Religión y valores
En un libro reciente, el otrora «nuevo filósofo» Fienkelkraut especula, teniendo en cuenta los datos y las tendencias que pueden inferirse de ellos, con la posibilidad de que Europa llegue a ser un continente ateo, el primero de la historia, consistiendo seguramente en lo sucesivo su principal papel histórico universal en exportar el ateísmo a otras culturas o civilizaciones. Aunque improbable, según están las cosas es, ciertamente, una posibilidad. Si esto se relaciona con el actual conflicto más o menos latente con el Islam, ¿qué es, pues, lo que reprocha el Islam a Occidente? Occidente incluye principalmente a este respecto, a la Europa romano-germánica y a Norteamérica. Descartada Norteamérica donde la religión está asentada y no se cuestiona tan radicalmente ni tan públicamente como en Europa, aunque conozca evoluciones y altibajos, el contencioso del Islam con Europa no se refiere propiamente a la religión sino a los valores de la cultura Occidental. En el fondo, paradójicamente, en este momento el Islam reprocha más a Europa su irreligiosidad que el cristianismo que subsiste. Y esto pone al descubierto el problema de los valores, su equivocidad: los valores no tienen que ver necesariamente con la religión, a no ser que se trate de la religión de la humanidad (más extendida, aunque difusamente, de lo que parece) u otra parecida a la inventada por Comte: el genial orate fundador del positivismo, construyó su religión convirtiendo en valores dogmas, creencias y prácticas cristianas católicas. Es decir, redujo la religión a una axiología que hubiera podido ser diferente a no ser por su admiración hacia la Iglesia romana. Durkheim, Weber, Dawson y muchos más pensaban y piensan que toda sociedad constituida tiene un origen religioso, quizá porque la religión es la más fuerte e intemporal de las ideas creencia cuya trama constituye las sociedades. Sin embargo, Europa no se identifica hoy precisamente por sus creencias religiosas, en lo que estaría de acuerdo Finkelkraut, sino por sus valores; y el conjunto práctico de estos valores es lo que detesta actualmente el Islam, que adopta el partido de la religión. Los valores son una cosa extraña, puras racionalizaciones de las ideas creencia de una sociedad o racionalizaciones que operan como creencias, singularmente en las ideologías. Pero a pesar de los esfuerzos de Max Scheler y muchos de sus seguidores por objetivarlos absolutizándolos e identificarlos con conceptos religiosos, son puramente humanos, mundanales, ajenos a la religión: son un producto del proceso de secularización. Max Weber estaba más en lo cierto al incorporar la idea de valor a la sociología, donde tiene un lugar apropiado, incluso principal. El valor es ahí, igual que en la economía, un concepto o herramienta fundamental para «comprender» (verstehen). Pero reducir la religión, cualquier religión auténtica, a valores, aunque puedan tener que ver con ella, es desconocer lo que es y significa la religión, para lo cual no es imprescindible ser creyente o incrédulo. Así, por ejemplo, lo del «humanismo cristiano», una de las aplicaciones de los valores: religión trascendente, el cristianismo (y al menos las demás religiones del libro) ni es un humanismo ni deja de serlo, pues la fe no se reduce a la moral; en realidad, la moral es un aspecto secundario de la religión, si bien bajo el impulso del protestantismo, la Ilustración y otros factores históricos, ha llegado a ser públicamente más importante que la religión misma. Lo que hace, pues, el supuesto humanismo cristiano es aceptar la secularización radical de la fe cristiana, reduciéndola a un asunto de valores, casi una ideología. Esto puede hacerlo legítimamente el sociólogo, pero no parece coherente que lo haga un creyente, por lo menos un creyente que rechaza la idea de las religiones «a la carta», idea en la que la fe, que tampoco es un sentimiento, aparece como ajena a la religión. Es posible que la mezcolanza de religión y valores constituya una de las causas de la indiferencia religiosa y la difusión del ateísmo en Europa.
por Dalmacio NEGRO
La Razón, martes 23 de abril de 2002
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