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Destruirse desde dentro

Destruirse desde dentro

Ha declarado Mel Gibson que su película Apocalypto, en la que se recrean las postrimerías de la civilización maya, constituye en realidad una alegoría sobre la decadencia de las sociedades occidentales. Apocalypto se abre con una cita de Will Durant que basta para advertirnos de sus intenciones: «Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro». La frase, de una lucidez que espanta, sirve de diagnóstico para nuestra época. Mucha gente me pregunta si considero que el islam es un enemigo para Occidente; mi respuesta es siempre la misma: «En absoluto. El enemigo está dentro, el enemigo somos nosotros mismos».

 

¿Qué peligro podría significar el islam si Occidente estuviese orgulloso de defender los valores que conforman su idiosincrasia? Los musulmanes residentes en nuestros países tendrían que acatar estos valores si desearan disfrutar de las ventajas que les reportan; desde el primer instante en que se atrevieran a infringirlos, serían despachados con viento fresco, o castigados por la Ley, como cada hijo de vecino. El problema no está en los musulmanes, por mucho que profesen una fe que a la vez postula un ordenamiento sociopolítico a cuyo rebufo se cobijan las más sórdidas dictaduras; bastaría con que los musulmanes tuviesen claro que jamás podrían ver realizados, en Occidente, sus anhelos expansionistas.

 

El problema para Occidente comienza cuando se muestra incapaz de defender los valores que fundan su ordenamiento jurídico, cuando descree de los hitos que han propiciado su progreso, cuando reniega de la moral que ha humanizado su convivencia; cuando, en definitiva, se niega a sostener la supremacía de su orden social y, a cambio, se abandona a un aguachirle de necedades merengosas que, bajo el marbete de Alianza de Civilizaciones o de cualquier otra majadería limítrofe, prefiguran la rendición.

 

Todavía quedan algunos ilusos que, a la hora de imaginarse el fin de nuestra civilización, se dedican a otear el horizonte, en busca de enemigos externos. Olvidan que, cuando entraron en Roma, los bárbaros no tuvieron que librar ninguna encarnizada batalla con un ejército defensor, ni vencer la resistencia de sus vecinos; entraron como Pedro por su casa, sin asestar un mandoble, enseñoreándose de una posesión que les pertenecía desde mucho tiempo atrás, desde que los gobernantes del otrora amedrentador imperio se convirtieron en una patulea de pacifistas claudicantes, desde que sus ciudadanos se entregaron con regocijo a las ventajas de la vida muelle y al disfrute de su opulencia.

 

Así perecen las civilizaciones, así las potencias más poderosas devienen naciones de opereta: destruidas desde dentro, inmoladas por los botarates que rigen sus destinos y por la chusma que los encumbró al poder. Porque no debemos pensar que los gobernantes irresponsables que rigen los destinos de los países en decadencia son meteoritos que abruptamente irrumpen en la vida política, venidos del espacio exterior, surgidos de la nada; por el contrario, son el fruto natural de una sociedad podrida y dimisionaria, son la expresión quintaesenciada de un clima moral decrépito, que es el de los pueblos dispuestos a mirar siempre hacia otro lado, dispuestos a entregar su primogenitura por un plato de lentejas, dispuestos a ceder a la extorsión, a renunciar a los principios que fundan su existencia, a ponerse de rodillas ante quien los quiere genuflexos, con tal de diferir un problema que se les viene encima, no importa que esté enturbantado o cubierto por la capucha macabra del terrorismo.

 

En estos días en que la dulce paz de los esclavos vuelve a asomar a los labios de nuestros gobernantes, amortizados ya aquellos dos muertecitos accidentales del aeropuerto; en estos días en que vuelve a iniciarse ese «proceso» indecoroso que tanto regocija a los enemigos de España, ya sabemos, con insobornable certeza, que la destrucción vendrá desde dentro

 

Juan Manuel de Prada 22-01-2007 ABC

PINTAR O HACER EL AMOR

La cultura del aburrimiento

Una de las características de nuestra sociedad "post" (postmoderna, postcristiana, postideológica...) es el aburrimiento. Ya no hay nada que creer, nada que esperar, no hay novedad que descubrir ni promesa por la que trabajar. Pero hay tiempo, y dinero, y salud. Caigamos en un aburrimiento sofisticado. No queda otra.Este es el contenido sintético de la película francesa Pintar o hacer el amor que se estrenó esta semana, protagonizada por el actor francés más famoso del momento, Daniel Auteuil y por el español Sergi López.

William y Madeleine viven en una ciudad al pie de las montañas. Hace mucho que se casaron y llevan una vida tranquila. Él acaba de prejubilarse como meteorólogo y su única hija estudia en Italia. Deciden comprarse una casa en mitad de un campo. Allí entablan relación con Adán y Eva, alcalde del pueblo y esposa, respectivamente. La amistad se torna intercambio sexual, anodino, sin pretensiones, sólo para ver cómo funciona la pareja del vecino. Eso sí, sin que los matrimonios entren en crisis. Se trata sólo de un acto social maduro, digamos. La cosa avanza cuando se extiende a las parejas que vienen a ver la casa con intención de comprarla: se le enseña la casa, se les invita a cenar, y se les brinda una cama redonda. Los "huéspedes", muy franceses y educados, al irse, dicen: "Gracias por su hospitalidad". Qué menos que ser agradecidos ante tanto agasajo.

Esta supuesta comedia es el objeto de nuestro comentario semanal por lo sintomático de su planteamiento. En los años setenta hubiera sido una expresión de la revolución sexual y el amor libre, es decir, una peli anti-sistema. Hoy es lo contrario: es una peli-sistema. Por eso se estrena comercialmente como una comedia. Se propone como una forma "abierta" de vivir la pareja en un mundo libre y sin prejuicios ni tabús. La Vanguardia dice "Una comedia romántica sobre la sensualidad de la vida" (¿¿??), Le Monde afirma: "Comedia mágica, divertida y delicada"; Elle declara: "La película más libre, carnal y traviesa del año". En fin, lo que parece claro es que lo que ha ocurrido en Valencia el pasado fin de semana es lo actualmente contracultural y anti-sistema. Nos hemos convertido en los contestatarios del siglo XXI. ¿Acabarán cargando contra nosotros los antidisturbios?

Por Juan Orellana

Libertad Digital, suplemento Iglesia, 13 de julio de 2006

To end all wars

¿Por qué presentar una película de 2001 cinco años después? To End All Wars no ha pasado por nuestras pantallas, no está doblada al castellano y ha pasado absolutamente desapercibida dentro del panorama cultural actual, no sólo el laicista o el políticamente correcto, también dentro de la cultura cristiana.

El film relata la penosa historia de un batallón escocés de la II Guerra Mundial que es capturado por los japoneses en el frente asiático e internado en un campo de concentración en Tailandia.

El argumento, desde luego, puede ser uno más de tantas películas del género bélico.

Pero lo que cambia, a mi modo de ver, son dos cosas. El enfoque que se ofrece no es el habitual, aunque debiera serlo: el drama humano. ¿Qué hacen unos cuantos hombres ante una situación límite y casi desesperada? ¿Cómo la afrontan? ¿Qué planes tienen? ¿Cuándo se pierde la dignidad humana y cómo se recupera?

El segundo aspecto es que está basada en hechos reales, que la historia sucedió, ha sido así. Y no es para menos. Me apuesto el gaznate a que ningún guionista escribiría una historia así. Y debe ser así, pues siempre es la realidad la que marca el camino y el corazón del hombre el que responde con toda su inteligencia, creatividad y energías al momento en el que se encuentra. La realidad supera toda medida, provoca hasta el mismo límite humano. La realidad obliga a la persona a hacer un camino, un recorrido, con la hipótesis en la que ha sido educado, escogiendo unas alternativas frente a otras, siempre dentro del fin de llegar a ser feliz.

La película ofrece tres tipos de planes a través de tres personajes principales.El primero, el del coronel, escapar cuanto antes y el recto y leal honor de defender la patria y la dignidad de sus hombres.

El segundo, del mayor, reventar a los japos tiranos y sin piedad (la escena donde aparece el teniente-coronel del ejército japonés tirado por un carrito llevado por personas en medio de la selva es escalofriante) que les oprimen, humillan y les llevan a una muerte segura.Un tercer “plan” de un soldado escocés llamado Ernest Gordon, verdadero protagonista de la historia, que propone la hipótesis más genuinamente cristiana en medio del infierno.

Hay muchísimos elementos que comentar pero interesa subrayar sobre todo uno: el mejor plan de todos es el que es más realista (salva a un mayor número de personas), el más humano, el más inteligente (el que mejor utiliza la razón), y el que mejor consigue su objetivo (salir con vida de aquel campo).

En definitiva, una película cinco estrellas que sorprende tanto a propios (cristianos) como a extraños, muy difícilmente contestable (narra hechos, no interpretaciones) y que vuelve a mostrar algo que a todos se nos olvida: la absoluta inteligencia y adecuación de la hipótesis cristiana a este mundo y a lo humano.

El cristianismo es razonable porque corresponde de modo inaudito a lo humano. Sólo por eso, lleva más de 2.000 años sobre la tierra.

Jesús de Alba

Páginas Digital, 7 de julio de 2006 

El Señor de la guerra

El famoso cineasta Andrew Niccol, director de títulos tan interesantes como Gattaca o Simone y guionista de éxitos como El show de Truman o La terminal, patina un poco con esta película sobre la inmoralidad del tráfico de armas.

Supuestamente inspirada en hechos reales, El señor de la guerra explora una consecuencia poco conocida del final de la Guerra Fría, esto es: la enorme cantidad de armas que de repente quedaron disponibles en los antiguos estados soviéticos para vender a los países en desarrollo, sobre todo africanos, y las inmensas sumas de dinero amasadas por los traficantes de armas que las vendieron. Sólo en Ucrania, entre 1982 y 1992, se robaron más de treinta y dos mil millones de dólares en armas.

La película sigue las incansables aventuras del traficante de armas Yuri Orlov, felizmente casado y padre de familia, que es investigado muy de cerca por un agente de la Interpol. Nicolas Cage es el protagonista absoluto de esta película, diseñada muy didácticamente, de forma que se notan demasiado las intenciones del director en cada recurso dramático y por tanto resulta un tanto tramposa y previsible. Los personajes son un poco planos, y Niccol prefiere poner el énfasis en la perspectiva política del asunto que en su compleja dimensión personal, presentada de forma esquemática. En definitiva un film más interesante que bueno.

Juan Orellana

Página Digital, 30 de junio de 2006 

Judío y agnóstico, pero respecto al Código, estoy con la Iglesia

El Código Da Vinci no es sólo un film desolador. No es sólo una especie de juego pueril (Cristo y su mujer tienen una hija) con el texto de las Escrituras. Es algo más y peor que la infamia intelectual denunciada aquí y allá por periodistas empeñados en aclarar, en el maremagnum de escenas que son presentadas como “los hechos”, cuál es la parte documental y cuál la fantástica.

Es una película que, apuntando sin nombrarlos a algunos de los temas más ambiguos del imaginario político contemporáneo, flirtea con el peor. Tres libros muy útiles han sido publicados recientemente en Francia, escritos por Pierre-André Taguieff, Philippe Muray y René Rémond.

El de Taguieff, La foire aux illuminés, lo considera como un alarde de falsa ciencia y de falsedad que da crédito a una conjura mundial concebida al inicio de la Historia Contemporánea e impenetrable hasta nuestros días, la ilusión de acceder, a través del libro y ahora de la película, al misterio de los misterios, al enigma absoluto, aludiendo a un complot que dio lugar a todos los totalitarismos.

El de Philippe Muray, Dix-neuvième siècle à travers les âges, naturalmente no habla del Código Da Vinci pero establece la genealogía de un “ocultismo político” que nos lleva a los grandes iluministas que forjaron el cuerpo doctrinal de esta obra. Y Le nouvel antichristianisme de René Rémond, que recomiendo a todos aquellos que, cristianos o no, perciben el hedor a oscurantismo, a odio, del pensamiento y de la verdadera ciencia, que se mueven en los últimos tiempos en contra una Iglesia a la que, desde pío XII a Benedicto XVI, consideran culpable de todos los males.

Se empieza a saber que el famoso Priorato de Sión, que en el film ocupa un lugar esencial y que aparece como una orden oculta, fundada hace mil años por Goffredo di Bugione y encargada de preservar el Santo Grial que guardaría el secreto del matrimonio de Jesús y María Magdalena, es una asociación creada después de la Segunda Guerra Mundial por una banda de nostálgicos de Da Vinci. Mientras se sabe menos de otras cosas como del nombre del personaje de Dan Brown (el Radcliffe de Ángeles y demonios) tomado de John Readcliff, supuesto autor de un Discurso del rabino de los años 1860 y considerado uno de los precursores del Protocolo de los Sabios de Sión.

De lo que se sabe un poco más es de la idea paranoica de una verdad oculta hasta el final de los tiempos por poderosas estirpes de conjuradores, del credo científico alternativo de un gobierno mundial con códigos que permitirían a algunos iniciados descifrarlos y adentrarse en todas las elucubraciones de los imitadores franceses del III Reich. ¿La lucha, no de las clases, sino de las sociedades secretas, verdadero motor de la historia? Sí. Era la convicción, antes de Dan Brown, del sabio Henry Coston, que terminó su vida obsesionado por los gobiernos ocultos, por las trilaterales y otras organizaciones internacionales masónicas y neomasónicas.

Lo que por ahora no se quiere saber es que bastaría sustituir en el texto y en las imágenes de Brown al Opus Dei por la Compañía de Jesús, el personaje de Silas por el de Loyola, o la “guardia blanca” del papa por los “hombres de negro” de la Compañía de Jesús, para reencontrarnos con el tono de las diatribas antijesuíticas que llenaron de infamia los siglos XIX y XX y que culminaron con deportaciones con la marca “nzv”, literalmente “no fiables, como los judíos”. Su crimen era haberse mostrado sucesivamente cómplice del jacobnismo, del bolcheviquismo, de la internacional judía, en definitiva –ésta era la verdad- de una resistencia alemana antinazi.

No estoy defendiendo al Opus Dei, naturalmente. Pero recordemos que las palabras tienen una historia y que, dentro de estas palabras, dentro del fantasma de una confraternidad de monjes mafiosos y asesinos que no tienen otro objetivo que no sea aprovechar sistemáticamente el universo, hay un peso de delirio y de crimen que evoca recuerdos temibles y contra los cuales no es inútil poner en guardia al público.

Que los primeros interesados no lo hagan es una cosa. Y sobre esto, entre paréntesis, hay un ejemplo de sangre fría sobre el que se podría partir para pensar en otras ofensas que, comparadas con ciertas “caricaturas” que hace poco tiempo tuvieron una resonancia diez veces menor que el Código Da Vinci, provocaron una reacción tan exagerada como la que conocemos. Lo que no significa, por otro lado, la obligación de callar. Y no impide aquí a un agnóstico y judío expresar el disgusto que le supone aquello que llamará, con Freud, la marea negra del nuevo anticatolicismo.

Bernard-Henri Lévy

(publicado el 24/05/06 en el Corriere della Sera)

Páginas Digital, 13 de junio de 2006

El Código de los bostezos

El estreno de El Código Da Vinci ha sido acogido con frialdad y decepción generales. Pero ¿qué esperaba la gente de una adaptación de este tocho infumable a manos del mediocre Ron Howard? Ha ocurrido lo previsible. Y cuanto más empeño ha puesto el director en ser fiel al libro, más ha perjudicado a la película. Para más inri, la propia actriz protagonista, Audrey Tatou, declara: “Me cuesta entender la expectación que ha desatado el film”. Increíble. “Frustrante”, es como define el director Ron Howard la sensación que afirma sentir ante las críticas que empiezan a aparecer en los medios.

Lo cierto es que la película es un tostón, aburre, no tiene casi acción, los protagonistas carecen de química, de fuerza, todo es inverosímil… y la combinación de patochadas -véase al monje Silas- con discursos llenos de presunta seriedad, te sacan a patadas de la película. Lo que está claro es que los responsables de El Código Da Vinci no tienen ni la más remota idea de qué es de lo que trata su película. No saben nada de la Iglesia, de su historia, del estatuto preciso de los Evangelios, de la teología de la tradición, de la relación entre cristianismo y paganismo…, pero nada de nada. Por no hablar del Opus Dei, que es considerado algo así un grupo a lo X-Men o Expediente X.

Indudablemente, lo mejor es el personaje de Silas, el monje “Freddie Krugger” a las órdenes del Prelado del Opus Dei. Se trata de un psicópata, de infancia cruel, como Norman Bates, que habla latín con su jefe -al que llama “maestro”- y que por las noches, en pelotas, se da unas buenas sesiones de cilicio y flagelo ante un cristo de la pared. Conmovedor. Es el primer homenaje cinematográfico que se hace al Golum de Peter Jackson.

Teológicamente la película es maravillosa: los Evangelios son sustituidos por arte de magia por unos supuestos textos apócrifos; el modelo femenino de María es sustituido por el de la Magdalena (a María ni se la menta); los elementos específicamente cristianos se revelan como grandes signos paganos; la misión de la Iglesia resulta ser ocultar la verdad sobre Jesucristo, es decir, que Jesús ni era Dios, ni resucitó, ni hizo milagros, ni nada… sólo fue un buen padre de familia cuya hija se llamaba Sarah (qué mona ella). La iglesia en realidad lo que hace es odiar a las mujeres, y en la Edad Media intentó matar a todas las que pudo, millones, dicen en la peli. Buff, como para fiarse de los curas. En fin, la lista de hallazgos teológicos e históricos es interminable. Si quieren disfrutar no dejen de ver la breve escena del Concilio de Nicea. Para que luego digan de los hooligans.

Un instante de seriedad. La peli, que como ven no es mala ni nada, tampoco es inocente. Plantea la superación del cristianismo y su pretensión excepcional por medio de una religiosidad new age, relativista, inmanentista, subjetivista y sobre todo nihilista. Y eso no se puede hacer sin negar todo aquello que conduzca directa o indirectamente a la divinidad de Cristo: es decir, fundamentalmente, la Iglesia. Pero la Iglesia necesita enemigos más dignos. Así que a otra cosa, mariposa.

JuanOrellana

PáginaDigital,19 de mayo de 2006

EL 'COMPROMISO' DEL MUNDO DEL CINE: T de Terrorismo

En lo relativo al extremismo ideológico y la violencia política, una de las pocas decisiones moralmente claras que Hollywood parece haber podido tomar es que el nazismo fue algo malo. De ahí en más, todo resulta confuso, grisáceo o relativo para los genios creativos de la industria del entretenimiento en celuloide. Tres películas de estreno reciente ilustran el punto: Munich, de Steven Spielberg, una realización edulcorada que muestra titubeo en condenar sin amages el terrorismo; Paradise Now, de Hani Abu Assad, una apología descarada del terrorismo suicida palestino, y V de Vendetta, de los hermanos Andy y Larry Wachowski, bizarro film que celebra sin ambigüedades el anarquismo y terrorismo de antaño. En Munich, en lugar de enfocarse en las obscenidades del terrorismo, Spielberg prefirió tratar los dilemas éticos del contraterrorismo, y, para empeorar aún más las cosas, termina sugiriendo que moralmente no hay mayores diferencias entre lo primero y lo segundo.

Aquí no hay buenos y malos, conforme al clásico patrón de Hollywood, sino personajes atormentados por el peso de sus conciencias en tanto avanzan en la consecución de su misión; ellos son los agentes israelíes que deben ajusticiar a los militantes palestinos que planearon y ejecutaron el asesinato de 11 compatriotas en las Olimpíadas de Munich de 1972. Las líneas entre lo justo y lo injusto, lo correcto y lo incorrecto, lo moral y lo inmoral, van gradualmente diluyéndose hasta transformarse en una masa acuosa que al evaporarse no deja tras de sí certeza ética alguna.

La frase más citada del film: "Toda civilización encuentra necesario negociar concesiones con sus propios valores", intenta sugerir que hay algo intrínsecamente errado en la noción de luchar contra el terror. Este film puede ser visto como un espejo de la confusión interna de su director en lo relativo a la lucha antiterrorista, acontezca ésta en Israel o en su país natal.

Paradise Now es un film de alto contenido político dirigido por un palestino nacido en Nazaret, portador de ciudadanía israelí, que actualmente reside en Holanda. Esta película, aún no estrenada en la Argentina, recibió entre otros el premio del Festival de Berlín y el Golden Globe a la mejor película extranjera, y fue nominada en la misma categoría a los premios Oscar de la Academia.

La película narra la historia de dos atacantes suicidas palestinos mientras preparan un atentado en Tel Aviv. Sus críticos han centrado sus protestas en la amabilidad del retrato de los atacantes, en la ausencia de sentimientos hacia las víctimas y en la glorificación del fenómeno del terrorismo suicida presente en la trama. El cineasta palestino se defendió aduciendo que el "verdadero terrorismo" emana de Israel, "el estado ocupador". Trágica e irónicamente, el día que Paradise Now recibió uno de sus premios en Europa, un terrorista palestino se inmoló en la localidad israelí de Netanya, matando a seis personas e hiriendo a varias otras.

Es muy lamentable que la comunidad artística mundial haya sido incapaz de sancionar un film que exalta el terrorismo. Que esta producción haya cosechado tantos premios en Europa y EEUU es un testimonio a la banalización occidental de la violencia política actual.

Es, no obstante, la película V de Vendetta la que uno debe ver para advertir hasta qué niveles ha llegado la trivialización del terrorismo. Esta película está inspirada en la historia de Guy Fawkes, el anarquista católico que en 1601 intentó volar el Parlamento británico. El film es absurdo en muchos aspectos, pero altamente inquietante en al menos uno: puede tener el efecto de que las audiencias salgan de las salas de cine aplaudiendo a un terrorista que logra hacer volar en mil pedazos el Big Ben mediante explosivos transportados en el sistema subterráneo londinense.

El estreno de V de Vendetta –planeado para noviembre de 2005– debió ser postergado hasta marzo de 2006, para tomar distancia temporal de los ataques de julio en Londres. Celebrar el terrorismo a cuatro meses de aquella pesadilla sería de mal gusto, habrán concluido los gurús marketineros del film. ¿Otros cuatro meses después estará bien?

Llamémoslo ironías del destino, si se quiere, pero hay algo de simbólico en ello. Es como si no importara cuánto Hollywood lo siga intentando: la realidad, tarde o temprano, termina haciendo añicos sus fantasías de celuloide. Y pocos casos ilustran esto como el del director árabe-americano Mustafá Akkad.

Akkad nació en Siria y se mudó a EEUU, donde estudió cinematografía. Si bien produjo la serie de películas Halloween, dedicó gran parte de su vida profesional a presentar una imagen positiva de los musulmanes, a quienes él consideraba que Hollywood no retrataba con justicia. En películas como Mohammed, Messenger of God, sobre la vida de Mahoma, o Lion of the Desert, sobre los beduinos que luchaban contra el colonialismo, este director aspiraba a presentar una épica musulmana divergente de los convencionalismos en los que, según él, los productores estadounidenses regularmente caían.

Estaba preparando una nueva película cuando murió. El film se llamaría Saladin, sería protagonizado por Sean Connery y su propósito sería proteger el Islam de las distorsiones occidentales. Tal como él mismo acotó: "El Islam ahora mismo está siendo retratado como una religión ’terrorista’ en Occidente, y al hacer este tipo de película estoy mostrando la verdadera imagen".

El 9 de noviembre de 2005 varios terroristas suicidas musulmanes fueron enviados por Abú Musab al Zarqaui hacia Ammán, la capital de Jordania. Una vez allí, se inmolaron en los hoteles Radisson, Grand Hyatt y Days Inn, provocando la muerte a docenas de personas.

Una de las víctimas fue Mustafá Akkad.

Julián Schvindlerman, escritor argentino. Autor de Tierras por paz, tierras por guerra.

Libertad Digital, suplemento Fin de Semana, 29 de abril de 2006

El seudofeminismo almodovariano

Me encantaría hablar alguna vez de cine. Pero no puedo porque cada vez que voy al cine me encuentro con otra cosa. En este caso, con Almodóvar. Con una película titulada Volver, en la que una Penélope Cruz pretendidamente disfrazada de Anna Magnani –para que al público no le queden dudas, hay una cita explícita en una tele, tele dentro del cine– canta el tango homónimo en versión seudoflamenca con la ostensible intención de que las cenizas de Gardel –el hombre murió quemado– den unas cuantas vueltas en su tumba.
Confieso que me he visto sorprendido desde el principio, cuando apareció en la pantalla el sello del Ministerio de Cultura, no después del detalle de los productores privados y la consabida frase "con la ayuda de", sino antes, como anunciando que lo que se va a presenciar es un producto oficial. Y lo es.
 
Permítanme un apresurado resumen del argumento, para los lectores que no la hayan visto. Penélope Cruz vive con un señor y con la que se supone es hija de ambos. Penélope Cruz ha perdido a sus padres en un incendio. Hasta ahí todo bien. Pero empiezan a ocurrir cosas: el señor que vive con PC intenta violar a la hija que se supone de ambos y la chica, una adolescente, lo repele con un cuchillo y lo mata. Mientras esto ocurre, él le dice que no es su padre. La niña le cuenta lo ocurrido a su mamá, PC, y ésta se ocupa de hacer desaparecer el cadáver: finalmente, el asesinato quedará impune, nadie descubrirá el cuerpo del delito.
 
Entre tanto, la madre de PC, de la que todo el mundo cree que ha muerto en el incendio con su marido, reaparece en la vida de su hija. No ha muerto, ha quemado vivos a su marido y a la amante de éste y se ha largado. No lo ha hecho como mujer despechada ni para castigar el adulterio, sino porque el padre de PC, su marido, ha abusado de su hija: la niña que acaba de matar a su supuesto padre descubre que es fruto de una violación, para colmo incestuosa, y que es hija de su abuelo y hermana de su madre. Desde luego, pasan muchas cosas más en el proceso, pero lo esencial es lo que acabo de contar.
 
Hay tres papeles masculinos con letra (brevísima): el padrastro muerto (un hombre que, bien o mal, se ha casado con una mujer embarazada), el propietario de un bar que PC usurpa sin mayores cargos de conciencia y un cliente de ese bar que dice dos frases. Los demás son papeles femeninos. De las tres protagonistas, dos, la hija y la madre reaparecida de PC (Carmen Maura), han matado cada una a un hombre entregado a los abusos deshonestos, que, al parecer, son el deporte favorito de los varones. La tercera, PC, es cómplice activa de su hija y comprende perfectamente a su madre porque el abrasado ha sido su propio padre incestuoso.
 
Almodóvar, naturalmente, conoce algunos principios elementales de su oficio, pero los elude sin vacilar. Así como no se siente obligado, en su papel de narrador, a respetar el principio de verosimilitud (la historia se sostiene con dificultad y choca con evidentes imposibles), no se siente ligado a la idea de generalización que tan bien explicó en su día Bertolt Brecht: si en una obra (o película) hay un solo personaje judío y es el malvado, la obra es antisemita; si en la obra hay varios personajes judíos y son todos indeseables, la obra es antisemita. De modo que si en la obra hay sólo dos personajes masculinos y son archimalvados, violadores, estupradores e incestuosos, la obra es misándrica e intenta convencer de que todos los hombres (en el film, ése es el universo masculino) son como los que en ella se pintan. Y si en la obra la mayoría de los personajes femeninos son asesinas, sus crímenes quedan impunes y, además, son justificados por el narrador fundándose en el horror de la condición masculina, la obra es filogínica, falsamente feminista y, nuevamente, misándrica.
 
Pero resulta que eso mismo –y permítaseme atribuir un pensamiento a un colectivo, como licencia sintáctica– es lo que piensa el Gobierno del presidente de la sonrisa, y para eso ha creado una ley de igualdad que finalmente es de desigualdad: los varones son el depósito de lo peor, y todo lo peor se expresa siempre como violencia; las mujeres son la expresión de todo lo opuesto (y mejor), y son siempre víctimas de los varones. Hay quienes, atosigados por los telediarios y la prensa basura, que cada día dedican al tema una porción de palabras, dan por buena esta teoría, y si alguien dice lo contrario lo rebaten con un argumento ad hominem, tildándole de machista aunque ese alguien sea mujer.
 
Fundándose en tan peregrina concepción del mundo, de los sexos y de los géneros, el Gobierno ha conseguido abolir de hecho en la legislación española la noción de ciudadano, instaurando dos categorías, los ciudadanos y las ciudadanas, con diferentes derechos y deberes. Dado que tal cosa es tan insostenible como manifiesta, y pueden quedar almas cándidas capaces de discutirla, hay que dotarla de forma cultural y social, generando un arte que la cuele en las cabezas de la plebe, que para eso están Carmen Calvo y los numerosos almodóvares dispuestos a colaborar con ella en labores de agit-prop. Nada de esto es nuevo, pero pocas veces el resultado ha sido tan penoso como en Volver, donde cada vez que un hombre muere en forma violenta, una mujer se libera. Sin cargos de conciencia.
 
Tenemos los datos objetivos: hay muchas muertes de mujeres a manos de varones, más que de varones a manos de mujeres. Eso es lo único cierto, y no hay por qué traducirlo en: 1) las mujeres tienen un derecho de venganza e impunidad del que no tienen por qué gozar los varones (o: los negros tienen un derecho de venganza e impunidad del que no tienen por qué gozar los blancos); 2) una legislación diferencial que, por un mismo crimen, castigue muchísimo menos a la mujeres que a sus conciudadanos varones; 3) la idea de que todos los varones son malvados violadores estupradores incestuosos y, en cambio, ninguna mujer es nada de eso. Chesterton decía que un error es una verdad que ha perdido la razón.
 
Lo de Volver es un alegato a favor de las tres falsas conclusiones que enumero en el párrafo precedente a partir de la constatación de que hay más hombres que matan mujeres que al revés. Al menos, mediante la acción violenta. La tragedia de la historia de Almodóvar, no obstante, no es que esos hombres de los que él se vale para explicar la maldad del colectivo masculino no existan (existen, pero son minoría), sino que esas mujeres que matan y celebran no existen en absoluto, ni como mujeres ni como seres humanos, porque no existe persona que mate sin inmutarse, sin trauma ni limitación, a menos que se trate de un sociópata peligroso que rara vez queda impune.
 
Y lo curioso es que hay críticos que se extasían escribiendo hiperbólicos elogios del conocimiento del alma femenina que posee el director manchego. Si el alma femenina es la de estos personajes, hay que pensar en deshacerse de algunos libros de García Lorca, de Chejov, de Ibsen o de Lawrence Durrell, en los que la creíamos reflejada. Y no digamos nada del alma masculina. Al final, sólo nos quedará el paradigma moral de Aníbal Lecter.

 

 

 

Por Horacio Vázquez-Rial
 
Libertad Digital, fin de semana, 22 de abril de 2006
 
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