona, definitivamente, bien valía aquella misa.  

Por Fernando Díaz Villanueva 

Libertad Digital, suplemento Fin de Semana, 24 de junio de 2006

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