ESPAÑA ESCINDIDA: LAS DOS CULTURAS
Se habla mucho del peligro de la desintegración política de España pero menos o nada de la efectiva desintegración que se está produciendo en el plano de la cultura y, a la larga, en la sociedad. Dejando aparte las más o menos míticas culturas o subculturas particularistas de las llamadas Comunidades Autónomas, hoy contienden en el suelo hispano dos culturas muy diferentes que obedecen a cosmovisiones muy distintas.
La primera Restauración fue sobre todo un hecho político, sin pretensiones directamente culturales, dando por supuesta la cultura española como trasfondo, aunque se plantease la cuestión de su mayor o menor europeismo. Y prácticamente lo mismo se puede decir de la República, que fue una conclusión lógica de aquella, como subrayara agudamente en su momento Emiliano Aguado, y de la Dictadura de Franco, aunque en ambos momentos emergiesen con vigor nuevas tendencias ideológicas. En cambio, de la segunda Restauración se puede decir ya que es quizá más que un hecho político, puesto que políticamente es una continuación –ciertamente una transición, tal como se dice- de la Dictadura que la previó, la preparó y la hizo posible, una suerte de hecho cultural, o más exactamente, ideológico con la voluntad de ser una revolución cultural, como si la cultura española fuera una rémora. Revolución cultural que pretende ser europeizadora y, en este sentido, antinacional.
Si políticamente lo del Estado de las Autonomías de esta Restauración, más que una innovación es en la práctica, por sus resultados, una regresión, puesto que es una realidad que no ha agotado sus posibilidades, seguramente es pronto para afirmarlo. De lo que no cabe duda es que como innovación, que, por cierto, no dejó de prever la Dictadura anterior sin atreverse o decidirse a ejecutarla, ha sido, desde luego, mal planteada por ingenuidad, ignorancia, exceso de confianza, la necesidad de buscar apoyos al hecho mismo de la Restauración monárquica –el divide y vencerás y la concesión de privilegios a los nacionalismos más radicales-, la mala calidad de la clase política o la concurrencia de todos esos factores. Lo que sí se puede afirmar es que, en todo caso se trata de una reforma incompleta, de la que han surgido empero nuevos poderes públicos centralizadores: una auténtica descentralización debiera empezar por la de la vida municipal como pensaba Antonio Maura, que no pudo llevarla a cabo (quizá debiera ser también comarcal). Pero resulta evidente que de descentralización municipal no hay prácticamente nada y que a ella se opondría seguramente el cortejo de intereses creados de las distintas Autonomías, cada una de las cuáles aspira a ser también culturalmente autónoma. ¿Qué sería, por ejemplo, del poder político de la Generalitat catalana si se implantase allí una auténtica descentralización municipal? ¿Hubiese pasado lo que está pasando en Vascongadas si se hubiera implantado a su debido tiempo? Etc.
Dejando aparte el aspecto político, es evidente en cambio lo que ocurre en el ámbito cultural: en España está teniendo lugar esa especie de revolución cultural que la tiene ya escindida y casi fracturada en dos culturas, la que se podría llamar tópicamente la cultura de la España real y la cultura supuestamente europeizadora de la España oficial. La cultura de la España real carga con el sambenito de que es, más o menos, la de la Dictadura de Franco, simplemente porque, dígase lo que se quiera, aunque hubiese traumas indiscutibles no hubo un corte de la tradición cultural autóctona ni se intentó imponer una cultura nueva, aunque sí hubo europeización en el sentido de formar una sociedad de clases medias e industrial y modernizadora en lo económico. Sólo hubo un corte político y acaso, pero relativamente, ideológico, en tanto el régimen hizo de la cultura nacional, o de aspectos relevantes de ella una ideología, pues, inevitablemente destacó ciertos elementos tradicionales y hubo una cierta oposición, en algunos momentos o aspectos excesiva, a las innovaciones culturales. El caso es que no hubo un intento de subvertir la cultura propiamente española, sino, al contrario, de afirmarla (podría decirse lo mismo de la República en su corta vida). Sin entrar en precisiones, pues no es este el lugar, el sambenito se lo pone polémicamente la nueva cultura, por decirlo así, que aparece como propia de la segunda Restauración con el propósito de producir la revolución cultural. Pues esta cultura no es aquella parte de la cultura autóctona más o menos abandonada o postergada por la Dictadura salvo acaso en aspectos nimios, sino una cultura directamente ideológica y radicalmente innovadora con el propósito de sustituir la cultura tradicional o nacional. Algo así como una nueva Ilustración pero, ciertamente, muy alejada de los auténticos valores e ideales ilustrados y de la presunta europeización.
Esta cultura, gracias al poder del Estado, que cada vez más se entremete en todo y de la extensa sociedad política que ha suscitado la Restauración, lo que le da el aspecto de revolución cultural, se contrapone, como es obvio, a la cultura autóctona, reduciendo prácticamente todo lo tradicional a la lengua, tanto al castellano como a los otros idiomas peninsulares, que entran así en conflicto, planteando la posibilidad de una lucha por la cultura que probablemente nunca se dio en España con caracteres tan agudos. Pues se trata de una cultura cuya finalidad consiste en expulsar a la nacional, como si esta última no fuese europea, sin considerar la posibilidad de asimilarla al considerarla retrógrada y nefasta, causa de todos los males políticos. ¿Y en qué consiste esta cultura o revolución cultural?
En términos generales pretende ser la cultura de la modernidad y de la Ilustración. Ahora bien, es un mito que España estuviese ausente de la modernidad a la que contribuyó poderosamente y que en España no existiese Ilustración. Se confunde con frecuencia el mal gobierno con la animadversión o indiferencia a la cultura o el desfase cultural. Y es indiscutible que en España estuvieron bien presentes todas las tendencias modernas, sobre todo desde la guerra de Independencia, incluyendo las más refractarias a la cultura nacional, que precisamente por eso no tuvieron demasiado éxito. Y ahora son justamente estas supuestas tendencias modernas las que se pretende imponer frente a la cultura que se podría llamar tradicional siempre que no se tome esta palabra en el sentido muy concreto de tradicionalismo, como mero conservadorismo, sino como cultura nacional, cultura viva.
Es decir, la nueva cultura de esta segunda Restauración aspira a sustituir mediante la presión política -la politización-, la cultura que puede considerarse nacional, por lo que no es raro, dicho sea de paso, que esta cultura se refugie en un confuso y arbitrario nacionalismo radical justamente en las regiones más tradicionales, aun a costa de mezclarse con mitologías nacionalistas e incluso con ideologías tan extrañas a ella como el marxismo.
La cultura de los nuevos ilustrados, que en su mayoría no lo son tanto –decía Canalejas que «España es pródiga en analfabetos primarios y secundarios»-, consiste principalmente en importar todos los tópicos de determinadas tendencias de la modernidad y la Ilustración que han adquirido fuerza en Europa gracias entre otras cosas a las ideologías, que han vulgarizado el modo de pensamiento ideológico, y la revolución cultural de 1968 –siete años antes del comienzo de la transición de la Dictadura de Franco a la nueva Restauración-, y que no son propiamente ilustradas sino en gran parte antieuropeas, de origen nihilista, del nihilismo que comenzó a emponzoñar la Intelligentzia europea a finales del siglo XIX y que consolidó y relanzó con fuerza la revolución bolchevique de 1917.
Envuelta en el ropaje y los conceptos ilustrados, entre sus características principales destacan tres: la secularización, la modernización y la democratización.
La secularización se ha convertido para el modo de pensamiento ideológico «progresista», en una obsesión maniática, como si secularización y modernización fueran de la mano. Ni en Japón o en Norteamérica, por poner dos ejemplos, ha ocurrido así. Ahora bien, la generosidad del intento no es tanta: detrás está la idea de utilizar el cambio cultural para consolidar la dominación política. En efecto, no se trata tanto de imponer una nueva cultura por considerarla superior cuanto de utilizarla ideológicamente como instrumento de poder. Pues, la importancia que se le atribuye a la secularización tiene que ver con el hecho de que la cultura tradicional es en España de raíz muy hondamente religiosa. También lo es la cultura tradicional europea, pero aquí, como es sabido, el catolicismo no sólo ha sido un lazo social sino que ha hecho de lazo político, por decirlo así a falta de otro. De ahí la extraordinaria importancia política de la Iglesia, que puede parecer excesiva en comparación con otros lugares donde la estatalidad ha hecho de vínculo, mientras aquí el Estado ha sido prácticamente inexistente o casi no ha existido. En puridad, en España, como se vio en la guerra de la Independencia, no llegó a existir el Estado igual que en Francia o en otros lugares, aunque cronológica y cualitativamente el primer gran Estado europeo haya sido el de los Reyes Católicos. El primer intento serio de construir un Estado a la altura de los tiempos no tuvo lugar hasta Cánovas del Castillo quien, sin embargo, no pudo, no quiso o no supo nacionalizarlo. Quien lo nacionalizó enraizándolo en la Nación, fue el régimen de Franco, aunque es de advertir que en España el nacionalismo, también el franquista, fue siempre muy débil como lazo político, justamente por su vinculación a la religión.
La secularización ha conseguido ya, al menos de momento, dañar gravemente a la religión como religión y como lazo histórico de unidad nacional y aislar a la Iglesia sustrayéndole su natural autoridad, si bien hay que reconocer a este respecto que el elemento eclesiástico ha colaborado tan gustosamente como a ciegas en el propósito secularizador, lo que ha sembrado la mayor confusión. Un resultado, aparte de la debilitación de la conciencia religiosa ha sido la desorientación de los españoles en relación con el sentido de la nación, reducida a la idea de un territorio, al quedar como único lazo político el Estado, pero un Estado muy debilitado por las Autonomías, que a su vez hacen la función de lazo político en sus respectivos territorios. Gran parte de las nuevas generaciones ya vive sin conciencia religiosa y sin conciencia nacional. En este aspecto, la revolución cultural, más nihilista que ilustrada, ha triunfado al menos parcialmente.
Otro concepto de la ideología cultural dominante es la modernización. Uno de los mitos más extendidos es que la modernidad y la Ilustración son enemigos tanto de la religión como de los sentimientos de nacionalidad y de patria. En realidad, esto es peculiar sólo de una parte de lo que se llaman Ilustración y modernidad, aquella que fue recogida y divulgada por el pensamiento ideológico ligado a la ideología de la emancipación, que surgió ciertamente en el siglo XVIII y es la madre de todas las auténticas ideologías. La modernización incluye muchas cosas, algunas tan importantes y decisivas como la ciencia y la técnica, plenamente incorporadas bajo el régimen franquista; pero no se puede demostrar que como tal sea enemiga de las sociedades según han sido configuradas por la historia. Por lo menos en el caso de las sociedades cristianas o cristianizadas. Ahora bien, lo que la cultura imperante, que se quiere imponer con todo el poder del Estado y de los medios de que dispone la sociedad política, muy principalmente los medios de comunicación, es en realidad y grosso modo la mencionada cultura nihilista de la postmodernidad en sus aspectos más destructivos; como, por ejemplo, su pretensión de sustituir lo natural, los sentimientos naturales por lo «normal» en el sentido pretendidamente neutro del nihilismo que ha invadido la cultura europea. De modo que lo que la cultura peculiar impulsada por la segunda Restauración como «europeización» ha conseguido instalar en el seno de la sociedad española es el nihilismo. De ahí el continuo ataque a la memoria histórica y su sistemática tergiversación.
El tercer elemento a destacar en estas apretadas consideraciones de la revolución cultural, es la democratización, como corolario y fin de la secularización y la modernización. A la verdad, la palabra democracia es hoy una de las más ambiguas. Para evitar equívocos, Hayek ya propuso hace años sustituirla por demarchía, vocablo no muy afortunado y que efectivamente no ha hecho fortuna. En realidad, otros antes que él, pero sobre todo Tocqueville, el gran filósofo de la democracia, habían expresado su temor de que, en Europa, tomase aquella un camino contrario a su verdadero sentido y, en efecto, parece haber sucedido así en toda Europa y en España muy en particular. Ortega, crítico de la «democracia morbosa», compartía las reservas de Tocqueville. Y cada vez son más, a la vista de la evolución de la cosa, los que las comparten. El hecho es que la palabra ha adquirido en España, como sinónima del igualitarismo más radical, el del nihilista todo da igual, una especie de connotación religiosa, empleándose sin ton ni son en este sentido. Es decir, ha devenido una especie de antirreligión como la caracterizó el argentino Stan Popescu, o más bien la religión del nihilismo que compite con la tradicional para ocupar su lugar. Decir de alguien que es demócrata es como calificarle en otros tiempos de cristiano viejo y decir que no es demócrata supone condenarle a todas las penas del infierno. En realidad, dado que los tiempos son democráticos, la palabra democracia constituye una de las grandes coartadas del nihilismo: todo vale y es aceptable si se es demócrata pues la democracia nihilista justifica todo. La política correcta es la manifestación del fanatismo de la religión democrática.
En suma, el mito de las dos Españas que se dice políticamente superado se plantea hoy con agudeza como la realidad de la oposición radical entre dos culturas: la innovadora y renovadora, supuestamente «progresista», y la nacional tradicional, descalificada automáticamente por retrógrada, antimoderna y antieuropea.
Por Dalmacio Negro
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