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El Señor de los Anillos en Elsemanaldigital.com (2001 - 2002 – 2003). Parte I.

El Señor de los Anillos en Elsemanaldigital.com (2001 - 2002 – 2003). Parte I.

Fernando Alonso Barahona, Eduardo Arroyo, Alonso Calatrava, Juan Garcilaso De la Vega, José Javier Esparza, Tirso Lacalle, Jesús Laínz, Íñigo Mugueta, Francisco Olmedo, David Fontaneda, Jaime Fontaneda, Eduardo Segura y Pascual Tamburri

El Señor de los Anillos

Ser periodista en España es un oficio arriesgado. Entre otras cosas, porque los jóvenes licenciados salen de las Facultades navegando en un océano de conocimientos con un dedo de profundidad, autorizados para opinar sobre todo y demasiado a menudo ignorando hechos básicos. Por ejemplo, en materia de cultura.

Así, la prensa ha dedicado páginas, tiempo y atención al llamado “fenómeno Harry Potter”, a partir de la proyección de una película basada en los relatos protagonizados por este personaje de la literatura infantil. No está mal. Pero a continuación, ante el estreno de la primera parte de la trilogía basada en El Señor de los Anillos, se ha suscitado la polémica, la comparación y una artificial rivalidad entre ambos filmes, a mayor gloria y beneficio, por cierto, de la Warner Bros.

Pero no es aceptable que los señores de la prensa ignoren hechos básicos. Guste o no guste, la obra de J.R.R. Tolkien es un trabajo de literatura mayor, del género epopeya, con el propósito declarado de una reelaboración mítica paneuropea y la voluntad manifiesta de transmitir valores permanentes en un contexto épico, siquiera imaginario. El niño de Rowling es, en efecto, un niño, el protagonista de unos cuentos simpáticos e inofensivos, y nada más. Cosas de cultura general.

Si hace falta alguna prueba, la tendremos en unos años. Así como Harry Potter pasará a ser un producto comercial caducado, tanto en versión impresa como rodada, Frodo Bolsón puede convertirse en el símbolo de una generación. En todo caso, ni la película ni el libro, que aquí se contemplan desde diferentes puntos de vista, complementarios y hasta contradictorios, pasarán fácilmente al olvido. Ojalá que la prensa, con sus evitables simplificaciones, y los intereses comerciales, con sus decisiones arbitrarias, como la escasísima distribución del filme en versión original, no corrompan el soplo de aire fresco que El Señor de los Anillos ha traído a la cultura europea.


El Señor de los Anillos. I. La Comunidad del Anillo.

Después de veinte años como lector de El Señor de los Anillos y admirador de John Ronald Reulen Tolkien, he asistido al estreno de una película que deseo ver desde la infancia. La monumental trilogía tiene, por fin, una representación cinematográfica proporcional a su importancia sociológica y a su valor literario; quedan atrás muchas dudas y el muy lamentable intento de Bashki y Zaentz, que, completamente ajeno al sentido y al contenido de la obra tolkeniana, es preferible olvidar para siempre.

Dos malentendidos lastran aún la imagen del profesor Tolkien. Muchos bienpensantes siguen creyendo y afirmando que se trata de una literatura menor, destinada al público infantil y juvenil. Por otro lado, con alguna mayor generosidad pero no menor imprecisión, se acepta su entidad artística pero se ignora completamente su dimensión espiritual, “mítica”. La divulgación inevitable que seguirá a esta película debe tener en cuenta, en cambio, que John Tolkien fue un docto medievalista oxoniense, filólogo de oficio y de vocación, editor del Beowulf, experto mundial en la cultura de los primitivos pueblos germánicos; su obra literaria, paralela a su obra científica, es de gran calado, y no sólo revela una maestría ejemplar del inglés, sino un indiscutible brillo artístico.

Más importante aún: Tolkien, con su obra, quiso expresamente rebelarse contra el sistema de valores materialistas y productivistas del mundo moderno. A diferencia de otros “mundos secundarios” literarios, y de gran parte de la inmensa literatura medieval-fantástica, la Tierra Media es la contrafigura de la Europa premoderna como pudo ser, si no geográficamente sí en cuanto a los grandes principios enfrentados. No es lícito hablar en este caso de literatura de evasión, sino de literatura de combate. El ciclo del Anillo trata de reflejar la lucha entre dos mundos antitéticos, que no se asemeja a ninguno de los conflictos del siglo XX sino, más bien, a la crisis del mundo europeo occidental que está culminando en el siglo XXI.

Cuando una película se inspira en una gran obra literaria hay que preguntarse tanto por el rigor de la adaptación como por la calidad de la película en sí misma. En este caso, no quedarán satisfechos los eruditos que busquen una fidelidad estricta a la obra literaria. Contentarles habría requerido unas dieciocho horas de proyección, que sólo unos pocos resistirían. Pero hay algo más importante: se respeta la esencia íntima del producto, haciéndolo a la vez comprensible para los no lectores y atractivo para un público amplio. La prueba de las virtudes de la película esta en que no gustará tampoco a los amantes del cine hollywoodiano al uso. Hobbiton está en los antípodas (estéticos y morales) de Hollywood, al que los autores del filme no han hecho demasiadas concesiones, y ninguna substancial. La película será comercial por su excelente difusión y publicidad, y por la preexistencia de un público bien predispuesto, pero no se adapta a los cánones que últimamente imponen las grandes productoras.

Comentario aparte merece la banda sonora. Es la gran ocasión perdida de la película. Howard Shore ha compuesto una música correcta, de circunstancias, que será otro éxito de ventas, y más contando con la colaboración de Enya. No estropea la película; pero tampoco añade nada. Si en esto no se hubiesen aceptado las imposiciones comerciales de la Warner Bros, habría sido la ocasión de recurrir al inagotable filón de la música romántica europea, de alguna manera en la línea de “Excalibur”. Tal vez estén a tiempo de enmendarse en las dos siguientes entregas, cuyas obligadas escenas épicas merecerán una música no menos gloriosa.

El Señor de los Anillos (I) es, en suma, una película para todos los públicos, pero especialmente para gentes de espíritu joven, dispuestas a dejarse contagiar por la pasión y por el fervor en la defensa de principios eternos - el sacrificio, la abnegación, el amor, la lealtad, la lucha más allá de toda esperanza razonable. Sería oportuno que con esta excusa se lea o se relea el libro, insuperable en su género. Y, por supuesto, que se perciba el espíritu del autor y el mensaje más hondo que trató de transmitir, desde las amargas trincheras de la I Guerra Mundial, donde comenzó a fraguarse en su prodigiosa mente esta epopeya. Tenemos ante nosotros una síntesis de la mitología europea para una Europa que ha olvidado demasiado deprisa sus raíces espirituales y míticas. La Compañía del Anillo debe seguir marchando.

Pascual Tamburri

24 de diciembre de 2001


Espadas

El fenómeno del año iba a ser Harry Potter, pero ha terminado siéndolo "El señor de los anillos": la versión cinematográfica de la saga de Tolkien está arrasando taquillas. Y lo que es más importante: no está defraudando a los tolkienmaníacos, que son legión, a pesar de que las versiones audiovisuales suelen hacer añicos los originales literarios. Verdaderamente, ha sido una suerte que el loco que ha llevado "El señor de los anillos" al cine no sea un profesional fichado por una productora, sino un fan de ese imponente mundo de hobbits y elfos en torno al cual Tolkien creó una auténtica mitología.

Hace pocos días, Urdaci despedía un Telediario recomendando "El señor de los anillos" "para los más jóvenes". A los más jóvenes, es verdad, no les vendrá mal conocer que hay héroes que pueden enfrentarse al mal sin necesidad de escupir por un lado de la boca ni llenarse la lengua de palabras malsonantes, pero Tolkien no sería lo que es en el mundo de la creación literaria si su obra se limitara al público juvenil. Todos pueden, e incluso todos deben leer "El señor de los anillos", porque la historia que ahí se cuenta tiene la suficiente densidad para saciar a todo género de público. Precisamente la grandeza de Tolkien estriba en haber creado un universo legendario de fuerza comparable a la de la Materia de Bretaña. Y la grandeza de Peter Jackson reside en que lo ha llevado al cine sin apenas mermar esa fuerza.

Eso no es habitual en la pantalla grande. Esta misma semana hemos tenido dos ejemplos en la televisión. En TVE-1 podíamos ver la "Excalibur" de John Boorman, que es una excelente versión de la vida del rey Arturo según la recreación de Malory. Pero en Telecinco nos ofrecían "El corazón y la espada", de Fabrizio Costa, miniserie donde la tragedia de Tristán e Isolda bajaba varios puntos en la escala del mito para terminar convertida en una historia sentimental, sin duda recomendable, pero bastante insatisfactoria para quien buscara algo más de fidelidad a las versiones clásicas. Lo positivo del asunto, en todo caso, es que el género "de espadas", que retornó a la actualidad hace ya más de veinte años, no pasa de moda. Sea en versión medieval, de ciencia-ficción o de fantasía, el héroe tradicional sigue siendo una figura vigente. Quizá porque el héroe es tanto más necesario cuanto más villano se hace el mundo. Y en eso de la villanía estamos haciendo grandes progresos.

José Javier Esparza (27 de diciembre de 2001)


La Tierra Media

La Tierra Media es, era y/o será uno de los dos continentes en que se divide Arda (la tierra). La creación de Arda se debió a Eru, también llamado Ilúvatar, dios único del que proceden los Ainur (una constelación de dioses secundarios). Algunos de estos Ainur descendieron a la tierra para modelarla en el principio de los tiempos, y fueron llamados Valar. Ellos crearon un reino, Valinor, en las tierras occidentales, que pasaron a denominarse “tierras imperecederas”. Los arduos trabajos de los Valar configuraron los montes, llanuras, ríos y mares de la tierra, a la que pronto llegaron los hijos de Ilúvatar: los elfos (los primeros nacidos), y los hombres (los seguidores). A los elfos inmortales se les permitió elegir entre poblar las tierras imperecederas, o la Tierra Media (el continente oriental). Los hombres, por el contrario, hubieron de conducir su mortalidad lejos de Valinor, y viajar a Occidente.

La Tierra Media es el escenario en el que se desarrollan las aventuras de El Señor de los Anillos. Concretamente la epopeya de Tolkien se sitúa en las tierras occidentales de la Tierra Media a finales de la Tercera Edad. Todos los acontecimientos que se desarrollan a lo largo de los tres libros de El Señor de los Anillos señalan el ocaso de las edades de los elfos, y el comienzo de la época de los hombres.

Esta breve exposición de la cosmología tolkeniana es tan sólo una prueba de la “existencia” cierta, de una realidad secundaria que tuvo su origen en la mente de J.R.R. Tolkien a comienzos del siglo XX. Una realidad tan válida como la nuestra, puesto que es coherente gracias al desmedido esfuerzo imaginativo e intelectual de este filólogo inglés. Él creó continentes, y en ellos sociedades, y de ellas destacó sus lenguas y costumbres, que puso en relación con el origen de sus razas constitutivas. Basado todo ello en su inabarcable erudición, tomó de aquí y de allí elementos con los que crear un mundo más acorde con su deseo. Y así elfos, orcos, hombres, enanos, dioses... y hobbits, modelaron un mundo maniqueo en el que cada uno de ellos tenía asignado su papel de modo ineludible.

Para la comprensión de su mundo, Tolkien (y sus hijos tras su muerte), nos han facilitado textos mediante los cuales reconstruir su imaginación. De algún modo son émulos de los cantares y crónicas medievales, de las sagas nórdicas que él tanto amaba, y en definitiva de los documentos en manos de los historiadores para el estudio del pasado. Y así hoy resulta tan cierto, o más, el personaje de Gandalf, el mago, que el de Urbano II, papa; o el de Aragorn II, hijo de Arathorn, heredero de Elendil y rey de Gondor, que el de Carlos V, emperador de Alemania. Ambas son realidades que evocamos, ambas son coherentes y son ciertas, si bien una secundaria y otra principal (aunque algunos cambiemos en ocasiones ese orden de prelación).

Íñigo Mugueta


¿Ha llegado la “generación hobbit”?

John Tolkien nunca participó en política ni expresó convicciones políticas definidas; tampoco El Señor de los Anillos puede ser reducido a las categorías políticas al uso: ni al debate político de los años 1940-1950, fechas de la redacción definitiva, ni al de 2001. Sin embargo, no puede negarse un hecho evidente: ni Tolkien ni su obra escrita pueden ser considerados neutrales o asépticos ante los hechos fundamentales de nuestro tiempo.

“Gandalf está vivo y lucha con nosotros”. No es un motivo surrealista, sino un lema político de los primeros años 70, inmediatamente después de la primera traducción italiana de El Señor de los Anillos. Ya entonces, en la Península hermana se percibió netamente la militancia estructural del mundo de Tolkien contra la evolución del mundo moderno y en defensa de determinados principios que parecían en entredicho: sacrificio frente a hedonismo, familia y comunidad frente a individualismo, fidelidad e integridad frente a transformismo, tradición y respeto frente a maquinismo, ecología y ley natural frente a la explotación de la Tierra.

Gandalf, como su creador Tolkien, no es de derechas. Ni de izquierdas. Simplemente, representan, hasta ayer por escrito y desde hoy también en las grandes pantallas, una denuncia de los males de la sociedad de consumo. Y una alternativa ética, aunque por supuesto no política ni ideológica. En muchos y distantes países, una minoría de jóvenes - siempre jóvenes, independientemente de su edad, y siempre rodeados de jóvenes cronológicos - ha asumido a Tolkien como bandera de protesta, o sólo como símbolo de una opción de personal descontento.

No se trata, desde luego, de los jovenzuelos que han tratado de convertir el estreno de esta película en un grotesco carnaval, favorecido por los intereses comerciales de la empresa productora. Hablamos en cambio de los jóvenes de todas las edades que participaron en los ya lejanos “Campamentos Hobbit”, que escucharon la música diferente cantada por “La Compagnia dell’Anello”, que utilizaron los nombres de “Eowyn”, de “Erebor” o de “La Roca de Erech” para sus iniciativas culturales. Una juventud diversa, disidente, minoritaria y más dispuesta a seguir un mito literario antimoderno que a someterse a las modas imperantes. Una juventud si se quiere marginal, pero viva y real, sorprendentemente consciente de su “nosotros” comunitario y difusamente dispuesta a una lucha casi espiritual en un mundo poco inteligible para ellos como el contemporáneo.

¿Habrá una “generación hobbit”? En las actuales circunstancias, los valores de J.R.R. Tolkien no pueden llegar a ser socialmente dominantes. La sociedad occidental basa su organización en los principios más opuestos. Vivimos entre Morgul y Mordor. Pero sí seguirá habiendo disidentes, que aspiren a vivir en Hobbiton o en Lórien; y, lógicamente, la difusión cinematográfica del mito favorecerá que esa minoría crezca, porque habrá un segmento mayor de la población expuesto a la innegable belleza de ese mito. Con ocasión de esta película habrá más hobbits, más jóvenes de espíritu en lucha estética con las injusticias y las bajezas del presente. Para que haya una generación hobbit sería necesario que se diese a esa minoría la posibilidad de demostrar prácticamente la bondad su modo de vida.

Suceda lo que suceda, J.R.R. Tolkien no ha pasado por el mundo sin dejar un firme recuerdo.

Pascual Tamburri


Valor de una película y valores de película

Hollywood sabe, como industria, que tiene una rentabilidad doble en cada una de sus iniciativas. Por una parte, el cine norteamericano genera enormes beneficios y da de comer a muchas familias, además de hacer ricos a unos cuantos. Pero no sólo los hace ricos: los hace poderosos. El poder de la imagen, el poder de Hollywood, se deriva de su capacidad de crear mitos y de difundir valores, principios y modelos. A veces prevalece la rentabilidad contable, otras el beneficio propagandístico; la genialidad de Hollywood radica en su habitual éxito simultáneo en ambos terrenos.

En estas Navidades Hollywood ha lanzado un producto puramente propagandístico. El cortometraje “El Espíritu de América”, de 3 minutos y 5 segundos, se proyecta en los cines de Estados Unidos como afirmación de los valores por los que el Gobierno estadounidense afirma haberse lanzado a la ofensiva mundial tras el 11 de septiembre. Dirigida por Chuck Norman (Óscar al mejor cortometraje en 1986), la película es un montaje a partir de fragmentos de grandes películas. En ella se exaltan algunos de los principios que tradicionalmente se asocian a Estados Unidos (vitalidad, valentía, espíritu aventurero) junto a otros, más recientes, más políticamente correctos, pero, al mismo tiempo, menos coherentes con la América profunda (tolerancia, mestizaje).

El protagonista de la película es el rostro de la mejor América, John Wayne, que sirve de inicio y fin a la película de propaganda. Quién sabe qué pensaría de saberse empleado en una empresa tan arriesgada. Por no hablar del inmortal Griffith, pues se han utilizado secuencias de “El Nacimiento de una Nación” en un corto que defiende una América bien distinta de la que él cantó. Indudablemente Hollywood desea enfervorizar a la población americana y unirla en defensa de su actual empresa política. Para ello hatenido que ceder cierto espacio a los principios y a los iconos de la América real, utilizándolos para transmitir su propio y más “actual” mensaje.

Puede funcionar, o no. En “El Señor de los Anillos”, por el contrario, el respeto del sentido y de los valores genuinos de la obra precedente ha sido escrupuloso. Para Hollywood será una ocasión de hacer un buen negocio, pero allí son conscientes de que los valores que la película ejemplifica no son exactamente los mismos que los dueños del gran cine propugnan. Pobre John Wayne: en otras circunstancias, haría sido un excelente Aragorn.


El Señor de los Anillos. II. Las Dos Torres.

Una película para adultos, y para niños. Una epopeya en celuloide, nacida de una pluma genial. El Señor de los Anillos, en su segunda entrega, es un éxito comercial, pero sobre todo un fenómeno cultural. El mundo asiste al triunfo de un producto artístico basado en la tradición cultural europea, y ajeno a los principios políticamente correctos del mundo moderno. Una película que simboliza el renacer de una cultura que no es de izquierdas.

¡Un año! Después décadas de espera, en diciembre de 2001 se presentó la versión cinematográfica del primer volumen del el Señor de los Anillos. Y doce meses después, por fin, hemos asistido al estreno más esperado. El Señor de los Anillos (II) es, una vez más, una película para todos los públicos, para jóvenes de edad y para jóvenes de espíritu. La adaptación cinematográfica de 'El Señor de los Anillos' no defrauda a los más exigentes expertos en Tolkien. No es una película para pasar el rato, no es una película de acción y poco tiene que ver con un Harry Potter infantil y globalizado.

Tolkien enfrenta principios eternos - el sacrificio, la abnegación, el amor, la lealtad, la lucha más allá de toda esperanza razonable – a la amenaza, oscura, viscosa y seductora, del Mal. Es, sin duda, una síntesis de la mitología europea para una Europa que ha olvidado demasiado deprisa sus raíces espirituales y míticas. Allí donde haya un joven que se identifique con Boromir, un niño que admira a Frodo, un adulto que comprenda el drama de Gandalf, hay un síntoma de renacimiento cultural, frente a décadas de dictadura izquierdista, materialista y globalizante.

Tolkien, con su obra, quiso expresamente rebelarse contra el sistema de valores materialistas y productivistas del mundo moderno. El Ciclo del Anillo refleja la lucha entre dos mundos antitéticos, que no se asemeja a ninguno de los conflictos del siglo XX sino, más bien, a la crisis del mundo europeo occidental que está culminando en el siglo XXI. En los corazones intrépidos, reconfortados por esta admirable película, la Compañía del Anillo debe seguir marchando.

Pascual Tamburri


Razones para ver, y para leer

Aún recuerdo cuando mi padre me recomendó por primera vez que leyese El Señor de los Anillos, me dijo que a él le marcó y que a partir de entonces vería las cosas de otro modo. Supongo que por la rebeldía (y la estupidez) de la adolescencia no le hice caso y fueron pasando los años hasta que por fin me decidí a leerlo. Empecé casi por casualidad, sin querer, uno de esos fines de semana en los que la juventud española se encuentra vacía, sin nada que hacer.

Los primeros pasos fueron temblorosos, confusos, sin saber muy bien cómo y porqué aparecía tanta gente y qué demonios tenían que hacer. Una vez superados los primeros contratiempos que se le presentaban a alguien como yo, que no estaba acostumbrado a leer, me sumergí en un mundo paralelo que me traía a la memoria aquellos tiempos de aventuras y de grandes gestas, tan propios de nuestra historia, y que hoy han quedado apartados, en el fondo del baúl, como si nos diese vergüenza recordarlos o como si no tuviesen nada que ver con nosotros.

El libro te envuelve, te abraza y te obliga a seguir, una página más, un capítulo más. Van pasando las horas y cuando ya por fin te ves obligado a dejarlo y volver al mundo real, lo haces con pena, y no dudas en buscar unos minutos para retomar otra vez el espíritu de la Tierra Media. Y cuando por fin lo terminas, la tristeza te embarga y te preguntas dónde se puede seguir disfrutando de ese mundo maravilloso, tan distinto al actual, donde reina el amor verdadero, el compañerismo y el sacrificio.

Quizás a la juventud actual le vendría mucho mejor dedicar su tiempo libre a bucear en la obra de Tolkien, en vez de preocuparse tanto por el “botellón”, por hacer tanta huelga de estudiantes y por tanto fútbol y por tanto partido del siglo. Sería interesante ver qué ocurriría si los jóvenes españoles tomasen como ejemplo a seguir a los singulares miembros de La Compañía del Anillo, en vez de a tanto Gran Hermano, a tanto cantante de karaoke o a tanto futbolista.

David Fontaneda Calzada


Tolkien, los intelectuales y el jabón

El otro día presencié una curiosa escena en el metro. Dos veinteañeros discutían sobre “El señor de los Anillos”. Uno de ellos, con la bolsa de deporte al hombro, hablaba emocionado, -entusiasmándose más y más a medida que se oía a sí mismo-, del arrojo de Gimli, del carisma de Aragorn, de la agilidad y elegancia de movimientos de Legolas, de lo épico de la redención de Boromir...

A tan inocentes ilusiones no tardó en responder el otro con gestos cargados de la agresiva indiferencia de quien se sabe por encima del bien y del mal. “Yo no me rebajo a sentir las humanas emociones”, parecía querer decir con los paulatinos levantamientos de su ceja agujereada. Su pelo, hábilmente enmarañado y grasiento, era todo un alegato contra el Sistema imperante. Con sus exagerados gestos iba desacreditando las palabras de su compañero, que él había convertido en combatiente. Y así hasta que llegó el momento en que, extasiado ante tanta inmadurez, tuvo que coger al toro por los cuernos y esbozar unas nociones básicas sin las cuales el pobre y desorientado tolkieniano tendría seguramente muchos problemas en la vida. Qué todo es mucho más difícil, que el mundo es un asco, que el heroísmo no existe, que esa película de los duendes es para niños, que qué bobadas hace la humanidad, que ser humano apesta, etc. No digo yo que esté totalmente en desacuerdo con este chico, pero creo que era un necio. Y sobre todo era cruel. Cruel y despiadado, por empeñarse en contagiar su nihilismo y desesperación a quienes sí son capaces aún de ilusionarse en esta Europa agonizante.

Hoy en día la sociedad occidental emana pesimismo por todos los poros, por razones fáciles de detectar e imposibles de denunciar. Puede llegar a resultar comprensible que un hombre maduro se sienta asqueado después de trabajar horas incontables durante décadas para poder pagar con ello a los de siempre los intereses de la hipoteca de su celda en una colmena de hormigón, todo ello aderezado con el humo y los pitidos del tráfico. E incluso que durante las pocas horas libres de que dispone no tenga ganas de disfrutar, de puro cansancio, de los hijos que ya no tiene y prefiera enfangar su espíritu con la telebasura.

Pero es el colmo de la pedantería el pesimismo “como estilo” que en los últimos veinte años les ha dado por adoptar, se deduce que por contagio, a tantos adolescentes. Y son cada vez más. Unos deciden hacerse “okupas”, otros “porretas”, otros “heavies”. Muchos, drogadictos de uno u otro tipo. Y la mayoría de ellos, pesimistas. Aunque sólo sea para hacerse los interesantes, incapaces de llamar la atención de las chicas de su edad de otra forma más digna. Se desea con serenidad el paso de esta moda, vacía y absurda por definición, como todas las demás. Y el retorno a tiempos más luminosos, en que se vuelva a recuperar la ilusión, en que la palabra “emprendedor” se vuelva a asociar con ámbitos de la vida ajenos a los mundos económico y financiero, y en que los intelectuales recuperen el sano hábito de enjabonarse periódicamente.

Allí estaban los dos, dos mundos opuestos, dos concepciones enfrentadas de la vida: la ilusión frente al pesimismo, el alegre frente al parásito.

La coyuntura parece indicar que los hombres-hongo seguirán proliferando. Cada vez más. Ha llegado su hora, y seguramente ni siquiera tengan ellos la culpa. Pero la obligación de los tolkienianos, de los que aún crean poder seguir haciendo algo constructivo en esta época difícil en que nos ha tocado vivir es hacerlo, sin pararse a pensar en sus posibilidades de éxito. Si Frodo hubiese concedido un sólo segundo a la reflexión, el Anillo habría caído sin remedio en manos de Sauron.

Francisco Olmedo

Michel Onfray, profeta del individualismo radical

Michel Onfray, profeta del individualismo radical El filósofo francés Michel Onfray, un antiguo profesor de instituto normando que vive sobre todo de los ingresos de sus best sellers, es uno de los autores de referencia obligada para el laicismo de nuestros días. Ese laicismo dice defender un humanismo basado en la razón, afirma que quiere contribuir al bienestar del hombre, pero tan loables propósitos se quedan en teorías por la violencia dialéctica que respira –por no decir el odio- el discurso de autores como Onfray. ¿Dónde queda la discusión filosófica, basada en el diálogo, la racionalidad, el consenso...? En realidad, no puede haberlos si alguien está convencido de la superioridad de sus argumentos y cree ciegamente que los otros no sólo están equivocados sino que su visión del mundo es, además de un error, es una superchería para engañar a los demás y que ha provocado baños de sangre a lo largo de la Historia. La consecuencia de todo esto lleva a blandir una especie de “espada de la justicia”, con el uso continuado de la ironía, la burla o la injuria. No es muy diferente esta actitud de la de afirmar que “los únicos demócratas somos nosotros”, planteamiento que es de, por sí, una invitación a la discordia civil.


Michel Onfray en su Tratado de ateología (2005), considera la religión como la expresión de un espíritu enfermo y dedica a los cristianos los calificativos de “menores mentales”, recluidos en un “infantilismo perpetuo”, adeptos a las “estupideces”, “verdades grotescas”, “ficciones prehistóricas”... El verbo del autor es fluido, más versado en el continente que en el contenido, pues si examinamos toda la exposición del libro no encontraremos más que ignorancia sobre los fundamentos del cristianismo: malentendidos sobre el sermón de la Montaña, los habituales tópicos denigratorios sobre san Pablo como verdadero fundador de la religión cristiana.. No sabemos si Onfray figurará en la bibliografía recomendada de los futuros manuales españoles de Educación para la Ciudadanía, pero no nos extrañaría en absoluto, también por el hecho de que el pensamiento del filósofo francés se mueve también por las aguas del materialismo hedonista, que son, en definitiva, las de un individualismo radical. En Onfray los términos de libertario y libertino se hacen sinónimos. De ahí que la máxima preferida por este pensador sea la de “Goza y haz gozar, sin hacer daño a ti ni a nadie, he aquí toda la moral”. Se observa que el componente –por así decirlo “solidario”- es el “haz gozar”, pero esto no convierte a nadie en buen ciudadano, ni en el sentido de los griegos ni en el de los seguidores de Rousseau en la Francia revolucionaria. Es de suponer, por ejemplo, que ese “haz gozar” también conlleve el objetivo de convencernos de la realidad de esta cruda afirmación: “La esposa y la madre matan a la mujer”, que también aparece en el Tratado de ateología, y que, aunque no sea ése es el propósito de un autor que pretende ser liberador, termina por convertir a la mujer en un objeto.

Todo esto nos recuerda en cierto modo al filósofo alemán Max Stirner, el autor de El único y su propiedad (1845), el único es el Yo, que rehúsa cualquier otro valor y cualquier otro fin que no sea él mismo, que no sea el de su puro capricho. Las ideas de Onfray conllevan que es la sociedad la que debe adaptarse al individuo, y no el individuo a la sociedad. El resultado no es otro que la “asociación de egoístas”, preconizada por Stirner, en la que la sociedad se pone al servicio de las necesidades de sus miembros, sin exigir nada a cambio. Pero el individualismo radical de Onfray también pasa por la defensa de un nietzscheanismo de izquierdas: otra vez la teoría de que el auténtico Nietzsche fue manipulado por el nazismo, del mismo modo que al genuino Marx lo manipularon los comunistas... Hay que volver a los orígenes, incluso a los orígenes precristianos si queremos construir una sociedad poscristiana, tal y como preconizara Foucault, otro de los maestros de Onfray. Todo es válido, hasta el cínico Diógenes, mucho más auténtico, espontáneo y libre que un Platón o un Aristóteles. Es plenamente coherente la defensa que hace Onfray de Diógenes en su Por una estética cínica (2003). Y es que este camino nos lleva a la consabida fusión entre la estética y la ética, de la que nos vienen hablando desde hace más de dos siglos, aunque también nos puede servir para apreciar, por ejemplo, las excelencias de un Vega Sicilia o las de la nouvelle cuisine, ejemplo material de la deconstrucción al estilo de un Derrida. Nada nos resultará extraño, dada la apología de los placeres de la buena mesa hechos por Onfray en El vientre de los filósofos (1996).

Antonio R. Rubio Plo
Historiador y analista de relaciones internacionales

Análisis Digital, 8 de agosto de 2006

Liberales, masones y libertinos

Liberales, masones y libertinos

El profesor Juan Velarde daba a la imprenta, hace 25 años, un notable y muy original ensayo consagrado a estudiar la influencia ejercida por las figuras, o tipos ideales, de los libertinos y los masones en la génesis y el establecimiento del capitalismo.

Se publica ahora, con buen criterio y oportunidad, una nueva edición, corregida y ampliada, de esta obra singular y crítica, atrevida y polémica.

Afirmar que es éste un trabajo singular y crítico no acepta discusión. Aun moviéndose entre la soltura propia de un ensayo y el rigor académico característico del trabajo de investigación, constituye, ciertamente, un libro único en su género. Por varias razones: porque ha sido escrito por una mano que conoce el material que toca, que firma y asume sus tesis sin vanas reservas, y, en suma, porque sobran justamente los dedos de una mano para contar los trabajos que han abordado con pareja desinhibición y rigor la temática que nos ocupa.

Calificar la empresa, en cambio, de atrevida y polémica exige una precisión inmediata: por ejemplo, advertir que no empleamos dichos términos en un sentido pacato, pudibundo o estrecho. Ocurre que el texto que comentamos aborda una materia que, aun siendo sabrosa y relevante, tanto por lo que interesa a los estudios sociológicos como a la propia doctrina del liberalismo, suele ser esquivada u olímpicamente declinada, por no decir callada.

Ha quedado suficientemente establecido entre los analistas de la filosofía social, la historia económica y demás áreas del pensamiento práctico y la acción humana que en el nacimiento del capitalismo concurrieron tres fenómenos principales: el progreso tecnológico, la revolución científica moderna y el sistema político liberal-democrático. Parte, entonces, el profesor Velarde de algo ya asentado y ampliamente reconocido, pero no para quedarse allí, sino para dar un paso más.

El tránsito del Antiguo Régimen a la Era Moderna supuso una auténtica brecha histórica. Y un hecho tan fenomenal precisaba, para su desarrollo y culminación, de la concurrencia de circunstancias y actores muy variados, a veces insospechados o imprevistos, los cuales de ninguna manera pueden quedar excluidos del relato.

Avanzando desde el principio la perspectiva del asunto –el nacimiento del capitalismo y sus agentes–, el profesor Velarde declara sin rodeos: "Era muy difícil tener una visión completa de lo sucedido si se eliminaba la cuestión de los libertinos, así como también si se prescindía de la masonería" (página 17).

Max Weber, en el texto clásico La ética protestante y el espíritu del capitalismo, esclareció bastante la génesis de la mentalidad capitalista, sin la que no es posible comprender cómo llegó a consumarse el nuevo orden político, social y económico y sin cuya intervención, por lo demás, jamás se hubiese instituido. Las claves interpretativas allí expuestas remiten, en última instancia, a la religión, entendiendo que es alrededor de esta clase de paradigma práctico (del ethos, en su conjunto) como se ordena la conducta humana, pues no sólo de "pan y mantequilla" vive el hombre, ni de "pan y circo". El ascetismo y el puritanismo, para el sociólogo alemán, constituyen, pues, las energías espirituales que coadyuvaron en el origen del capitalismo moderno.

Acaso porque Weber concentró demasiado la mirada en el patrón cultural europeo (o, simplemente, alemán) del tema, el caso es que las tesis que postula están necesitadas de una decidida revisión, como la que, con gran fortuna, afronta el profesor Velarde en su ensayo. No puede, en consecuencia, extrañar que la figura de Benjamin Franklin, protagonista ilustre de la obra clásica de Max Weber, sirva de punto de arranque –o riguroso pretexto– en la obra contemporánea de Juan Velarde.

El prohombre de Filadelfia es un hombre encrucijada: "Por una parte, lleva con él más el espíritu del libertino que del puritano. Por otra parte, es masón" (página 34). Junto a Franklin, otras personalidades emblemáticas, compartiendo con él parejos atributos y no resultando menos decisivos en el desenlace de los acontecimientos, merecen su justa atención: Voltaire, Casanova, Mandeville, Madame de Pompadour, Quesnay, Mozart.

La personalidad y el talante de Franklin, "su libertinaje mental o doctrinal y su amor a la Naturaleza" (página 44), junto a los que demuestran sus compañeros de aventuras, son, sin duda, necesarios para explicar el espíritu del capitalismo y el alma del liberalismo, los cuales nacen y se reproducen, en efecto, con instituciones como la fisiocracia y la Revolución Industrial pero se encuentran encarnados a la vez en unos modelos humanos determinados.

Por lo que respecta a Werner Sombart, sus posiciones no son menos conocidas: la figura representativa del capitalismo es el burgués, y las fuerzas que accionan la economía moderna son la satisfacción de necesidades y el lucro. En los afamados textos El burgués. Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno y Lujo y capitalismo expone con detalle la razón de ambas resoluciones.

Como ocurría con Weber, Sombart es objeto asimismo de justo juicio crítico por parte de Juan Velarde. La posibilidad de enriquecimiento representa, ciertamente, una condición necesaria para la liberación material de los individuos, pero no lo son menos la energía espiritual, la fuerza y la disposición de ánimo.

El acceso a la riqueza favorece la ruptura de los lazos que frenan la expresión libre de los deseos humanos, pero para que dicho efecto se produzca plenamente deben concurrir, asimismo, intencionalidad, conciencia y voluntad. Estímulos como el beneficio y el lucro incitan y mueven, sin duda, las reformas que conducen al capitalismo, mas otros móviles poderosos, como el principio del goce, la búsqueda de bienestar y el espíritu de aventura, no pueden ser dejados de lado.

En este sentido, no cabe entender la actitud y las acciones del libertino como muestras de vulgar disolución de las costumbres, tampoco interpretar las obras literarias que las glosan como ligeros productos de diversión o evasión: "Desde el siglo XVIII –afirma el profesor Velarde– el libertino es un prototipo del burgués, que además procura que el capitalismo liberal sea el sistema socioeconómico que prevalezca" (página 138).

Caricaturizar o demonizar al francmasón como un perverso conspirador supone un error no menos garrafal. Las logias, como los salones barrocos animados por elegantes e inteligentes madames, los ateneos literarios y las sociedades gastronómicas o de economistas, entre otros espacios de civilidad y encuentro de gentilhombres y desembarazadas damas, no justifican por sí solos el nacimiento del espíritu del capitalismo. Mas sin su intervención, éste se hace incomprensible e irrealizable.

El establecimiento de la modernidad y el liberalismo exige la participación de espíritus libres y abiertos, personas que ordenen sus afectos, intereses y acciones de acuerdo con la naturaleza humana y los nuevos tiempos. Hablamos, entonces, de unos personajes y tipos humanos que son "muestra perfecta de esta mezcla de liberalismo, aventurerismo, masonería y alta aristocracia" (página 176). El capitalismo florece en un terreno previamente cultivado por una disposición al buen vivir, sobre el que marchan con desenvoltura gentes emprendedoras y, sin duda también, osadas. O sea: atrevidas y audaces.

Sin embargo, este estado de cosas cimentado en los siglos XVII y XVIII se tuerce en el XIX. En la nueva centuria la figura del libertino queda convertida en florido dandi, cuando no en grosero licencioso. Por su parte, el aliento de la masonería –universalista, que aspira a la fraternidad entre los hombres, "liberal en lo económico" (página 208), fruto de librepensadores– sucumbe al empuje de las tendencias socialistas, siguiendo así la "marcha universal hacia el socialismo" de la que habló Schumpeter. "El liberalismo se tiñe cada vez más profundamente de socialismo", recapitula, por su parte, Juan Velarde.

Franklin, Casanova y Kipling ceden el testigo a François Mitterrand, a Kim Jong Il y a la Iglesia de la Cienciología. Toda una demostración de progresismo. Nada más decadente.

Juan Velarde Fuentes: El libertino y el nacimiento del capitalismo. La Esfera de los Libros, 2006; 232 páginas.

Por Fernando R. Genovés

Libertad Digital, suplemento Libros, 28 de julio de 2006

NUEVO MAZAZO DE CÉSAR VIDAL A LOS MISTIFICADORES: ¿Por qué ganó Franco?

NUEVO MAZAZO DE CÉSAR VIDAL A LOS MISTIFICADORES: ¿Por qué ganó Franco? César Vidal continúa, con su gran sentido de la oportunidad, publicando libros que son otros tantos mazazos sobre las versiones de la Guerra Civil, cada vez más degradadas desde el punto de vista historiográfico, que venían imponiéndose desde la izquierda y con abundante aporte de fondos públicos. Imponiéndose con insolencia que hoy, cuando su quiebra comienza a hacerse evidente, nos parece increíble.

La cuestión de por qué ganó Franco la guerra venía siendo despachada por esa historiografía de tres al cuarto con referencias a la intervención alemana e italiana y a la "traición" de las democracias a la España "republicana", otra democracia perfectamente legítima, si hemos de dar crédito a tales historietas. Como político o militar, Franco no pasaría de ser un tiranuelo inepto y muy poco inteligente (aunque "astuto", con "astucia aldeana", etcétera), con lo cual los ilustrados republicanos habrían sido vencidos por una especie de idiota.

Salvo por algunas críticas contradictorias a la URSS, esta explicación recuperaba la más simplona de las propagandas puestas en marcha por la Comintern para consumo de las masas, y pretendía elevarla al rango de memoria consolidada y definitiva de la guerra… a pesar de que incluso en los años 30-40 los comunistas realizaban análisis bastante menos estúpidos, para su propia ilustración.

En años próximos estaremos en condiciones de valorar hasta qué punto decayó en los últimos veinte años la historiografía española, contaminada por la necedad y el sectarismo progresistas, que, entre otras hazañas, logró casi arrumbar de la universidad a autores muy superiores pero, a juicio de estas izquierdas, algo "reaccionarios", tales como los hermanos Salas Larrazábal, Bolloten, Martínez Bande o Ricardo de la Cierva. Afortunadamente, esa lamentable época está tocando a su fin.

El libro de Vidal empieza con un acierto clave, al encuadrar la guerra de España dentro de las guerras civiles causadas por los avances revolucionarios en Europa y en Méjico durante el primer tercio del siglo XX. Esto tiene la máxima importancia a la hora de enfocar de forma inteligible la guerra de España, que no tuvo nada que ver con un enfrentamiento entre democracia y fascismo, como viene pretendiendo una historiografía tan descaminada como políticamente interesada. Fue una pugna entre revolución y contrarrevolución, la más importante y sangrienta de la época si exceptuamos la guerra civil que siguió en Rusia a la toma del poder por Lenin.

Este enfoque nos permite eludir las mil contradicciones y el continuo forzamiento de los datos a que obliga la versión hasta hace poco predominante. Pues, ¿cómo podía una democracia componerse de comunistas, socialistas y anarquistas fundamentalmente, además de los racistas del PNV y los nacionalistas catalanes promotores de la guerra civil en 1934, o de unas izquierdas republicanas que nunca aceptaron unas elecciones adversas? ¿Cómo podían los supuestos demócratas practicar una política de exterminio contra la Iglesia que recuerda, si bien en proporciones menores, a la practicada por los nazis contra los judíos? ¿Y el pueblo? ¿No estaba la mitad del pueblo, por lo menos, del lado de sus "opresores fascistas"? ¿Y cómo lograron éstos ayudas de las democracias tan sustanciales como el petróleo de Usa (de una compañía useña)? Y así sucesivamente. Al final todo queda como una conspiración de traidores a la "república" española, tan modélica, según nos cuenta un buen número de intelectuales ignorantes o malintencionados que, "con orgullo, con modestia y con gratitud", la reivindican en un manifiesto reciente.

Las cosas quedan incomparablemente más claras con el enfoque de este libro. La democracia, en efecto, no jugó ningún papel en la guerra, porque el proyecto de una república de democracia liberal había sido hecho trizas en los años anteriores. La habían hecho trizas, precisamente, aquellas izquierdas que, tuteladas al final por Stalin, se presentaban en la guerra como republicanas y democráticas. A partir de ahí, la lucha se jugaba entre una salida totalitaria-revolucionaria y una dictadura autoritaria.

La cuestión de por qué ganó la segunda tiene interés, porque, en un principio y durante bastante tiempo, lo lógico habría sido su aplastamiento, dada la desproporción de fuerzas. Incluso cuando, contra toda expectativa, las escasas columnas de Franco llegaban a Madrid y estaban a punto de ganar la guerra en sólo cuatro o cinco meses, la situación no estuvo lejos de invertirse dramáticamente, con una derrota completa de los nacionales. Hasta entonces las aportaciones exteriores habían sido de escasa enjundia, pero ese fue el momento en que la intervención soviética se volvió masiva, dando pie a una intervención germano-italiana también masiva y a la sustitución de las columnas irregulares por la movilización general y la formación de grandes ejércitos, con sus brigadas, divisiones y cuerpos de ejército, empleo de masas considerables de aviones y carros, etc.

Vidal estudia las sucesivas campañas, ofensivas y contraofensivas hasta el final hundimiento del Frente Popular en medio de una guerra civil entre sus propias fuerzas, y examina las explicaciones que los vencidos dieron entonces de su derrota, algo más inteligentes que las simplezas con que hoy nos obsequian tantos historiadores. Tienen especial interés las observaciones de Prieto sobre las causas de la pérdida de la región cantábrica, a finales de 1937, que determinó el cambio definitivo en el cariz de la guerra, al pasar a Franco la superioridad material. Prieto insistía sobre todo en las rivalidades entre partidos, la actitud del PNV (y eso que no conocía en toda su amplitud la traición de éste), la insuficiente represión de retaguardia, el desprestigio del mando militar por los políticos, etc.

El análisis puede aplicarse al conjunto de la contienda, y, en realidad, todas esas causas podrían reducirse a la primera: el Frente Popular no había conseguido la unidad política y militar, la unidad de mando que sus contrarios sí habían alcanzado en los primeros meses de guerra, y por ello gran parte de su potencia se dispersaba en pugnas y sabotajes internos, y en la dificultad para aplicar los planes de forma disciplinada. Ello no significa que su conducción de la guerra fuese un continuo desastre: lograron formar un ejército potente y lanzar ofensivas bien diseñadas y muy peligrosas, gracias, sobre todo, a la creciente hegemonía comunista. Porque los comunistas fueron los únicos que tenían una verdadera estrategia general, política y militar, y, auxiliados por el común temor al enemigo, sometieron a sus aliados, a menudo con métodos terroristas, a una considerable unidad de acción, nunca suficiente, empero.

El general Rojo hizo también algunas precisiones acertadas en noviembre de 1938, aunque partiendo de un optimismo absolutamente desbocado sobre sus posibilidades de ganar la guerra a esas alturas. La cuestión básica era la "unidad absoluta en lo político y en la dirección de la guerra", de la cual derivarían la "disciplina absoluta" en el frente y la retaguardia, los abastecimientos, una reorganización militar y "social", y la importación de armamentos. Si todo aquello no era posible –y no lo era, salvo bajo la dictadura plena y desembozada de los comunistas–, Rojo propugnaba pedir la paz, con cuatro puntos, incluyendo la "entrega de las personas responsables".

Especial interés tiene su punto tercero: "Evacuación de la masa responsable para evitación de represalias". Se refería probablemente a los miles o decenas de miles de personas implicadas en el terror contra las derechas, y a las cuales pensaban los nacionales ajustar cuentas muy estrechas. Como es sabido, los dirigentes del Frente Popular se desentendieron por completo de esta elemental medida de protección de los suyos, a quienes dejaron completamente a merced de los nacionales. Sólo se preocuparon de asegurar su propia fuga y exilio, asegurado éste con inmensos tesoros expoliados al patrimonio artístico e histórico nacional y a particulares, incluyendo los bienes depositados por las familias pobres en los montes de piedad.

Esto no es una apreciación demagógica en modo alguno, sino un resumen preciso de los hechos. Con razón alude Vidal a la corrupción como uno de los factores de la derrota "republicana".

Como resume Vidal, las causas de la victoria franquista están muy lejos de las seudoexplicaciones propagandísticas tan en boga hasta hace poco. Consistieron básicamente en la unidad de mando; en el mucho mejor empleo de la ayuda extranjera, pagada además en condiciones mucho mejores que la del Frente Popular y sin el componente de corrupción que tuvo éste; en su mejor utilización de la baza diplomática; y en el factor moral y religioso, muy movilizador entre grandes masas de la población. Además, Franco, por estas cosas y otras, demostró ser un militar brillante, capaz de superar la situación casi desesperada del principio y de transformar las ofensivas enemigas en contraofensivas demoledoras. A menudo se le ha comparado, en contra suya, con Napoleón. No fue un Napoleón, en efecto, pero no debe olvidarse que Franco ganó su guerra, mientras que Napoleón terminó perdiendo las suyas.

Creo, en suma, que el libro de Vidal es una pésima noticia para los promotores de la falsificación de la historia, tanto como lo es buena para la historiografía seria, que, ya iba siendo hora, está desplazando por fin a las simplezas propagandísticas predominantes durante tanto tiempo.

Pío Moa.

César Vidal: La guerra que ganó Franco. Planeta, 2006; 600 páginas.

George Orwell: No he de callar...

George Orwell: No he de callar...


Dice el chiste que los bilbainos nacen donde les da la gana (en Cuenca pues, si les apetese). Podríamos decir tres cuartos de lo mismo de los hijos de la Gran Bretaña. De Orwell el primero, "tan inglés que nació en la India" (Julia Escobar dixit). Como Rushdie, Salman Rushdie, o como Hector Hugh Munro, Saki para los amigos de su prosa hilarante y brillantísima; como Thackeray y, en fin, como Rudyard Kipling, cantor por excelencia del Imperio de Su Majestad (la perenne reina Victoria, por aquel entonces).

Nació en la India, decimos; en 1903, en Motihari, un lugar cercano a la frontera con el Nepal, y se crió en Birmania, en el seno de una familia de la lower upper middle class –del estrato más bajo de la clase media alta, para entendernos–. Lo cual significaba, entre otras cosas, que el matrimonio Blair no andaba económicamente como para tirar cohetes, y sólo gracias a una beca pudo el chico, Eric Arthur le llamaron, estudiar en Eton, el college más elitista de Inglaterra.

En buena hora: cuatro años negros (1917-21) pasó en aquellas aulas, respirando aquel ambiente que le sacaba de quicio. Después lió el petate, abandonó la Madre Patria y regresó a la Chica, a probar fortuna en la Policía Imperial. Aquello fue salir de Guatemala para caer de bruces en Guatepeor: y es que la empresa colonial británica le traía por el camino de la amargura. Cansado y con mucho asco en las entrañas, volvió a poner tierra de por medio, de nuevo rumbo a Europa.

Llegaron entonces los tiempos del vagabundeo, de los albergues infectos, de las pensiones destartaladas; de tomarle el pulso a la mala vida. Y luego de contarlo; en su primera obra: Sin blanca en París y Londres (1933), que ya firma como George Orwell. (Dos diferentes versiones de por qué se decantó por el pseudonimato, aquí y aquí).

Y más tarde, España. Vino a luchar contra el fascismo y se llevó un tiro mientras combatía en el frente del Ebro (mayo del 37), lo cual entraba dentro de lo previsible. Lo malo vino después, cuando hubo de abandonar nuestra patria huyendo de sus compañeros de barricada, los comunistas, luego de que éstos desataran una cacería formidable contra todo aquel que no comulgara con la rueda de molino estalinista.

Su experiencia española ha quedado para la posteridad en Homenaje a Cataluña (1938), para muchos su mejor libro. Le costó dios y ayuda encontrar un editor que quisiera publicarlo, y más aún le costó ver en las librerías su siguiente obra, Rebelión en la granja (1945). El motivo fue el mismo en ambos casos: reducía a cenizas el paraíso soviético, en el que tantos creían en aquella hora.

Pero resistió y venció, por hablar en celiano (de Cela, se entiende), y sus yo acuso se publicaron y vendieron, e influyeron notabilísimamente en la opinión pública. Como prefacio a su celebérrima fábula política puso un texto nada endomingado ni huero y sí muy suyo, o sea, directo y claro desde el mero título: 'La libertad de prensa', en el que se pueden/deben leer cosas como las que siguen:

"En este país [Inglaterra], la cobardía intelectual es el peor enemigo al que han de hacer frente periodistas y escritores en general"; "Las ideas impopulares, según se ha visto, pueden ser silenciadas, y los hechos desagradables ocultarse sin necesidad de ninguna prohibición oficial"; "Será raro que alguien pueda publicar un ataque contra Stalin, pero es muy socorrido atacar a Churchill desde cualquier clase de libro o periódico";

o, y por no reproducir aquí el prefacio entero:

"La tolerancia y la honradez intelectual están muy arraigadas en Inglaterra, pero no son indestructibles, y si siguen manteniéndose es, en buena parte, con gran esfuerzo. El resultado de predicar doctrinas totalitarias es que lleva a los pueblos libres a confundir lo que es peligroso y lo que no lo es".

Cuatro años después (1949) publicaba su otra obra más famosa: 1984, otro ataque demoledor contra el totalitarismo. Gentes como Neil Postman la adscribieron al género profético-apocalíptico (y añadieron que Huxley, con Un mundo feliz, y no Orwell fue quien dio en el clavo). Otros, nuestro Carlos Semprún sin ir más lejos, sostienen en cambio que "nada tiene de libro futurista: es la novela de la URSS, del totalitarismo comunista, jamás tan potente e imperial que como cuando [la] redactó y publicó".

La compuso en "la casa menos habitable de las Islas Británicas", si hemos de creer a un amigo que se acercó hasta aquella granja sin luz ni teléfono de la isla de Jura, en plenas Hébridas Interiores (E. Jordá, 'El revolucionario conservador', ABC Cultural, 21-VI-2003).

Ya no le dio más de sí la vida: Orwell, que nunca gozó de buena salud, murió víctima de la tuberculosis en enero del año 50. Pero mantuvo la pluma en alto hasta el último momento, tecleando "sin uñas en una máquina de escribir, acusándose de no haber trabajado lo suficiente" (Jordá, ibídem).

Llega la hora de echar el cierre, y nos pilla rumiando una certeza: cuánto mejor que una fotografía retratan a este San Jorge laico, azote de liberticidas y escribas sentados, los memorables versos del gran poeta:

No he de callar, por más que con el dedo,

ya tocando la boca o ya la frente,

silencio avises o amenaces miedo.

Por Mario Noya


Libertad Digital, suplemento Fin de Semana, 22 de julio de 2006

 

Un tremendo fragmento de Historia

Como muy bien dice la contraportada de este libro, la conquista de México constituye uno de los acontecimientos más asombrosos de la historia. Y es que es asombro lo que produce esta sucesión trepidante de hechos que pueden calificarse de trascendentales para la historia del mundo. Todavía hoy y seguramente durante mucho tiempo, seguirá repitiéndose la pregunta de cómo fue posible que un grupo de unos cuatrocientos hombres se apoderara de un auténtico imperio de aproximadamente cinco millones de personas.

En síntesis, Diego Velázquez, gobernador de Cuba, encarga a Hernán Cortés el mando de la tercera expedición desde Cuba a México (después de las de Hernández de Córdoba y de Grijalva). Ya antes de salir, Velázquez advierte que los planes de Cortés no son exactamente seguir sus órdenes ni mantenerse bajo su autoridad, pero ya no puede evitar la salida (18 de noviembre de 1518). Cortés entabla relaciones con pueblos de la costa, vence en batallas, establece alianzas y decide avanzar hacia Tenochtitlán. Moctezuma, emperador de México, muestra una actitud confusa y ambigua y, a través de sus emisarios, sus mensajes y regalos no hacen sino estimular los deseos de Cortés de dirigirse a la fabulosa Tenochtitlán. Finalmente, la expedición de Cortés y sus aliados llega a Tenochtitlán y se establece una situación dudosa, inquietante y ciertamente tensa. Cortés decide secuestrar a Moctezuma, con lo que la situación cambia, aún manteniendo su indefinición.

En estas circunstancias, Cortés tiene que dejar a Pedro de Alvarado al mando de la situación en Tenochtitlán para ir a enfrentarse a Narváez (enviado por Diego Velázquez para detenerle) a la costa. Ausente Cortés (que derrota a Narváez e incorpora a su bando a muchos de sus hombres), Alvarado ordena una ejecución de numerosos nobles en el Templo Mayor de Tenochtitlán, desencadenando una sublevación. De vuelta a Tenochtitlán, Cortés hace salir a Moctezuma a una terraza para intentar calmar los ánimos, pero Moctezuma muere.

Cortés decide abandonar Tenochtitlán desesperadamente como mal menor tras varios días de penosa resistencia y lo consigue con un coste tremendo en la llamada Noche triste (30 de junio a 1 de julio de 1520), en la que perdió aproximadamente dos tercios de sus fuerzas. Cortés va rehaciendo sus alianzas (maltrechas por la derrota) y recuperando sus fuerzas y comienza la reconquista de Tenochtitlán. La tarea lleva meses de recomposición de las fuerzas españolas, de las alianzas, de desarrollo del plan ofensivo y el asedio y el ataque se producen a lo largo de varios penosos meses, concluyendo el 13 de agosto de 1521.

La historia contiene batallas, sublevaciones, traiciones, castigos, diplomacia, traducciones dudosas, malentendidos, engaños, sobornos, masacres, sucesos surrealistas, valor, ingenio, ingeniería improvisada, una resistencia impresionante, sacrificios humanos, enfermedades infecciosas, un contacto precario con España, supersticiones, ritos, ambición, codicia, una famosa inutilización (que no quema) de barcos, la primera llegada de caballos al continente americano y mucho más.

Por encima de todo, destaca la habilidad de Cortés para desenvolverse en los ámbitos militar, diplomático, de espionaje y contraespionaje, del uso de la información y la comunicación. Algún ensayista lo califica como “especialista en comunicación humana”. Los personajes con los que lo
compara Octavio Paz no son cualesquiera: Julio César, Alejandro, Maquiavelo, Borgia, …. como tampoco es cualquier batalla la de Troya con la que compara el asedio final de Tenochtitlán.

Esta alucinante habilidad de Hernán Cortés se muestra en la estrategia más general y se extiende hasta los detalles más nimios, que nunca dejaba al azar. Una y otra vez, consigue que se ejecuten sus designios ya sea mediante lealtad verdadera hacia él o mediante trucos que le revelan como un maestro consumado en el manejo de las personas. En muchas ocasiones, se hace lo que él decide aunque formalmente sea contra su opinión, como ocurre en la fundación de la Villa Rica de Veracruz. Cada una de sus decisiones parece milimétricamente calculada siempre con la vista puesta en sus objetivos fundamentales. Al mismo tiempo, el conquistador muestra una sorprendente capacidad de improvisación, lo que le permite ir adaptando sus planes a medida que se producen novedades.

Toda esta capacidad de Cortés sería algo vacío si no la acompañara una audacia prácticamente temeraria. Cortés no rehuyó tampoco el riesgo físico, que afrontó en la misma medida que sus tropas. Hasta en dos ocasiones, por lo menos, estuvo a punto de morir en batalla.

Sólo hay un campo en el que Cortés no tuvo éxito y fue su relación con la Corte española, que le trató con ingratitud, explicable quizás por la desconfianza que generaba su conducta respecto a Diego Velázquez y su indudable poder personal en México.

La figura de Hernán Cortés en México es, por decirlo muy suavemente, conflictiva. En un breve ensayo, de 1985 (quinto centenario del nacimiento de Hernán Cortés), Octavio Paz realiza un llamamiento a exorcizar este mito que planeaba, según Paz y que quizás siga planeando sobre la cultura mexicana.

Otro elemento clave es la enigmática conducta de Moctezuma. En el libro de Thomas, esta conducta parece resultado, por un lado de la fatalidad religiosa y por otro, de su temor a y/o admiración por Hernán Cortés. Al parecer, numerosos presagios anunciaban la llegada de Quetzalcoatl (o quizá otro dios) o uno de sus emisarios precisamente cuando llegaron los españoles y, Moctezuma, al contrario que los personajes de las tragedias clásicas, no se resiste al cumplimiento de los presagios, sino que,
aterrorizado, mantiene una actitud inicialmente pasiva, si bien poco a poco recobró cierta acción. El trato final que Cortés da a Moctezuma es dramático.

El libro comienza con una larga introducción sobre los mexicas (mal llamados aztecas), sobre la España de los Reyes Católicos y sobre los primeros descubrimientos, para pasar a una detallada narración de los
hechos ocurridos en México desde 1519 a 1521.

Thomas pasa admirablemente de los antecedentes más generales que permiten obtener una perspectiva histórica, a los detalles más curiosos y muchas veces, reveladores. En conjunto, son 806 páginas de narración, acompañadas de varios apéndices y de numerosísimas notas bibliográficas. El autor
dispuso de documentación que no tenía Prescott cuando escribió su libro clásico (del siglo XIX) sobre el mismo tema.

Hugh Thomas trata con una honradez que es de agradecer los episodios acerca de los que existen dudas o diversas interpretaciones, como la muerte de Moctezuma y las dudosas conspiraciones de Cholula y
Tenochtitlán.

Los recuentos de personas son un asunto espinoso y discutible, que Thomas tiende a resolver indicando las diversas cifras y señalando la que le parece más próxima a la realidad. Son especialmente polémicas las cifras correspondientes a la población mexica antes de la conquista, sujetas a variación según los autores pretendan exagerar o reducir la magnitud de la mortalidad. Tampoco es fácil determinar el tamaño de los contingentes en lucha en las diversas batallas.

Afortunadamente, para mi gusto, Thomas se abstiene de incluir en este libro elementos de tipo ensayístico. Sin duda, un ensayo más interpretativo de Hugh Thomas sobre la conquista tendría un gran interés, dado su privilegiado conocimiento de la historia. Pero, de esta manera, La Conquista de México es un libro de Historia con mayúsculas, que pretende y consigue narrar de forma fluida y apasionante unos acontecimientos que, por sí solos, resultan fascinantes.

En resumen, un magnífico libro sobre un acontecimiento extraordinario.

***

«La Conquista de México», de Hugh Thomas
Editorial Planeta, (colección booket), 2004
Rústica, 1109 páginas
ISBN 84-08-05521-6


Mariano Zomeño | Miércoles, 12 de julio de 2006 a las 0:14

Hispalibertas.com

'LTI - La Lengua del III Reich', por Viktor Klemperer

Ya en 1933 este filólogo alemán recogía muestras de lenguaje nazi, su uso y tergiversación, que luego trató con pasión y amenidad.

Desconozco cuál pueda ser la definición médica de la patología psíquica que consiste en alterar la realidad hasta convertirla en una ensoñación ilusoria. Pero, en cualquier caso, es una de las enfermedades típicas del nacionalismo y guarda estrecha relación con otra de sus variantes: la ontofobia.  

O lo que es lo mismo, sufren de un profundo y mal disimulado desasosiego ante la realidad: lingüística, en este caso. En concreto, las dos tipologías de este voluntarismo inútil y contumaz afectan de modo especial a nuestra piel de toro, tan proclive a los impulsos centrífugos.  

Por eso este libro se antoja imprescindible. Un libro sobre los años más escalofriantes de la historia europea que se traduce ahora por primera vez al castellano; una brillante crítica de la lengua del Tercer Reich [que] constituye la principal referencia de toda reflexión acerca del lenguaje totalitario.  

En este impresionante diario-ensayo, para el que Klemperer comenzó a recopilar información desde el año 1933, en el que los nazis se hicieron con el poder, y cuya redacción llevó a cabo clandestinamente mientras debía trabajar en una fábrica y residir en una "casa de judíos", se pone de manifiesto el don de este filólogo alemán para plantear cuestiones complejas de forma apasionante y amena.  

Más de cincuenta años después de su publicación, LTI se revela tan actual y provocador como entonces en la medida que muestra cómo ninguna sociedad permanece ajena a los peligros de la manipulación de la lengua. 

Y como muestra, un botón:  «El pasaje marca la decadencia de la palabra (...) Un año después de la caída del Tercer Reich ya podemos argumentar con singular solidez que “fanático”, palabra clave del nazismo, nunca perdió realmente su veneno, a pesar de su utilización excesiva. Pues mientras de la Lengua del Tercer Reich se extienden por doquier en el lenguaje del presente, “fanático” ha desaparecido. De ello puede deducirse con absoluta certeza que, durante esos doce años, el verdadero hecho se mantuvo presente, pese a todo, en la conciencia o en el subconsciente del pueblo: el hecho, concretamente, de que una mentalidad próxima tanto a la enfermedad como al crimen fue considerada durante años como la virtud suprema». 

Y aquí reside el aspecto clave de todo totalitarismo, la subversión del lenguaje y su manipulación, con la consiguiente falsificación de la realidad. Los resultados son tan trágicos como previsibles: la arbitrariedad ontofóbica, la cobardía y el cinismo constituyen los ejes vertebradores del fanatismo nacionalista. Sea cual sea el ámbito geográfico en que (como los lepidópteros, de los que son herederos intelectuales) nace, crece, se reproduce y muere.
 
De hecho, en toda esa jerigonza lacrimógena subyace un doble propósito: por un lado, ofrendar las libertades individuales al altar de la religión lingüística, ese dios-nación al que nunca sacian los continuos sacrificios que se le hacen. 
 

Y por otro, victimizando a la lengua y creando una especie de mala conciencia colectiva, imponer una visión parcial de la realidad, pero que tiene afán de totalitaria.  

Y uno, que tiene amigos nacionalistas, termina por preguntarse: ¿por qué esa aversión y esa deformación incansable de la realidad tal cual es? ¿Por qué esa ontofobia?  Y sobre todo, ¿es sólo una alteración psicológica individual fruto de un espejismo, o es un delirio colectivo?  

LTI. La lengua del III Reich. 
Viktor Klemperer
Editorial Minúscula, 2006.
410 págs.
 

Pablo Romero

Forum Libertas, 30 de junio de 2006

LA TREGUA DE ETA: La otra iglesia vasca

Durante los años en que la sociedad española, y dentro de ella, muy especialmente, la vasca, ha padecido el terrorismo de la ETA, muchos fieles católicos amenazados por el totalitarismo etarra se han sentido, con todo derecho, cuando menos olvidados por la jerarquía católica vasca, cuya ambigüedad al tratar el fenómeno de la violencia terrorista ha sido especialmente dolorosa para quienes esperaban de sus pastores una mayor implicación en su sufrimiento.  

Al contrario que los obispos de las diócesis vascas, cuyas pastorales relativas al terrorismo han abusado siempre en sus análisis de los tópicos de la ideología nacionalista (equiparación del sufrimiento de los presos etarras con el de sus víctimas, llamadas constantes a la superación del llamado "conflicto político", etcétera), tanto Juan Pablo II como la Conferencia Episcopal Española han sido saludablemente, cristianamente claros a la hora de enjuiciar el fenómeno de la violencia terrorista.

El anterior Pontífice condenó siempre, sin ningún tipo de matización, no sólo esta violencia física, sino la ideología que le da sustento. Así lo dejó claro en multitud de actos de carácter diplomático oficial, y en sus visitas pastorales a nuestro país. La Conferencia Episcopal Española, por su parte, dio a la luz el 22 de noviembre de 2002 la instrucción pastoral Valoración del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias, en la que se refería al terrorismo de la ETA como "una realidad intrínsecamente perversa, nunca justificable" y, lo que es tal vez más importante, advertía de que "quien quisiera servirse del fenómeno del terrorismo para sus intereses políticos cometería una gravísima inmoralidad"; para concluir con un nítido "no se puede ser neutral ante el terrorismo".

El documento, aunque no lo mostrara expresamente, era la respuesta de la Conferencia Episcopal a la pastoral conjunta que los obispos de Bilbao, San Sebastián y Vitoria hicieron pública en junio de ese mismo año para oponerse a la ilegalización de Batasuna mediante la Ley de Partidos, entonces en discusión, y ahondar en su ya tradicional ambigüedad, con apelaciones al fin de la violencia a través del diálogo sin condiciones (no mediante la victoria del Estado de Derecho), a las supuestas torturas de los presos etarras denunciadas por sus organizaciones pantalla y a la preexistencia de un conflicto de dimensiones históricas como origen del terrorismo. Un totum revolutum que los hisopos de Monseñor Setién y sus sucesores no se han cansado nunca de asperjar. 

Frente a esa realidad de una jerarquía vasca esclerotizada y convertida en la Brunete Episcopal del nacionalismo hay otro sector eclesial, más humilde, que siempre ha sabido estar al lado de quien le necesitaba y, sobre todo, lo merecía. El Foro El Salvador nació el 10 de junio de 1999, en un gesto de sana rebeldía frente a las estructuras de la iglesia local, para estar al lado de las víctimas y condenar sin ningún tipo de componenda tanto el terrorismo como la ideología que lo sustenta. En su manifiesto fundacional aseguraba que "ETA debe disolverse y entregar las armas sin reclamar contrapartidas políticas que no son acordes con la democracia...", un mensaje muy alejado, cuando no abiertamente apuesto, al tradicional de la jerarquía vasca cada vez que se ha referido a este problema.

La cuestión del terrorismo etarra y el nacionalismo vasco es el eje central del libro que recientemente ha publicado un ramillete de intelectuales cercanos al Foro el Salvador, vista desde la perspectiva de la tregua anunciada por la banda terrorista y la negociación que el Gobierno español pretende llevar a cabo. En él se ofrecen interesantes estudios antropológicos, históricos, teológicos y políticos, vertebrados a través de la convicción inequívoca de que frente al terror no cabe la ambigüedad, sino la condena expresa que exige el compromiso auténticamente cristiano. 

Se trata de una colección de breves ensayos con el objetivo de abordar el problema terrorista desde múltiples ángulos. En conjunto, constituye un compendio esencial para comprender su origen, su desarrollo y las perspectivas que cabe esperar tras el anuncio de tregua de la banda armada. Especialmente recomendables son el estudio de Jesús Laínz (autor de un espléndido libro –Good Bye Spain– sobre la historia del nacionalismo vasco), titulado, precisamente, "Doce preguntas sobre el nacionalismo vasco", y los capítulos debidos Jaime Larrínaga, ex párroco de la localidad vasca de Maruri, obligado al exilio por la presión nacionalista y presidente del Foro.

Por su claridad, valentía y decoro cristiano, es una obra que conviene estudiar, especialmente ahora que el clima político, entre el reparto de rosas blancas y los continuos alegatos al inicio del proceso de paz, amenaza con nublar el entendimiento sobre la cualidad moral de los que finalmente intervendrán en ese festival del talante. 

Pablo Molina 

José Luis Orella Martínez (dir.): La tregua de ETA. Mentiras, tópicos, esperanzas y propuestas. Grafite, 2006; 340 páginas.  

Libertad Digital, suplemento Libros, 30 de junio de 2006