La libertad en el orden
Pocos libros como On ordered liberty, de Samuel Gregg, ofrecen una síntesis tan fiel de lo que piensa una parte relevante del mundo conservador norteamericano.
En este libro, Sam Gregg, Director académico del Instituto Acton, explica los fundamentos que deben guiar la construcción de un orden social libre. A primera vista, parecería que constituye una defensa del liberalismo clásico, y -de hecho- hay momentos en que así lo presenta el propio autor. No obstante, salvo por unos detalles en el último capítulo, en realidad el libro es un tratado de los principios de la civilización occidental, tal y como son defendidos por la escuela conservadora anglosajona.
Así, el libro comienza con una cita de Burke y otra de Péguy. La cita de Burke constituye una justificación de la autoridad, necesaria para el mantenimiento de la sociedad. La de Péguy dice que sólo en el orden es posible la libertad, mientas que el desorden conduce a la servidumbre. El tono, pues, se aleja del liberalismo desde el comienzo.
En el prefacio, que de nuevo comienza con una cita de Burke ("La única libertad posible es la que se enmarca en el orden, aquella que no sólo existe junto al orden y la virtud, sino que sin ellos no puede subsistir"), Gregg presenta el libro, justificando por qué, al hablar de una sociedad libre, es preciso comenzar precisando qué se entiende por libertad, la afirmación voluntaria del bien o el mero arbitrio individual desligado de la realidad, y cómo este debate marca la situación contemporánea en Occidente. Asimismo, Gregg justifica la legitimidad de los creyentes (específicamente los católicos) para contribuir a este debate público sobre el futuro de nuestra sociedad.
En el primer capítulo, “The case for liberty”, aborda la definición de libertad. ¿A qué nos estamos refiriendo al hablar de libertad? Aunque comienza con Hayek o Mill, subrayando la importancia del libre albedrío y la posibilidad de elegir, pronto pasa a inclinar la balanza en aquello que es elegido. Siguiendo a Finnis (en cierto modo, un neotomista), defiende la libertad en el sentido clásico, como adhesión voluntaria al bien. Las huellas de Aristóteles son, así, evidentes.
En el capítulo segundo, “Contra ratio: John Stuart Mill”, hace una crítica de los planteamientos utilitaristas que subyacen en muchos de los autores liberales clásicos. No sólo critica al propio Mill, o a Hume o Bentham, sino que también critica los razonamientos morales de Hayek, o de los liberales contemporáneos estilo Rawls. Gregg subraya cómo los planteamientos utilitaristas impiden un juicio razonable en materia moral, pues al final todo queda en estimaciones subjetivas, basadas en sentimientos o en intereses particulares.
El tercer capítulo, “The drama of human freedom”, comienza con una defensa de la libertad, de la posibilidad de elegir sin estar sometido a coacción. Es interesante destacar cómo para Gregg esta coacción puede venir, también, del escepticismo (la dictadura del relativismo denunciada por el entonces cardenal Ratzinger en la Missa Eligendo Pontifice. De nuevo aquí vuelve a la tradición clásica cristiana-occidental: relación entre razón y voluntad, conocimiento del bien para mover la voluntad en la elección, etc. Samuel Gregg presenta esta tradición tal y como la ha reformulado la escuela de John Finnis, German Grisez y Robert P. George. El pleno desarrollo humano requiere de la adquisición y participación en bienes humanos fundamentales (vida, religión, amistad, etc.), constituyendo la verdadera libertad la elección de estos bienes. Por otro lado, estos bienes se nos presentan como razones para la acción: una acción es razonable (y por tanto está justificada) cuando va dirigida a alcanzar alguno de estos bienes básicos, aun cuando las pasiones impulsen a perseguir algo distinto.
La convicción de que el pleno desarrollo humano sólo es posible en una comunidad política ordenada es la idea central del capítulo cuarto, “Law and Liberty”. En él, aborda la relación entre la libertad y el orden jurídico-político. Aun cuando lo propio del liberalismo clásico es considerar la ley como una limitación de la libertad, para Gregg el orden jurídico permite el florecimiento de la libertad. No sólo porque las leyes permitan coordinar las acciones de los diversos individuos que componen la sociedad, sino también por el valor pedagógico de la norma, que muestra aquellos bienes humanos que merecen la pena ser perseguidos. La ley, en opinión de Gregg, puede legítimamente cuidar de la “ecología moral” de las sociedades, lo que quiere decir prohibir comportamientos contrarios a la recta razón por medio del “paternalismo legal”. Obviamente, queda a la prudencia política del gobernante el señalar cuáles de los comportamientos inmorales deben ser prohibidos, atendiendo a las circunstancias concretas.
En el capítulo quinto, “Whither the State?”, siguiendo a santo Tomás de Aquino, aborda la cuestión de la comunidad política y su fin específico, que es la tutela del bien común. Si bien el modo de concretarse esta tutela es cuestión prudencial, Gregg defiende los logros del constitucionalismo anglosajón: imperio del derecho, gobierno limitado, protección de los derechos individuales, etc. Es interesante cómo relaciona los derechos individuales con el bien, negando expresamente que exista derecho a realizar el mal moral, en línea con la nueva escuela de derecho natural de Finnis y George.
De especial interés es el capítulo sexto, “Little platoons”, cuyo eje central está constituido por la reflexión acerca de cómo proteger la libertad en la democracia. Tanto la pasión por la igualdad como la tiranía de la mayoría pueden llevar a los regímenes democráticos a acabar con la libertad, como ha sucedido en numerosas ocasiones a lo largo de la historia. Para evitarlo, más que edificar un régimen no democrático, lo que propone el autor es revitalizar los cuerpos intermedios, de forma que en ellos el individuo esté protegido frente al Estado. Es sorprendente cómo al hilo de estas reflexiones reconoce que en Francia la libertad disminuyó después de la Revolución francesa, precisamente por la destrucción del orden corporativo por el individualismo revolucionario.
Como he indicado anteriormente, Samuel Gregg es Director de Estudios de un think tank. Por tanto, su quehacer está orientado a la acción. De aquí la importancia que concede a la cuestión de la participación de los católicos en las democracias pluralistas. Cuestión que desarrolla en el último capítulo del libro, “Reflections of a Catholic Whig”. En el mismo, Gregg intenta salir de la alternativa liberal/conservador, y por eso elige la expresión “whig”. A su juicio, los católicos tienen que estar en un mundo en que ha triunfado la modernidad, por lo que no pueden vivir añorando el mundo previo a 1789. Además, hay elementos de la modernidad que Gregg considera positivos, como son el constitucionalismo, la separación de poderes, la libertad de empresa, etc. Pero si no es posible vivir del recuerdo del Antiguo Régimen, tampoco tiene sentido una aceptación acrítica de la modernidad, pues ésta ha estado cuajada de elementos anticristianos.
No es el momento de entrar a juzgar esta propuesta de Gregg, ni tampoco de subrayar los posibles matices que pueden formularse al libro en su conjunto. Baste subrayar que en este libro el lector puede encontrar una síntesis del entendimiento y defensa que de la civilización occidental hace buena parte del mundo conservador norteamericano.
Publicado en American Review por Pablo Nuevo López
American Review, 04-04-2006
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