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Políticamente... conservador

Gays y de derechas (y2)

 A mediados de los 90, y en el propio movimiento gay, empezaron a surgir las voces que lanzarían una propuesta que entonces pareció descabellada: el matrimonio gay. Para estos militantes, como el escritor y bloguero Andrew Sullivan, el matrimonio entre personas del mismo sexo ofrecía una solución al callejón sin salida en que se había metido el movimiento gay, con su doble reivindicación de una ética de la abstención y una masiva intervención del Gobierno sin fundamentos morales que la sustentaran.

 

Con el matrimonio gay se trataba, al mismo tiempo, de normalizar la homosexualidad, encauzar institucionalmente las relaciones amorosas entre homosexuales –merecedoras del mismo tratamiento que las heterosexuales– y crear pautas de conducta que evitaran a las futuras generaciones los desastres que había vivido su propia generación. La respuesta más virulenta vino del propio movimiento gay. 

Cuando Andrew Sullivan promocionaba su libro a favor del matrimonio gay, a mediados de los 90, no era raro que grupos homosexuales radicales –Sullivan recuerda uno llamado Sexual Avengers, algo así como "Las Lesbianas Vengadoras"– lo acogieran como a un reaccionario. La propuesta de Sullivan, que se consideraba y se sigue considerando un hombre de derechas –aunque no toda la derecha esté de acuerdo con él–, tenía un componente fuertemente conservador.

Para él, se trataba de ampliar y consolidar la familia, no de destruirla. Sullivan no ha cambiado su posición desde entonces. Sí lo ha hecho, y mucho, el movimiento homosexual, que pasó de considerar la propuesta del matrimonio gay una extravagancia, o una aberración ultraconservadora, a asumirla como la punta de lanza de sus propuestas. El cambio se ha producido, curiosamente, sin abdicar de sus pretensiones radicales. 

El movimiento gay sigue empeñado en considerar a los homosexuales uno de los sustitutos del proletariado desvanecido. Los homosexuales vendrían a ser el sujeto de un proceso revolucionario del que los militantes atrincherados en los departamentos universitarios de humanidades, literatura y estudios culturales constituyen la nueva vanguardia. 

La contraofensiva ha procedido de ensayistas y escritores abiertamente homosexuales, como Camille Paglia, Tammy Bruce y Jonathan Rauch. Algunos de ellos, como Rauch, se han declarado favorables al matrimonio entre personas del mismo sexo. Pero ninguno se ha resignado a ver la condición homosexual manipulada por nostálgicos, izquierdistas y aspirantes a vivir de subvenciones gubernamentales, como ha ocurrido con el movimiento gay español, puesto al servicio de un proyecto político tan repugnante como el socialismo zapaterista. 

A estas alturas ya no se sabe muy bien para qué reivindican la familia los movimientos militantes progresistas gays: si es para destruirla, como decían en los años 80, o para cambiar la sociedad. Lo que es seguro es que la reivindicación ha concentrado prácticamente todo el esfuerzo del movimiento gay, que no va a renunciar a algo que sabe que no va a poder conseguir.

De ahí los problemas de los demócratas con unos militantes con los que sienten cierta afinidad pero que les piden algo que ni les puede negar con claridad ni les pueden conceder con naturalidad. 

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En la derecha, en cambio, la propuesta de matrimonio gay ha suscitado múltiples reacciones. 

Está la oposición frontal articulada en múltiples movimientos, como el Family Research Council y Concerned Women for America, con la activista Phyllis Schlafly a la cabeza.

También está la oposición intelectual, como la que expresó el profesor James Q. Wilson en su ensayo "Contra el matrimonio homosexual", publicado tempranamente, en 1996, en la revista "neocon" Commentary. La veta tradicionalmente libertaria de una parte de la derecha norteamericana –la representada, por ejemplo, en los trabajos del Cato Institute–, postula que el Gobierno debe permanecer neutral ante lo que considera un asunto estrictamente privado, el del matrimonio. 

En el propio Partido Republicano hay pequeños grupos, como el Log Cabin Republicans, que han hecho suya la argumentación conservadora a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo. No tienen gran influencia, pero existen y han alcanzado, como es natural, dada su condición de "gays de derechas", una cierta visibilidad.

También hay foros de debate y discusión en la red, como el Independent Gay Forum, y el blog Gay Patriot, donde se enfoca la condición homosexual desde puntos de vista liberal conservadores, frente a cualquier pretensión radical progresista. 

Pero quizás más importante que el debate intelectual, incluso que el político, sea que la derecha norteamericana, como el conjunto del país, ha tenido que enfrentarse a la realidad de una homosexualidad cada vez más integrada y menos politizada. En los últimos años se ha esfumado la posible construcción de una identidad homosexual.

Los siempre precarios intentos de elaborar una "cultura gay" que diera contenido a la supuesta identidad homosexual se han venido abajo, pulverizados en la trivialidad. No se construye una identidad cultural con música de discoteca, películas de serie B y héroes sacados de las series de televisión, cuando no del cine pornográfico. No se puede reivindicar la promiscuidad sexual como un espacio de libertad al tiempo que se exige el matrimonio como un derecho inalienable de la persona. Ni se reconstruye y compensa el supuesto martirio secular del "colectivo" homosexual a base de grotescos desfiles de carnaval como los que celebran en el llamado "Día del Orgullo Gay".  

El éxito de una película como Brokeback Mountain, que cuenta una clásica historia de amor –pero entre dos cowboys en las montañas de Wyoming– demuestra hasta qué punto la homosexualidad está dejando de ser una seña de identidad para convertirse en un elemento de la personalidad individual, integrado en una sociedad que se esfuerza seriamente por asimilar la pluralidad de las formas de vida. 

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Cuando el Tribunal Supremo dictó la sentencia de Lawrence vs Texas, en 2003, una de las reacciones más explosivas provino del senador republicano Rick Santorum, uno de los líderes del partido en el Congreso. Santorum, hombre siempre polémico, declaró que, si el Supremo respaldaba el derecho a la vida privada hasta el punto de admitir las prácticas homosexuales, quedaría legalizado cualquier otro acto sexual, incluidas las peores aberraciones. 

Rick Santorum sabía que se estaba exponiendo a una polémica despiadada. Y, como suele ser común en este terreno, la discusión acabó en el terreno privado cuando su director de comunicación, Robert Traynham, tuvo que reconocer su condición homosexual, presionado por los rumores que habían empezado a circular. Santorum publicó un comunicado de apoyo, atento y respetuoso. No negaba sus convicciones morales y políticas acerca de la homosexualidad, pero estaba claro que la ideología se había venido abajo ante la realidad individual. 

Otro tanto ha ocurrido en las familias de Phyllis Schlafly y el vicepresidente Dick Cheney. Phyllis Schlafly respaldó a su hijo John cuando la revista militante Queer World hizo pública la condición homosexual de éste sin su consentimiento. Mary Cheney, la hija del vicepresidente de Bush, es reconocidamente homosexual, y, aunque ha ayudado a su padre en sus campañas políticas, no quiso nunca adoptar un perfil público muy visible.

Lo obtuvo a pesar suyo cuando, en plena campaña para las presidenciales de 2004, John Kerry, el candidato demócrata, sacó a relucir el asunto en la televisión.  

En el tercer y último debate presidencial, el moderador preguntó al presidente Bush si pensaba que la homosexualidad era una opción o una condición sobre la que el individuo no tiene ninguna capacidad de acción. Bush contestó que no lo sabía. Luego, como era de esperar, siguió hablando del matrimonio entre personas del mismo sexo, un asunto que centró una parte no del todo desdeñable de la campaña.  

Bush habló de respeto y tolerancia, pero también de defensa del matrimonio, que es, dijo, un hecho que concierne obligadamente a un hombre y a una mujer, sin que eso tenga nada que ver el respeto que le merece la condición, o la opción, sexual de cada uno. Más adelante, Bush respaldaría la legalización de las parejas de hecho. Siguiendo con el debate, explicó su propuesta de enmienda constitucional contra el matrimonio. No estaba encaminada, dijo, a interferir en la legislación de los Estados, sino a impedir que unos jueces cambien por su cuenta la naturaleza de lo que la mayoría de los norteamericanos piensan que es el matrimonio. 

En su turno, Kerry explicó que para él la homosexualidad no es una opción, sino una condición. Lo había podido comprobar, según dijo, por conocidos suyos que había intentado luchar contra "aquello" y no había podido. Expresó luego su negativa al matrimonio entre personas del mismo sexo, un rechazo que formaba parte de su programa electoral. Tuvo que explicar, para aclarar bien las cosas, que eso no suponía voluntad de discriminación alguna…

Total, que entre la lucha contra la homosexualidad y su no pero sí a la equiparación de las parejas de distinto y del mismo sexo, Kerry se empezaba a empantanar. Y fue en ese momento cuando sacó a colación la homosexualidad de la hija del vicepresidente Dick Cheney. El comentario, de tono melifluo, fue comprendido como lo que era: una intromisión en un asunto de orden privado que concierne sólo a la persona afectada (abiertamente homosexual, recuérdese). Es probable que perjudicara a John Kerry, que escenificó, tal vez a pesar suyo, la mala conciencia y la escasa consistencia moral de una posición progresista que se ha dejado encerrar en la voluntad de manipulación política de un asunto que los individuos y el conjunto de la sociedad han incorporado a la vida cotidiana más deprisa que los ideólogos y los militantes. 

Un sondeo de la CNN calculó que en las últimas elecciones presidenciales un 23 por ciento de los votantes que se declararon gays votaron a George W. Bush. El mismo porcentaje que en las elecciones de 2000. 

Por José María Marco 

Libertad Digital, 20 de junio de 2006

Suplemento Exteriores 

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