El silencioso suicidio de Europa
Es curioso cómo los cronistas de todas las épocas logran casi unánimemente pasar por alto la noticia más importante, el dato definitorio y clave de sus civilizaciones mientras se excitan y alborotan con lo inmediato y pasajero. Los cronistas de nuestra época somos los periodistas, y también dejamos para páginas interiores la noticia de portada de hoy: Europa tiene los días contados porque no tiene hijos. La aritmética es tan sencilla que está al alcance de un alumno de la ESO, es sólo sumar. O, más bien, restar. Buena parte de lo que venimos llamando vagamente Occidente no sobrevivirá a este siglo, y lo más significativo y reconocible de muchos de los países europeos desaparecerá en vida de algunos de los que nos leen. El reto es tan grave como urgente, literalmente, cuestión de vida o muerte. Y si la esterilidad de Europa ya sería nefasta en cualquier caso, la estructura de los Estados de bienestar sobre la que está construida nuestra moderna civilización promete convertirla en una catástrofe. En pocas palabras, el fallo de origen del moderno Estado laico de bienestar es que exige una tasa de natalidad para sostenerse que sólo se observa en sociedades religiosas. Con independencia de que se tenga o no fe, es un dato de la experiencia inmediata que lo que prevé para el hombre el cristianismo -o, si se prefiere, casi cualquier religión existente- da a la civilización más futuro y más probabilidades de supervivencia que el racionalismo poscristiano. Como informamos en este mismo número y según datos del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales (MTSA, 2005), la Seguridad Social entrará en déficit en 2015, fecha que anticipa a 2011 el Instituto de Estudios Fiscales. El fondo de previsión constituido, que en la actualidad se acerca a los 27.000 millones de euros, compensará el déficit unos años, hasta 2020 aproximadamente. Con el actual sistema de reparto, por el que los trabajadores de hoy pagan las pensiones de los jubilados de hoy, el modelo entero se basa en una pirámide de población con una amplia base, es decir, en que la población activa sea siempre sustancialmente más numerosa que la pasiva, justo lo contrario de lo que va a pasar dentro de no muchos años. La inmigración, el parche urgente al que están recurriendo todos los países europeos, no está exenta de riesgos sociales y culturales, algunos de los cuales ya se adivinan; no sólo es una amenaza evidente a la cohesión cultural y a la identidad histórica de los países de Occidente cuando se produce en contingentes demasiado numerosos para lograr su integración y evitar la formación de guetos; es, además, una solución a corto plazo, ya que el virus maltusiano acabaría inoculándose fatalmente en los nuevos europeos de no producirse una regeneración moral y un vigoroso golpe de timón. En el centro de todo este desafío está la familia, cuyo destino determina ineludiblemente el destino de nuestra civilización toda. Y las noticias no son buenas. Lejos de aplicarse políticas que afiancen la familia, que estimulen la natalidad y alivien las cargas de quienes construyen los europeos del futuro, los Gobiernos occidentales se obstinan en desanimar el compromiso, la unión familiar y el natural deseo de hijos, en una verdadera cultura de la muerte.
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